Mientras recorría un pasillo estrecho pero luminoso, con láminas de
hierbas y flores decorando las paredes, los sentidos de Peter se
saturaron de aromas de rosa y vainilla, dos fragancias que conocía
bien por la afición de su hermana Teresa a las velas aromatizadas.
El hogar de Lali era una cueva de Alí Baba llena de delicias para
los sentidos; igual que la mujer que la habitaba, pensó Peter,
mientras la seguía camino del salón. Era una casa pequeña, pero lo
que le faltaba en amplitud lo compensaba de sobra en comodidad. Era
un lugar en el que apetecía estar.
Creía que había dejado apartada la necesidad de echar raíces.
Tener un lugar y una persona amada a donde volver después de un día
de trabajo no era una idea que hubiera tenido en cuenta desde hacía
mucho tiempo. Además... con él nunca funcionaría. Odiaba tener que
admitirlo, pero en aquel sentido era igual que su padre.
–Qué habitación tan agradable. Los colores predominantes eran el
amarillo claro y el oro, pero había notas de otros colores por todas
partes. Los sofás eran de terciopelo y seda rojos, y había montones
de cojines de todos los colores esparcidos por cada posible lugar
donde sentarse. Encima de la chimenea victoriana, que había sido
cuidadosamente restaurada, había un enorme cuadro prerrafaelista de
una mujer con la piel tan pálida como la leche y un espeso pelo
negro adornado con una corona de rosas blancas. Peter lo estudió
unos instantes antes de centrar su análisis en Lali, que apenas
parecía capaz de tenerse en pie.
–Gracias.
Aunque estaba febril, Lali captó el tono apreciativo de Peter, y
sintió que algo llenaba una parte de su corazón hasta ahora vacía.
Él era un hombre con una excelente reputación como arquitecto;
había diseñado casas para ricos y famosos, casas de ensueño que
aparecían en las revistas... y ahí estaba, en mitad de su minúsculo
salón, y diciendo que era «tan agradable»...
–¿Qué tal si te sientas, te quitas los zapatos
y me dejas que te traiga una aspirina y un vaso de agua? Parece que
te vas a caer al suelo en cualquier momento.
Lali no estaba en condiciones de discutir. Se lanzó al sofá antes
de que Peter terminara de hablar, se quitó los suaves mocasines de
cuero, flexionó los dedos y se soltó el pelo.
Por un momento, Peter se quedó clavado contemplando aquel cabello
largo y sedoso que le caía sobre los hombros. Tuvo que obligarse a
dar la vuelta y salir de allí, poner distancia entre ambos, porque
su deseo de tocarla era tan imperante, que casi lo dominaba.
–La cocina está al final del pasillo. Hay
medicinas en el armario que está sobre la nevera.
Una vez en la compacta cocina, con sus muebles de pino y el suelo de
baldosa terracota, Peter encontró rápidamente las medicinas, llenó
un vaso con agua, y se quedó boquiabierto ante unos dibujos
infantiles que estaban sujetos en la puerta de la nevera.
Sobre todo le llamó la atención uno con un bonito título en rojo
brillante: «Mi mamá». Era un dibujo sorprendentemente bien hecho
de una mujer alta y delgada con un largo pelo negro, rasgados ojos
verdes y carnosa boca roja. Durante un rato, Peter se quedó ahí,
tratando de asimilar el impacto de que Lali era madre. Lógicamente,
el hijo tenía un padre, ¿tal vez el novio de Lali, ese tal Ale? ¿O
el niño sería fruto de una relación anterior? Sabía que no tenía
derecho a sentirse celoso o enfadado, pero así era como se sentía.
Con un nudo en la garganta, Peter regresó al salón. Lali estaba
tumbada en el sofá, con la cabeza apoyada en unos cojines
aterciopelados, los ojos cerrados y el pecho inexplicablemente tenso.
Peter sintió que necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que una
relación con ella, aparte de la meramente profesional, estaba ahora
fuera de toda discusión. Aunque la deseaba enormemente, no iba a
romper una relación consolidada, sobre todo cuando había un hijo
por medio.
Sintiendo su presencia, Lali abrió los ojos.
–¡Lo has encontrado! Gracias.
Sentándose con dificultad, se tomó las pastillas con un buen trago
de agua.
–Tu casa está muy ordenada –murmuró Peter–, es fácil
encontrar las cosas. ¿Por qué no me dijiste que tenías un hijo?
Lali sentía que la cabeza le daba vueltas. La cocina, claro... Debía
de haber visto los dibujos de Allegra en la nevera. En fin... Fijando
su mirada febril en el rostro serio pero tan atractivo de Peter, Lali
decidió que debía ser franca con él. Dadas las circunstancias,
¿podía hacer otra cosa? Peor para él si no le gustaba lo que iba a
oír. Ella no le había pedido que la llevara a casa, y, desde luego,
no lo había invitado a entrar.
–Nunca me lo preguntaste, así que yo no dije
nada.
Se humedeció aquellos labios carnosos con la lengua, y Peter se
contuvo frente a aquel gesto inocente mucho mejor de lo que hubiera
creído nunca. Desabrochándose la chaqueta, se sentó, acomodándose
en un sillón, con todas las células de su cuerpo en tensión porque
la deseaba salvajemente. Aunque estuviera con fiebre, aunque tuviera
un hijo, aunque probablemente tuviera una relación estable... nada
de aquello disminuía su apasionada atracción ni un ápice.
–Se llama Allegra y tiene seis años. No había hablado de ella
porque no quería darte otro argumento más para que pensaras que mi
dedicación al trabajo era menor de la que debería ser. ¿Recuerdas
la mañana en que me encontraste dormida sobre mi mesa? Había estado
toda la noche despierta, cuidando a Allegra porque estaba con gripe;
por eso estaba tan cansada. Ahora ya lo sabes.
Los ojos de Peter se fueron abriendo según procesaba lo que acababa
de oír:
–¿Has dicho Allegra? ¿Era ella la «persona favorita» que
mencionaste el otro día?
Suspirando pesadamente, Lali se peinó el cabello con la mano,
despertando en Peter el deseo de hacerlo él. Pero había un toque de
resentimiento en aquel suspiro que le indicó que no se sentía muy
cómoda explicándole las circunstancias de su vida. ¿Y por qué
debería?, se dijo.
–Pues claro, ¿qué otra persona iba a ser?
–¿Y su padre? ¿está trabajando?
–No tengo ni idea. Tenemos suerte si lo vemos
tres o cuatro veces al año, como mucho –contestó, dejando escapar
una risa amarga–. ¿O deberíamos decir que tenemos la desgracia?
–¿Estás separada?
Peter no podía negar la luz de esperanza que le recorría el cuerpo
a toda velocidad.
–Divorciada, desde hace cinco años –sentenció,
y lanzó un suspiro–. Bien, ahora ya lo sabes todo de mí.
Sus ojos brillaron de nuevo con un toque de resentimiento, pero esta
vez Peter estaba más preparado para enfrentarse a ello.
Peter sonrió:
–Todo no. ¿Por qué os separasteis?
Lali emitió un ligero sonido de exasperación, y Peter se imaginó
que, si no estuviera tan mal, en aquel momento le habría pedido que
se marchara. Sabía que estaba aprovechándose de la situación, y
que un caballero dejaría aquel tipo de preguntas para otro momento,
pero se alegraba de que Lali estuviera demasiado indispuesta para
pensar en echarlo.
–Es algo privado.
Cruzándose de brazos, Lali deseó que se marchara. ¿Por qué seguía
ahí, agobiándola con aquellas preguntas, cuando lo que ella deseaba
era tumbarse en el sofá y dormir? Pablo había sido un canalla, pero
eso no se lo iba a contar a su jefe. Además, en estos casos, los
hombres se solidarizaban entre ellos, y seguramente Peter pensaría
que el fallo lo había cometido ella; y la verdad, ya estaba harta de
sentirse juzgada y no quería exponerse a más críticas.
–Tener hijos no es ni de lejos un motivo de despido, Lali. Si mis
empleadas demuestran que tienen una cierta dedicación al trabajo, y
no se aprovechan, yo entiendo que necesiten tiempo para cuidar a sus
hijos cuando están enfermos o para ir a la obra del colegio. Yo no
soy un hombre de familia, pero no soy tan cerrado de mente como para
darme cuenta de que la gente tiene una vida fuera del trabajo. Y de
paso, ¿dónde está tu hija?
–En casa de mi madre. Duerme allí una noche a
la semana.
A pesar de que no quería mostrarse vulnerable ante aquel hombre,
Lali no pudo evitar acomodar las piernas debajo de ella y apoyar la
cabeza en los cojines, estaba tan cansada... Peter tendría que ver
que allí ya no hacía nada. Si quería verla al día siguiente en el
trabajo, necesitaría al menos doce horas de sueño para ponerse
bien. De todas formas, reconoció soñolienta, le había gustado lo
que él había dicho. Lo convertía en alguien un poco más cercano,
en un ser humano corriente más que en el poderoso arquitecto.
Para cuando Peter se puso de pie, se pasó la mano por el pelo y se
aflojó el nudo de la corbata, Lali se había quedado profundamente
dormida. Después de buscar en la habitación, encontró una manta de
lana y arropó a Lali con ella. Antes, había protestado por que la
llamó niña, pero ahora, contemplando su rostro angelical, a Peter
le pareció una niña que necesitaba que la cuidaran.
Peter no entendía cómo la sola idea no le hacía salir disparado.
Él siempre había salido con mujeres de carrera: fuertes, capaces,
ambiciosas... mujeres que sabían lo que querían en la vida y hacían
lo que fuera por conseguirlo. Si notaban que les faltaba un poco de
calor humano, incluían un revolcón entre sus actividades y así
cubrían el déficit.
«Trabajamos a tope y vivimos a tope», había establecido un colega,
orgulloso de tener más de treinta y continuar soltero, en una noche
de copas. Pero incluso entonces, Peter había sentido una
sorprendente sensación de incomodidad ante aquellos valores. Tener
una reputación de play boy no era tan bueno como parecía. Había
algo en aquello de conseguir todo lo que querías, incluyendo mujeres
bonitas, que no encajaba. Y no se refería a tener una familia, pero
a lo mejor podía estar bien tener una mujer especial en su vida, en
vez de varias... siempre y cuando no se obsesionara con él y
quisiera casarse.
«Cambias de novia como de camisa», le reprochó su hermana una vez.
Pero Peter no veía por qué debía tener remordimientos, si todos
eran adultos y sabían lo que había desde el principio. Él siempre
dejaba claro que no quería relaciones largas, ni ataduras, y las
mujeres solían aceptar sus condiciones. Alguna se había obsesionado
un poco con él, recordó con pesar, pero normalmente todo iba bien,
todo el mundo obtenía lo que quería. ¿O no era así?
Sintió un vacío en el pecho al observar de nuevo a Lali. Era
evidente que, si estaba divorciada, era porque no había obtenido lo
que quería. ¿Habría habido un momento en el que creyó que la
felicidad duraría siempre? Peter notó que la idea de que un hombre
hubiera roto sus sueños de juventud lo alteraba. A pesar de su
aversión al matrimonio, se sentía como si todo el género masculino
la hubiera fallado.
¿Adonde iba a parar todo aquello? Sacudiendo la cabeza, miró el
reloj encima de la repisa de la chimenea. Casi al mismo tiempo, su
estómago sonó. No había comido nada desde por la mañana, ni
siquiera se había acercado al refrigerio en el descanso de la
reunión, por quedarse a hablar con Lali. El asunto era que no quería
marcharse a por comida y dejarla sola, podía necesitarlo. La idea de
que no estaba bien y tendría que apañárselas por sí sola durante
la noche no le gustaba. Podría haberle pedido el teléfono de su
madre, en vez de molestarla con sus preguntas; por lo menos, la
habría telefoneado para que supiera que Lali estaba enferma. Pero
¿qué se suponía que debía hacer ahora?
Finalmente, se encaminó a la cocina, diciéndose a sí mismo que
seguramente a Lali no le importaría que se hiciera un sándwich. Le
devolvería el favor invitándola a cenar un día. Disfrutando con la
idea, escogió dos rebanadas de pan integral y las rellenó con un
fiambre bajo en calorías que había en la nevera y un par de lonchas
de queso cheddar. De acuerdo, no era un experto cocinero, pero estaba
hambriento y, ¿qué mejor alimento que pan y queso? Si además Lali
tuviera una buena botella de vino tinto, estaría en la gloria...
Lali se despertó del sueño y, al estirarse, sintió que cada uno de
sus huesos y músculos le dolían. Algo suave le rozaba la cara.
Abrió los ojos en la semioscuridad y se retiró la manta con pánico:
no recordaba haberse cubierto con ella antes de quedarse dormida. ¿Y
Peter? ¿Cuándo se había marchado? ¿Y qué le había dicho ella al
despedirse? Esperaba que no hubiera sido algo de lo que pudiera
arrepentirse más tarde.
Sentándose, despegó la lengua del paladar e hizo
una mueca ante el sabor. Necesitaba beber algo, así que puso los
pies en el suelo, deseando no sentirse tan mareada y sofocada,
tratando de coordinar su cerebro con sus
extremidades.
–Espera, deja que te ayude.
El tono grave de la voz de Peter acudiendo hacia ella en aquella
habitación a oscuras paralizó a Lali. Se quedó mirando su mano,
que la sujetó por la axila, lo que supuso un impulso y un apoyo.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y qué hora era, por Dios bendito? Se
dio cuenta de que Peter se había quitado la chaqueta y la corbata, y
un mechón de pelo sedoso le cayó sobre la frente al agacharse a
ayudarla.
–¿Adonde quieres ir? –preguntó preocupado.
Lali se mojó los labios resecos y deseó que sus extremidades
dejaran de temblar:
–Al baño. Puedo... puedo ir sola.
–Estás ardiendo –replicó. En un gesto
automático, le puso la mano en la frente, apartó el flequillo y
tomó la temperatura–. Tan pronto como te ayude a salir del baño,
sugiero que vayas directamente a la cama. Tendrás que enseñarme
dónde está tu dormitorio.
Lali se sentía como un potrito recién nacido, tratando de
mantenerse sobre sus piernas y hacerlas funcionar. Cuando tropezó,
Peter la sostuvo, y Lali quiso llorar porque se sentía muy débil y
todo indicaba que necesitaba su ayuda.
–No deberías estar aquí –murmuró
débilmente, tratando de contener las lágrimas–, ¿por qué te has
quedado?
Los ojos azules la contemplaron francamente, sin titubear, con una
mirada hipnótica:
–Porque me necesitabas.
Era tan simple como aquello. No hacían falta más explicaciones.
Cuando vivía con Pablo, él no se había quedado despierto ni una
sola vez cuando ella estuvo mal, por no hablar de cuidarla cuando lo
necesitó. Y Pablo era médico...
Dando un suspiro, Lali permitió a Peter que la ayudara a llegar
hasta el baño.
Después de insistir en que dejara la puerta abierta, para que
pudiera llamarlo si necesitaba su ayuda, Peter se apoyó en la pared
del pasillo, deseando haber insistido para que se fuera a casa antes.
Lo menos que podía hacer ahora era asegurarse de que todo estaba a
su gusto. La arroparía, comprobaría que tenía suficiente agua para
beber, y le daría un par de pastillas más para bajarle la
temperatura antes de que se volviera a dormir. Luego, pasaría la
noche en uno de aquellos sofás enfundados en seda y esperaría a ver
cómo estaba por la mañana.
A Lali posiblemente no le gustaran sus planes, pero no estaba en
condiciones de protestar, pensó Peter. Enfrentarse al carácter de
Lali era un riesgo que estaba dispuesto a correr, con tal de quedarse
tranquilo sabiendo que ella estaba bien.
Mientras apagaba la luz del baño, Lali reconoció que se sentía
mucho mejor ahora que se había lavado los dientes y había logrado
eliminar el sabor desagradable de su boca. Se tambaleó ligeramente
al ponerse en pie, y llegó hasta la figura alta y de hombros anchos
de Peter con una sonrisa temblorosa.
–Ya he terminado.
–¿Dónde está tu dormitorio?
–Apuesto a que le preguntas lo mismo a todas las chicas –bromeó
Lali, presa de la fiebre. Deseó no haberlo dicho cuando vio en Peter
un ceño de una gran desaprobación.
–Prefiero que mis mujeres estén en pleno uso de
sus facultades antes de que las cosas lleguen a este punto, cielo
–contestó, arrastrando las palabras.
A Lali se le erizó el vello de la nuca. ¿Qué le pasaba?, se
preguntó, ¿por qué estaba tan a la defensiva con aquel hombre?
–No intentaba... flirtear contigo.
Se volvió para marcharse, y casi se murió del susto cuando Peter la
agarró por la cintura y la atrajo hacia sí. Se quedó mirándolo,
ardiendo de fiebre y con las piernas temblando, totalmente incapaz de
apartar su mirada de aquellos cautivadores ojos azules.
–¿Crees que te habría rechazado si lo hubieras
hecho? Incluso en tu lamentable estado actual, te deseo como no tengo
derecho a hacerlo. Y ahora, cambiemos de tema antes de que se me
olvide que soy un caballero.
Una vez en la habitación de Lali, Peter echó las cortinas amarillo
claro y tomó aire para tranquilizarse. Al entrar, había dejado a
Lali sentada en el borde de su cama antigua de bronce, luchando por
quitarse la chaqueta, mientras él se esforzaba por no mirar e
imaginarse que se estaba desnudando para él.
Peter también estaba febril, pero no de enfermedad. Estar en el
dormitorio de Lali era increíblemente más erótico que cualquier
fantasía que hubiera podido imaginarse. La habitación era muy
femenina, lo que sensibilizaba más a Peter sobre su propia
masculinidad. Las mujeres con las que salía habitualmente preferían
un estilo minimalista en sus dormitorios, pero la habitación de Lali
era un seductor asalto a los sentidos: estaba poblada de aromas
eróticos, como sándalo, y algo más exótico y dulce que no pudo
identificar, y todo lo que podía contemplar era un regalo para la
vista.
En una de las esquinas, había un tocador forrado de muselina blanca,
repleto de frascos de perfume y con un juego de cepillo y peine de
plata. Una alfombra color oro pálido cubría el suelo, y junto a la
cama había otra más pequeña con un motivo oriental. Del centro del
techo colgaba una lámpara antigua de bronce decorada con cristales
en forma de lágrima. Pero, sin duda, la cama era lo que más le
llamaba la atención, y la imagen de Lali en ella era más que un
sueño. Aquellas sábanas de un virginal hilo blanco contrastaban
profundamente con el azabache de su pelo, advirtió Peter, y su
calentura aumentó al imaginarse haciéndola el amor en aquella cama,
con sus cabellos negros esparcidos sobre la almohada.
–¿Puedo meterme ya en la cama?
Abrió las sábanas blancas y, mientras se arrastraba bajo ellas,
Peter atravesó la habitación y se colocó al lado de la cama,
tratando de adoptar una postura que disimulara el enorme deseo que lo
poseía.
–Todavía llevas puesta la ropa –le recordó,
con una expresión severa–. ¿Dónde están tu camisón o tu
pijama?
Se quedó mirándola, casi esperando que sacara un largo camisón
Victoriano de encaje de debajo de su almohada.
–Me encuentro demasiado enferma como para
cambiarme –protestó.
En realidad, no tenía ganas de ponerse el pijama con él delante
observándola.
–Por la mañana lo lamentarás.
–De acuerdo, entonces déjame para que pueda
cambiarme.
Intentaba apoyar los pies en el suelo cuando Peter le dio un pequeño
empujón para que volviera a tumbarse.
–¿Dónde está tu ropa? Te la voy a traer.
Señalando con la cabeza hacia los armarios victorianos al otro lado
de la habitación, Lali contestó:
–Está en el tercer cajón.
Era cierto, pensó Peter maravillado, con un pijama de seda roja en
las manos. Era tan suave que parecía agua escapando entre los dedos.
El deseo se agolpó salvajemente en su ingle y, durante unos
instantes, no se movió, tratando de calmarse. Lali dormía con un
pijama de seda roja, ¿acaso intentaba torturarlo?
–Póntelo –le ordenó ásperamente,
lanzándoselo–. Esperaré fuera.
esto cada vez se pone mas interesante!!
ResponderEliminarsiempre se queda en la mejor parte!!
Gracias por subir reina!!
Estaré esperando el próximo!!
Te amo!!
Y ahora q hace el señor lanzani, ante tantos incentivos no se si se va a a poder controlar por mucho tiempo más!! ja ja Más nove!
ResponderEliminarFebril y enfermo, va a salir d esa casa,jajaja.
ResponderEliminarElla tiene fiebre y él hierve pero de "calentura",pobre!JAJA!
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