Peter Lanzani se frotó las manos, en parte para celebrar que era el dueño de todo cuanto tenía a la vista y en parte porque hacía un frío que congelaba los testículos. Una tienda de coches de segunda mano que hacía esquina en una transitada calle a las afueras de la ciudad tal vez no fuera un gran imperio, pero era de su propiedad y eso le proporcionaba una cierta dosis de orgullo.
Desde un punto de vista técnico, el
banco era propietario de la mayor parte, pero todo sería de Peter
algún día: el día que terminara de pagar sus astronómicas deudas.
A pesar del catastrofismo que rodeaba el divorcio, su abogado le
había comunicado que podía conservar el negocio siempre que cediera
la casa a Eugenia, en la actualidad su esposa separada. No se trataba
del más equitativo de los acuerdos, pero resultaba la opción menos
dolorosa. Ya que no tenían hijos, la casa no estaba catalogada como
hogar familiar; no era más que una pila de ladrillos y cemento de la
que podían disponer entre los dos como encontrasen conveniente. En
cualquier caso, Peter no se imaginaba a sí mismo viviendo a solas en
una casa que encerraba tantos recuerdos de su pasado en pareja. A
modo de consuelo, dio unas palmaditas en el capó de un viejo Mondeo.
Sus automsóviles constituían un pobre sustituto de los hijos que
nunca tuvo, pero por el momento eran lo único con lo que contaba.
Una pareja de ancianos atravesaba el
patio de exposición con paso vacilante, abriéndose camino entre los
vehículos. Ambos iban encorvados y tenían aspecto frágil. Le
recordaron a sus propios abuelos, cuando vivían, y Peter esbozó una
afectuosa sonrisa en dirección a los recién llegados. Tiempo atrás,
había albergado la esperanza de que Eugenia y él mismo envejecieran
y se arrugaran juntos; pero ahora ya no era posible. Ni siquiera
habían conseguido alcanzar juntos el aumento de peso propio de la
mediana edad.
—Si necesitan ayuda, díganmelo
—indicó Peter a la pareja elevando la voz.
—Sólo estamos mirando —respondió
el hombre mientras su esposa sonreía con afabilidad—, si no le
importa.
—Claro que no —respondió Peter—.
Tómense el tiempo que quieran.
Resultaba desgarrador. ¿Cómo podía
vender un coche a personas como aquellas, que, por lo que se veía, a
duras penas podrían permitirse tal gasto? Ambos ancianos vestían
abrigos deshilachados de paño fino, y eso que soplaba un viento
gélido. Peter decidió llevarles a la oficina —una destartalada
caseta prefabricada situada al fondo del solar— y ofrecerles un té
caliente con galletas digestivas ligeramente reblandecidas. No sin
remordimiento, hundió las manos en los bolsillos de su confortable
cazadora North Face.
Nunca había imaginado que se
convertiría en vendedor de automóviles, aunque en realidad nunca
había imaginado que se dedicaría a nada en concreto; probablemente
ése era el motivo por el que su carrera profesional había carecido
de cierta dosis de orientación y de empuje. Como resultado, había
vagado sin rumbo a través del engañoso mundo de la venta
inmobiliaria y había caminado por las procelosas aguas de la
exportación —que jamás llegó a entender, desde el día que
empezó hasta el día en que le invitaron a marcharse— hasta que,
varios empleos más tarde, se descubrió a sí mismo en el mundo
marginalmente más entretenido de la venta de vehículos. Al fin y al
cabo, todos esos años enganchado a la revista Top Gear habían
dado sus dividendos.
Peter había trabajado durante tres
años en un importante concesionario que vendía costosos y
brillantes automóviles a clientes selectos con presupuestos
corporativos. Después, a los treinta años —peligroso momento en
la vida de un hombre—, la tentación de dirigir su propio negocio
se presentó en la forma de «Behículos de segunda mano varatos y
risueños» (sic).
Eugenia le había apremiado a que
progresara en la vida, y la visión del progreso que ella tenía
pasaba por rechazar un salario considerable, bonificaciones regulares
—también considerables— y una selección de relucientes coches
de la empresa a cambio de instalarse en el estado permanentemente
empobrecido y precario de los trabajadores autónomos. La tienda de
automóviles de ocasión tenía «potencial», según aseguraba
Eugenia. «¿Potencial para qué?», se preguntaba Peter. Acaso para
convertirse en la manzana de la discordia del matrimonio, ya entonces
en rápida decadencia. Aun así, semejante lasitud hacia su propio
negocio iba a cambiar. Ahora que Peter sabía que su comercio de
coches usados estaba asegurado para el futuro previsible, podía
empezar a progresar. En un corto espacio de tiempo, la palabra
«empresario» rondaría los labios de la gente cuando Peter Lanzani
saliera a colación.
La pareja de ancianos se acercaba hacia
él arrastrando los pies. Ambos daban vueltas alrededor de un viejo
Rover que, al igual que ellos mismos, había conocido mejores
tiempos.
—¿Han visto algo que les guste?
—preguntó Peter.
—Sí —respondió el hombre—. Creo
que nos quedaremos con éste.
—De acuerdo —repuso Peter—. Iré
a buscar las llaves y les llevaré a dar una vuelta para probarlo.
—No, no —replicó el hombre—. No
queremos causarle ninguna molestia; sólo queremos comprarlo.
—Pero primero tendrán que probarlo.
—Ah, no —intervino la esposa con
voz cantarina—. ¡Qué responsabilidad tan grande!
—Tienen que hacerlo —insistió
Peter—. Si lo probaran, se darían cuenta de que hay que cambiar el
embrague y de que uno de los amortiguadores está hecho polvo.
—¡Vaya por Dios! —la pareja
intercambió una mirada temerosa—. La reparación va a resultar muy
cara.
—Así es —confirmó Peter.
—Bueno... —el hombre se rascó la
barbilla—. A mi esposa le gusta el color, así que nos lo
llevaremos de todas formas.
—¿Seguro que no puedo disuadirles?
Hay otros vehículos mucho mejores.
—No. Nos gusta éste.
—Muy bien —Peter se sintió como
quien le roba caramelos a un niño—. ¿Cuánto piensan ofrecerme?
—¿Ofrecerle? —la pareja volvió a
intercambiar otra mirada de preocupación—. Estamos dispuestos a
pagar lo que pone en el parabrisas.
—Pero si es un precio escandaloso
—replicó Peter—; unas quinientas libras por encima de su valor.
—¿De verdad? —el hombre estaba
perplejo.
—Es un atraco en toda regla,
caballero.
—Las cosas ya no son lo que eran —el
anciano sacudió la cabeza—. Hoy en día, el negocio es el negocio.
—El proceso es el siguiente —explicó
Peter con voz amable—: yo pongo a los coches un precio abusivo y
luego los clientes tratan de echarme por tierra...
—Entiendo —la expresión de
preocupación se hizo más profunda—. Pero yo sería incapaz.
—Pues debería hacerlo, se lo
aseguro. Cuento con ello. Vamos, inténtelo.
La esposa colocó una mano en el brazo
de su marido.
—Ron, no puedes hacer eso.
—Por favor —Peter era consciente de
que empezaba a suplicar—, haga un esfuerzo.
—Bueno —dijo el hombre—, ya que
insiste...
Sin previo aviso, el hombre lanzó al
aire un puño huesudo y golpeó a Peter de lleno en la barbilla. Fue
como si le hubiera vapuleado el mismísimo Frank Benjamin, o acaso un
tren a toda velocidad. Peter notó que las piernas le flaqueaban y
que un círculo de pájaros piaba alrededor de su cabeza. La pareja
le miraba desde lo alto, con una amplia sonrisa en los labios.
—¿Cuándo fue exactamente la última
vez que compraron un coche? —preguntó Peter al tiempo que se
masajeaba la mandíbula en un intento por colocarla en su sitio.
Ja ja ja.... entendió mal el hombre no??? Pobre peter más!
ResponderEliminarCuento con ello ,vamos inténtelo,jajaja,se encontró con un puño.Vaya con el viejo,d una ,deja a Lanzani x los suelos.El pobre k se refería al arte del regateo,jajaja.
ResponderEliminarJAJAJAJAJA... Juro que mori de la risa! Fue demasiado chistoso!
ResponderEliminarMe parece que los pobres con mucha suerte no cuentan...
ResponderEliminarJajajaja!!
Que ganas de que se vuelvan a encontrar, no se que puede salir de esto..
Lo siento por tardar en firmar...no pude leerla antes..
Quiero mas!! TTM
Que se venga nuevo encuentro.
ResponderEliminarPobre Peter!