"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

viernes, 29 de junio de 2012

Perdón!

Hola! Aparezco para pedir perdón por no subir capitulo después de prometerlo y para decir que puede que en un tiempo no suba nada...pero no estoy pasando un buen momento.
Quiero decir que en cuanto pueda voy a seguir con la novela, no os voy a abandonar pero tenerme un poco de paciencia, es lo único que pido...
Siento no explicar lo que pasa pero hay cosas en la vida que por mucho que se expliquen no tienen solución y no se puede hacer nada....
Espero volver pronto, de todas maneras si alguien quiere hablar conmigo sobre la novela o lo que sea estoy en twitter (@ione_es).
Un beso a todas! GRACIAS por el aguante, las visitas y los comentarios!
Os quiero!

lunes, 25 de junio de 2012

Capitulo 5

Dedicado a Sandra por su 16 cumpleaños!! Te quiero mucho chiquita!!


Capítulo 5

Peter dio un respingo cuando el borde del tazón caliente le rozó el labio inflamado. Con los dientes, comprobó el grosor de la inflamación, que recordaba a una salchicha. El señor y la señora Smith también sujetaban sus respectivas tazas de té mientras que los tres, de pie, admiraban el confortable automóvil de pequeño tamaño que tenían ante sí.
—Es un coche mucho más bonito —indicó Peter a la pareja. Se trataba de otro Rover, aunque era un modelo mucho más reciente—. Sólido como una roca. Su historial de servicio es impecable. Lleva equipo de CD de última generación...
Ambos ancianos se mostraban muy confusos.
—Aunque puede que eso no les importe.
Preocupada, la señora Smith preguntó:
—¿Podremos escuchar a Terry Wogan?
—Sí, dispone de radio. Voy a sintonizar Radio Dos especialmente para ustedes.
La mujer suspiró aliviada.
—Tiene un equipo completo de llantas nuevas y, a ese precio, es una ganga —Peter se alejó un paso del señor Smith—. No tendrá que tumbarme a tierra otra vez.
El señor y la señora Smith se encontraban visiblemente satisfechos.
—¿Cómo es que sabe tanto sobre este coche? —preguntó el marido.
Peter suspiró.
—Porque es el mío.
—Ah, pero no podemos quitarle su coche, ¿no es cierto, Ron? —intervino la mujer.
—Insisto —repuso Peter—. Les durará mientras vivan —Peter consideró la fragilidad de la pareja—. Probablemente más.
—Es usted una buena persona —la señora Smith le dio una palmadita en el brazo.
—Sí, es la fama que tengo.
Mientras trataba de no pensar en lo mucho que la decisión iba a costarle, Peter abrigó la esperanza de que cuando sus propios padres fueran igual de ancianos y seniles encontrarían a alguien compasivo que no les estafaría aprovechándose de su ignorancia.
—¿Se quedará con nuestro coche como parte del pago?
Peter siguió la mirada del señor Smith hasta una pila de chatarra aparcada en la calle. Aquella cosa no podía seguir circulando por la carretera, de ninguna manera. Era una trampa mortal. ¿Acaso la pareja no tenía escondido en algún sitio un hijo cariñoso que cuidara de ellos?
—¿Ha pasado la ITV?
El señor y la señora Smith le miraron sin comprender.
Jamás conseguiría vender semejante cacharro. Daba la impresión de que el vehículo se mantenía de una pieza a base de cuerdas y oraciones.
—Sí —respondió Peter—, lo aceptaré como parte del pago. Les daré quinientas libras por él.
Los ojos del señor Smith se iluminaron. Cincuenta libras ya le parecían demasiado.
—Bueno, ¿hacemos el trato?
—Sí —el señor Smith le entregó su taza vacía, sacó un talonario y extendió un cheque.
—No suelo aceptar talones por esta cantidad —Peter se mordió el labio—. ¿Tiene tarjeta de crédito?
De nuevo ambos le miraron con evidentes signos de incomprensión. Lo más probable era que tuvieran en casa un reproductor de vídeo que no sabían programar.
—Se tardará unos días en compensar el cheque.
La decepción les cayó encima como una losa.
—¡Vaya! —se lamentó el señor Smith—. Nos hacía mucha ilusión llevárnoslo ahora mismo. Tenemos dinero suficiente en el banco, ¿no es verdad, Elsie?
Elsie asintió con entusiasmo.
—Hemos estado ahorrando de nuestra pensión.
—De acuerdo —accedió Peter—. Seguro que no habrá problemas. ¿Le importa escribir su dirección en el dorso del cheque? En los días que corren, toda precaución es poca.
El señor Smith obedeció y Peter le entregó las llaves, la documentación y el permiso de circulación del automóvil.
—Ya es todo suyo.
—Ay, muchas gracias —la señora Smith parecía a punto de echarse a llorar mientras soltaba su taza—. Ha sido usted muy amable, querido mío. Y gracias por el té.
—De nada —respondió Peter con una cálida sonrisa.
El señor Smith forcejeó hasta colocarse en el asiento del conductor y Peter rodeó el coche para ayudar a la señora Smith a montarse por el lado del acompañante. Les observó mientras rodaban lentamente para salir del solar; sonreían sin parar y agitaban la mano como locos. Luego avanzaron por la calle a un ritmo tal que jamás pondría un radar de velocidad en funcionamiento.
Peter contempló con desolación la vieja y oxidada pila de chatarra que le habían endosado. No tenía ni idea de cómo aquel matrimonio se las había arreglado para llegar hasta allí en semejante artilugio. Lo más probable era que el maldito chisme ni siquiera arrancara. De alguna manera tendría que moverlo para introducirlo en el recinto, pues de lo contrario le plantarían una multa en el parabrisas; encima, más gastos.
—Hola, hola —Nico, el amigo de Peter, atravesó el patio de exposición.
—Hola, Nico —Peter apartó su atención del problemático coche—. ¿Qué haces por aquí?
Su amigo acarreaba dos cajas con pizzas para llevar sobre las que se balanceaban sendos vasos de plástico.
—Ya he conseguido suficiente dinero por esta mañana —respondió Nico—. ¿Qué tal si hacemos que las ruedas de nuestros grandes negocios dejen de avanzar sin descanso y nos tomamos un respiro para una comida de trabajo?
Nico era alto, guapo y poseía una aplastante seguridad en sí mismo, además de todas las otras cosas que Peter desearía tener en su próxima vida. Se dedicaba a alguna clase de trabajo maravillosamente glamuroso en uno de los edificios más distinguidos de la ciudad, vestía trajes de firma y conducía un Porsche flamante y sinuoso. Por lo general, los hombres odiaban a Nico, mientras que las mujeres lo adoraban. A Peter siempre le daba la impresión de que encogía bajo la sombra de Nico, ahora en la misma medida que en los días escolares de ambos; pero entonces a su amigo le gustaba ejercer de protector. Además, Nico había sido una constante fuente de apoyo durante la ruptura de Peter con Eugenia. El hecho de que ya odiase a Eugenia con anterioridad le había hecho especialmente vociferante a la hora de criticarla, lo que había conseguido que Peter se sintiera mejor, ya que él mismo nunca había sido capaz de censurar a su mujer.
Peter siguió los pasos de Nico mientras éste se encaminaba hacia la oficina.
Nico echó una mirada a la pila de metal oxidado que Peter había aceptado como parte del pago del coche de sus amores e hizo un desdeñoso gesto de cabeza en su dirección.
—Me parece que te acaban de timar, colega.
—Los dueños eran ancianos. Y pobres —alegó Peter en defensa de la pareja—. Habría sido como desplumar a mis propios abuelos.
Nico lanzó a Peter una mirada de lástima.
—Es un vehículo clásico —prosiguió Peter.
—Es verdad, clásicamente espantoso.
Peter suspiró.
—¿Has pensado alguna vez que no valgo para los negocios?
—Con frecuencia —Nico pasó un brazo por los hombros de Peter y le fue guiando para que esquivara los charcos que se habían formado durante el último chaparrón—. ¿Qué pizza te apetece? ¿«Fantasía de carne» o la más afeminada, de marisco y granos de maíz dulce?
—Tomaré los granos afeminados —respondió Peter—. De momento, paso de la carne.

Capítulo 4


Estoy sentada en la cocina de mi amiga Cande, sujetando una merecida taza de té y un hijo que no para de retorcerse. Cande y yo somos amigas de toda la vida y desde la escuela primaria hemos pasado los momentos cruciales de nuestras respectivas existencias en amable compañía. Nuestras disputas, por suerte, han sido contadas. Ahora residimos en zonas vecinas —yo, en Emerson Valley; Cande, en Furzton Lake—. Juntas, pero no revueltas, no sé si me explico. De niñas vivíamos en la misma calle, lo que tal vez de adultas resultaría una cercanía excesiva. Si yo tuviera una hermana, seguro que no se preocuparía por mí tanto como ella.
Últimamente Cande se ha elevado desde el nivel de mejor amiga a un estadio que se aproxima a la santidad, ya que ha aceptado cuidar de Bruno a diario y sin cobrarme nada mientras intento reconstruir mi vida, y se presta a ello a pesar de tener dos monstruos propios con los que lidiar. Me faltan palabras para expresar mi gratitud. Cande me proporcionó un salvavidas cuando empezaba a hundirme entre las olas de las deudas y la desesperación.
Disminuyo el tono de voz y tapo con las manos los oídos de Bruno para que no escuche mi siguiente confesión:
—Le dije que no tenía hijos.
—¡Qué más quisieras!
—¿Qué clase de madre soy?
—La habitual —respondió Cande—. Yo les quiero mucho, pero si volviera a empezar...
—Lo único que me impulsa a seguir adelante son los niños —comento con voz temblorosa—. No sé qué haría sin ellos. Ellos me mantienen en mis cabales.
—Y la sola idea resulta terrorífica —Cande bebe un sorbo de té—. Pero dime, ¿cómo es ese hombre del bufete de abogados?
—Lleva el sello de «buena persona» estampado en la frente.
—¿Buena persona? Más detalles, por favor.
—Alto. Delgado. Moreno. Acicalado.
—¿Acicalado? —Cande suelta una carcajada—. Es la clase de palabra que utilizaría mi madre.
Me encojo de hombros. ¿Qué más puedo decir de él?
—No es guapo de morirse. No es feo de pecado. No tiene facciones marcadas. No resalta por nada en particular. Pero resulta agradable. Una buena persona, sin más.
—¿Acaso no le dijiste que no te van las buenas personas, que sólo te relacionas con hijos de puta?
—No sé lo que le dije —admito. Para consolarme, cojo otro barquillo de chocolate. De inmediato, Bruno me lo quita y se lo mete por la nariz—. Fue muy raro. Se me ha olvidado cómo se habla con los hombres.
—Porque te has acostumbrado a gritarles, me imagino.
Saco el barquillo de la nariz de Bruno y lo limpio con la manga antes de introducirlo por el orificio correcto, mientras trato de convencerme de que un cierto número de gérmenes es beneficioso para su sistema inmunológico.
—Odio estar divorciada.
—Odio estar casada —apunta Cande con voz monocorde.
Y no bromea más que a medias. Lleva diez años con Agus, siete de ellos casada. Se me puede tachar de supersticiosa, pero estoy convencida de que la crisis de los siete años es un fenómeno auténtico. Ya no son lo que se dice una pareja de tortolitos. El mismo ambiente de su casa es el de una pareja que se ha vuelto descuidada. Todo se ve destartalado, raído y un tanto desportillado.
—¿Qué tal en la agencia de empleo?
—Ha sido una experiencia desmoralizante —frunzo los labios, consternada—. A pesar de que he conseguido sobrevivir hasta la tierna edad de treinta y tres años y sigo sana de cuerpo y alma, aunque sea capaz de mantenerme a mí misma y a mis dos hijos a través de los altibajos de esta existencia a la que chistosamente llamamos vida, no sirvo para nada en el mercado laboral.
—¿Para nada en absoluto?
—Bueno, hay un empleo. Mañana tengo la entrevista. Tiene una pinta deprimente, te lo aseguro. La mujer de la agencia también me sugirió que contemplara la posibilidad de hacerme prostituta.
—Hay trabajos peores —responde sabiamente Cande.
—¿Por ejemplo?
—Abogado especialista en divorcios.
—¡Puaj!
Ambas escupimos como si tuviéramos algo asqueroso en la boca. Bruno se une a nosotras, sólo que en su boca sí que hay algo asqueroso. Una masa de barquillo, apelmazada y a medio masticar, me aterriza en las rodillas.
—Yo pondría ahí también a los asesores de las oficinas empleo —le comento—. Era una bruja. Me miraba como si yo fuera la típica madre sin pareja: dos divorcios en su haber, dos hijos de padres diferentes, en definitiva, una irresponsable.
—No iba desencaminada —apunta Cande.
Técnicamente tiene razón, pero desde mi perspectiva se ve de otra manera. Mi primer matrimonio no duró tanto como mi repentino e inesperado embarazo, exclusiva razón por la que se celebró la boda. Yo estaba tomando la píldora, así que por poco me muero del susto cuando, después de saltarme un par de menstruaciones, caí en la cuenta de que el motivo por el que los vaqueros no me abrochaban no tenía que ver con el aumento de mi consumo de chocolate.
Mi marido, Pablo, desapareció justo antes de que nuestra querida hija Allegra llegara a este mundo, y no he vuelto a verlo desde entonces. Hoy en día sigo sin saber por qué se marchó. No teníamos dinero ni casa propia y venía un hijo en camino, pero ¿son razones suficientes para hacer las maletas y salir corriendo? A los veintitrés años, puede que sí. Me enteré de que se había mudado a Brighton y realizaba trabajos temporales en los hoteles, aunque no tengo ni idea de si es verdad o no. De modo que me vi obligada a criar a Allegra yo sola. Por desgracia, esto sucedió antes de que se pusieran de moda los matrimonios de prueba y las madres sin pareja famosas.
Benjamin era harina de otro costal. Tuvimos un apasionado romance seguido de una boda organizada a toda velocidad. Ya se sabe lo que dicen de las bodas apresuradas... Bueno, pues es cierto. Desde entonces, no he dejado de arrepentirme. Conocí a Benjamin cuando Allegra apenas andaba, en una de esas escasas noches que salí con Cande tras haber convencido a mi madre para que ejerciera de canguro. Ahora que soy capaz de pensarlo con calma, estoy convencida de que no hacía más que buscar otro padre para Allegra, aunque Dios sabrá por qué consideré que un granuja impenitente como Benjamin tenía madera de progenitor. Tal vez yo debería haber sospechado que algo no encajaba cuando me pidió en matrimonio estando borracho. Resulta evidente que la instalación eléctrica de mi radar es defectuosa a la hora de detectar sinvergüenzas.
Nuestra relación podría clasificarse como voluble, por decirlo con educación, y durante un breve periodo de armonía en el que Benjamin pasaba más tiempo en mi cama que en la de otra persona, nació Bruno. Pero Benjamin jamás permitió que la paternidad ni el matrimonio pusieran freno a sus instintos naturales, por lo cual, a pesar de mi sueño de una vida familiar idílica, me quedé sola criando a los niños.
—Me he sentido una inútil —le cuento a Cande—. He tenido que redactar un currículum. Ha sido espantoso. Me he inventado un montón de cosas.
—Es lo que hace todo el mundo —asegura mi amiga, que tampoco ha trabajado en los últimos años—. Que eso no te quite el sueño.
Sin embargo, seguramente me lo quitará.
—De todas formas —dice Cande con aire pensativo—, yo me pensaría lo de hacerme prostituta. Ni siquiera en esta misma casa puedo ejercer sin cobrar nada.
—Pues da las gracias —zarandeo a Bruno, que empieza a impacientarse por no tener la distracción de un tentempié que introducirse en el cuerpo—. Si alguna vez quisiera encontrar a otro hombre, tendría que volver a las citas. ¡Qué horror! Me espanta la idea de regresar a la vertiginosa ronda de cena, besuqueo y sexo. ¡Espera! A veces ni siquiera hay cena.
¿Por qué será que a algunas mujeres las invitan siempre a los mejores restaurantes y se las llevan a lugares exóticos con cualquier pretexto, mientras que a otras mujeres jamás les ocurre? Esta vez necesito un hombre que alimente a la diosa que llevo en mi interior. Y ya que mi diosa interior sólo necesita chocolate a intervalos regulares, no creo que sea tan complicado.
Cande adquiere una expresión melancólica.
—Suena fabuloso —dice—. Excitante. Salvaje, temerario, desinhibido.
—Pues nada de eso —niego con la cabeza—. Es angustioso, caro y horrible. Lo que pasa es que se te ha olvidado. Da gracias por lo que tienes.
—¿Te refieres a un marido más ligado emocionalmente a David Beckham que a mí? Sí, de acuerdo.
—Agus no está tan mal —miento yo.
Sí lo está. El marido de Cande me agrada como persona, pero no se podría clasificar como un amante ardoroso. Trata a Cande como si mi amiga fuera invisible. Ella dice que tiene que mirarse en el espejo cada diez minutos sólo para comprobar que sigue ahí.
—Podría atravesar el salón bailando desnuda con una rosa entre los dientes, y Agus no se daría ni cuenta. Se limitaría a decir que le tapo la pantalla del televisor.
No le falta razón. Puedes llegar a su casa a cualquier hora del día o de la noche y encontrarte a Agus pegado al mismo asiento del sofá, rodeado de mandos a distancia y bolsas de patatas fritas. Homer Simpson es mucho más animado que Agus Sierra.
—Lo que pasa es que os aburrís mutuamente.
—Ojalá fuera tan sencillo —responde ella de forma enigmática—. Y dime, ¿vas a volver a ver a esa «buena persona»?
—Peter —puntualizo yo—, se llama Peter Lanzani. Y no, me figuro que no volveré a verle. A menos que otra vez tengamos citas simultáneas con nuestros respectivos abogados.
—Cualquier actividad simultánea me vendría bien estos días —suspira Cande—. ¿Sigues sin saber nada de Benjamin?
—Nada en absoluto. Según el abogado, debería pensar en contratar un detective privado para que lo localice.
—¡Ay, Lali! —mi amiga me coge de la mano.
—No me hables así o me echo a llorar.
—Dentro de poco todo este asunto se habrá arreglado y tendrás un nuevo empleo fabuloso y un hombre nuevo que será una buena persona.
—Sí. Mientras tanto, tendré que conformarme con un par de mocosos que necesitan ser sometidos a tortura.
Me levanto y me planto a Bruno a la cadera, aunque ya es demasiado grande para seguir cargando con él. Los hombres empiezan a dejarse querer a una edad muy temprana. Me despido de Cande con un beso.
—Di adiós a tita Cande.
Adioz a tita Cande —cecea Bruno.
—Lo traeré otra vez mañana para poder ir a esa entrevista de trabajo.
—Estupendo —dice Cande—. Aquí estaré. El mismo lugar, la misma mierda

domingo, 24 de junio de 2012

Capítulo 3


Peter Lanzani se frotó las manos, en parte para celebrar que era el dueño de todo cuanto tenía a la vista y en parte porque hacía un frío que congelaba los testículos. Una tienda de coches de segunda mano que hacía esquina en una transitada calle a las afueras de la ciudad tal vez no fuera un gran imperio, pero era de su propiedad y eso le proporcionaba una cierta dosis de orgullo.
Desde un punto de vista técnico, el banco era propietario de la mayor parte, pero todo sería de Peter algún día: el día que terminara de pagar sus astronómicas deudas. A pesar del catastrofismo que rodeaba el divorcio, su abogado le había comunicado que podía conservar el negocio siempre que cediera la casa a Eugenia, en la actualidad su esposa separada. No se trataba del más equitativo de los acuerdos, pero resultaba la opción menos dolorosa. Ya que no tenían hijos, la casa no estaba catalogada como hogar familiar; no era más que una pila de ladrillos y cemento de la que podían disponer entre los dos como encontrasen conveniente. En cualquier caso, Peter no se imaginaba a sí mismo viviendo a solas en una casa que encerraba tantos recuerdos de su pasado en pareja. A modo de consuelo, dio unas palmaditas en el capó de un viejo Mondeo. Sus automsóviles constituían un pobre sustituto de los hijos que nunca tuvo, pero por el momento eran lo único con lo que contaba.
Una pareja de ancianos atravesaba el patio de exposición con paso vacilante, abriéndose camino entre los vehículos. Ambos iban encorvados y tenían aspecto frágil. Le recordaron a sus propios abuelos, cuando vivían, y Peter esbozó una afectuosa sonrisa en dirección a los recién llegados. Tiempo atrás, había albergado la esperanza de que Eugenia y él mismo envejecieran y se arrugaran juntos; pero ahora ya no era posible. Ni siquiera habían conseguido alcanzar juntos el aumento de peso propio de la mediana edad.
—Si necesitan ayuda, díganmelo —indicó Peter a la pareja elevando la voz.
—Sólo estamos mirando —respondió el hombre mientras su esposa sonreía con afabilidad—, si no le importa.
—Claro que no —respondió Peter—. Tómense el tiempo que quieran.
Resultaba desgarrador. ¿Cómo podía vender un coche a personas como aquellas, que, por lo que se veía, a duras penas podrían permitirse tal gasto? Ambos ancianos vestían abrigos deshilachados de paño fino, y eso que soplaba un viento gélido. Peter decidió llevarles a la oficina —una destartalada caseta prefabricada situada al fondo del solar— y ofrecerles un té caliente con galletas digestivas ligeramente reblandecidas. No sin remordimiento, hundió las manos en los bolsillos de su confortable cazadora North Face.
Nunca había imaginado que se convertiría en vendedor de automóviles, aunque en realidad nunca había imaginado que se dedicaría a nada en concreto; probablemente ése era el motivo por el que su carrera profesional había carecido de cierta dosis de orientación y de empuje. Como resultado, había vagado sin rumbo a través del engañoso mundo de la venta inmobiliaria y había caminado por las procelosas aguas de la exportación —que jamás llegó a entender, desde el día que empezó hasta el día en que le invitaron a marcharse— hasta que, varios empleos más tarde, se descubrió a sí mismo en el mundo marginalmente más entretenido de la venta de vehículos. Al fin y al cabo, todos esos años enganchado a la revista Top Gear habían dado sus dividendos.
Peter había trabajado durante tres años en un importante concesionario que vendía costosos y brillantes automóviles a clientes selectos con presupuestos corporativos. Después, a los treinta años —peligroso momento en la vida de un hombre—, la tentación de dirigir su propio negocio se presentó en la forma de «Behículos de segunda mano varatos y risueños» (sic).
Eugenia le había apremiado a que progresara en la vida, y la visión del progreso que ella tenía pasaba por rechazar un salario considerable, bonificaciones regulares —también considerables— y una selección de relucientes coches de la empresa a cambio de instalarse en el estado permanentemente empobrecido y precario de los trabajadores autónomos. La tienda de automóviles de ocasión tenía «potencial», según aseguraba Eugenia. «¿Potencial para qué?», se preguntaba Peter. Acaso para convertirse en la manzana de la discordia del matrimonio, ya entonces en rápida decadencia. Aun así, semejante lasitud hacia su propio negocio iba a cambiar. Ahora que Peter sabía que su comercio de coches usados estaba asegurado para el futuro previsible, podía empezar a progresar. En un corto espacio de tiempo, la palabra «empresario» rondaría los labios de la gente cuando Peter Lanzani saliera a colación.
La pareja de ancianos se acercaba hacia él arrastrando los pies. Ambos daban vueltas alrededor de un viejo Rover que, al igual que ellos mismos, había conocido mejores tiempos.
—¿Han visto algo que les guste? —preguntó Peter.
—Sí —respondió el hombre—. Creo que nos quedaremos con éste.
—De acuerdo —repuso Peter—. Iré a buscar las llaves y les llevaré a dar una vuelta para probarlo.
—No, no —replicó el hombre—. No queremos causarle ninguna molestia; sólo queremos comprarlo.
—Pero primero tendrán que probarlo.
—Ah, no —intervino la esposa con voz cantarina—. ¡Qué responsabilidad tan grande!
—Tienen que hacerlo —insistió Peter—. Si lo probaran, se darían cuenta de que hay que cambiar el embrague y de que uno de los amortiguadores está hecho polvo.
—¡Vaya por Dios! —la pareja intercambió una mirada temerosa—. La reparación va a resultar muy cara.
—Así es —confirmó Peter.
—Bueno... —el hombre se rascó la barbilla—. A mi esposa le gusta el color, así que nos lo llevaremos de todas formas.
—¿Seguro que no puedo disuadirles? Hay otros vehículos mucho mejores.
—No. Nos gusta éste.
—Muy bien —Peter se sintió como quien le roba caramelos a un niño—. ¿Cuánto piensan ofrecerme?
—¿Ofrecerle? —la pareja volvió a intercambiar otra mirada de preocupación—. Estamos dispuestos a pagar lo que pone en el parabrisas.
—Pero si es un precio escandaloso —replicó Peter—; unas quinientas libras por encima de su valor.
—¿De verdad? —el hombre estaba perplejo.
—Es un atraco en toda regla, caballero.
—Las cosas ya no son lo que eran —el anciano sacudió la cabeza—. Hoy en día, el negocio es el negocio.
—El proceso es el siguiente —explicó Peter con voz amable—: yo pongo a los coches un precio abusivo y luego los clientes tratan de echarme por tierra...
—Entiendo —la expresión de preocupación se hizo más profunda—. Pero yo sería incapaz.
—Pues debería hacerlo, se lo aseguro. Cuento con ello. Vamos, inténtelo.
La esposa colocó una mano en el brazo de su marido.
—Ron, no puedes hacer eso.
—Por favor —Peter era consciente de que empezaba a suplicar—, haga un esfuerzo.
—Bueno —dijo el hombre—, ya que insiste...
Sin previo aviso, el hombre lanzó al aire un puño huesudo y golpeó a Peter de lleno en la barbilla. Fue como si le hubiera vapuleado el mismísimo Frank Benjamin, o acaso un tren a toda velocidad. Peter notó que las piernas le flaqueaban y que un círculo de pájaros piaba alrededor de su cabeza. La pareja le miraba desde lo alto, con una amplia sonrisa en los labios.
—¿Cuándo fue exactamente la última vez que compraron un coche? —preguntó Peter al tiempo que se masajeaba la mandíbula en un intento por colocarla en su sitio.

sábado, 23 de junio de 2012

Capítulo 2


Vivo en Milton Keynes, la ciudad de más rápido crecimiento de todo el Reino Unido. Se trata de una zona vibrante que recuerda a una porción de Norteamérica plantada en mitad del apacible y verde paisaje de Buckinghamshire. En realidad, yo aquí soy una excepción, en el sentido de que llegué antes de que se hubiera convertido en una nueva metrópoli, cuando no era más que un guiño en el ojo de un planificador urbanístico y no existían redes viales, centros comerciales ni urbanizaciones, tan sólo barro, vacas y campos de labranza.
Abandono el ambiente caldeado del bufete de Tumley & Goss —se nota que no les preocupa la factura de la calefacción— y salgo al aire frío y cortante de Midsummer Boulevard. En el centro de la ciudad todas las calles son perfectamente rectas, lo que asegura que cada ráfaga de viento se canalice hacia las viandantes lo bastante imprudentes como para llevar falda en pleno invierno; por ejemplo, yo. En cuestión de segundos las rodillas se me vuelven azules y se me congelan. Avanzo calle arriba a grandes zancadas, ciñéndome el abrigo al cuerpo, y por fin consigo acceder a otro de los edificios de acero inoxidable y cristal que caracterizan el estilo arquitectónico de la localidad.
Después del trauma sufrido en el despacho del abogado no me siento con fuerzas para someterme a otra humillación a manos de la agencia de empleo. No he estado antes en uno de estos lugares, pero las hileras de ordenadores susurrantes me intimidan, por no hablar de las filas de mujeres de aspecto eficiente que se sientan frente a ellos. Todas lucen un bronceado artificial y da la impresión de que se pasan el día sentadas con los glúteos contraídos. Además, se las ve mucho más elegantes que a mí, y eso que la chaqueta que llevo es la mejor que tengo, sin comparación posible. Eso sí, más que del invierno pasado parece de hace un siglo. Cuando consiga un trabajo fabuloso, antes de nada, saldré corriendo a comprarme un traje oscuro de dos piezas, de firma y escandalosamente caro. En una tienda de saldos, claro está.
Proporciono mis datos personales a la recepcionista y luego me siento en una de las mesas frente a la adorable Leone, según las instrucciones que acabo de recibir.
—Hola —me brinda una fugaz sonrisa y queda patente que es lo máximo que sus galanterías dan de sí—. ¿Nombre y domicilio?
Me las arreglo para contestar sin excesiva dificultad y los recito de tirón. Incluso añado mi número de teléfono, sin un solo fallo, mientras Leone teclea sin parar.
Se digna a levantar los ojos en mi dirección.
—¿Experiencia previa?
¿Quiere saber si soy capaz de producir en serie comidas nutritivas con un presupuesto exiguo y una alarmante regularidad o si soy un hacha con la aspiradora, o acaso si convierto a un niño histérico y llorón en un ángel con la única ayuda de un paquete de M&M's? ¿O quizá debería abreviar y contarle exactamente con cuántos hombres me he acostado? Me temo que en esa sección tampoco cuento con una experiencia dilatada. No necesito quitarme los calcetines para contar el número de parejas que he tenido: una por pie, y me he casado en ambos casos.
—¿Empleos? —insiste ella mientras yo continúo meditando la respuesta.
—Ah, sí. Ninguno —que yo recuerde, al menos últimamente. No creo que una temporada como limpiadora de oficinas o cajera de un supermercado hace más de diez años sea algo de lo que jactarse en mi actual situación.
De repente deja de teclear.
—¿De modo que carece de experiencia?
Un silencio desciende por toda la agencia de empleo y percibo que los bronceados palidecen.
—Tengo mucha experiencia —afirmo con tanta arrogancia como soy capaz de reunir—, aunque no en el sentido laboral de la palabra.
Leone pierde la ligera sonrisa que ha conseguido esbozar.
—Entonces no habrá traído usted un currículum.
—No —respondo—, pero puedo redactar uno. Tengo un título en Ciencias Empresariales —abrigo la esperanza de que no me pida ninguna prueba de ello, ya que hice un ciclo de Formación Profesional de administración y finanzas en la escuela universitaria de mi localidad; pero resultó muy interesante y acabé la primera de la clase.
—Eso es como tener coche y no saber conducir —señala ella.
—¡Venga ya! —mi paciencia patina sobre una fina capa de hielo—. Tiene que existir algún trabajo que no requiera conocimientos ni inteligencia ni especialización, pero con el que se gane un montón de dinero.
Leone me enseña los dientes.
—En efecto, existe —responde—, pero para eso lo que se necesita es un proxeneta, y no un asesor de empleo.
Es evidente que estoy malgastando mi valioso tiempo y el de Leone, de modo que me levanto para marcharme.
—Gracias —le digo—. Muchísimas gracias.
Si el Gobierno pretende que las madres sin pareja salgan de casa y vuelvan al trabajo fuera del hogar, más le valdría hacer algo con las brujas engreídas como Leone. Pero claro, como ya sabemos todos por la prensa diaria, nosotros, los progenitores de las familias monoparentales, somos el azote de la nación, junto con los solicitantes de plazas en centros de acogida, los mendigos, los drogadictos y los conductores de Opel Corsa. Confío en que Leone tenga hijos algún día y los embarazos echen a perder su figura, y que luego su marido —a quien ella todavía amará— la abandone, y se vea obligada a vivir de la beneficencia. Eso le borraría la sonrisa de su carita coqueta. Y espero que algún día, cuando intente desesperadamente salir a flote por sí misma, alguien la trate de manera tan desagradable como ella me ha tratado a mí.
Por descontado, no digo nada de esto y empiezo a moverme furtivamente hacia la salida, abochornada y echando chispas.
Conforme llego a la puerta, me dice:
—Un momento —saca un folio de la impresora—. Hay un empleo...
Cojo la hoja de papel y la examino, tratando por todos los medios de parecer interesada y de que no se note que estoy a punto de echarme a llorar.
—No está mal —comento. La verdad es que sí está mal; es peor que pésimo. Pero estoy aprendiendo a toda velocidad que en lo tocante a los mendigos (y las madres sin pareja) cuando hay hambre no hay pan duro—. Puede que me interese.
—Un momento —dice Leone, y me quita el papel de las manos—. La duda es si a ellos les puede interesar usted.

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No puede ser...201 visitas y solo 3 comentarios???? Chicas! no os cuesta nada comentar.....jummm
Bueno, de todas maneras aqui os traigo el capitulo dos de esta novela que recien empieza!
Espero que os guste y comente alguien mas!
Besos! Las quiero!!

Capítulo 1


—¿Divorcio? —exhibo mi sonrisa más reconfortante ante el hombre sentado frente a mí.
El desconocido levanta los ojos y, con expresión de sorpresa, pasea la vista a su alrededor para comprobar que no me dirijo a otra persona.
—¿Es a mí?
Hago un gesto afirmativo.
—Eh... sí —responde.
—Yo también —me encojo de hombros, como si fuera una extraordinaria coincidencia el hecho de que ambos, nerviosos, nos hallemos en la sala de espera de un abogado. Llegado este punto, he de aclarar que he frecuentado despachos de abogados en demasiadas ocasiones a lo largo de mi breve y carente de interés vida. Esta sala en concreto resulta más beige de lo habitual —el único respiro proviene de unas llamativas butacas rojas que, con su vibrante toque de color, demuestran que se trata de un bufete a la última moda—. Por las minutas que cobran, la verdad es que habría esperado encontrarme un trono de oro por cliente. Aun así, se trata «sólo» de mi segundo divorcio, por lo que imagino que, en los días que corren, debería sentirme agradecida. El caso es que ni siquiera la primera vez quise divorciarme, y el hecho de repetir me lleva a sentirme al borde de la desidia.
Hojeo distraídamente un impoluto ejemplar de una de esas revistas de moda gratuitas en las que abundan los anuncios de elegantes boutiques de las que nunca he oído hablar, y cuyos precios no podría permitirme aunque así hubiera sido. La publicación se llama Estilo Actual y me pregunto por qué últimamente carezco por completo del mismo. ¿Cómo es que las modelos de los catálogos consiguen resultar impresionantes posando con un simple jersey tostado de cuello vuelto y unos vaqueros de campana desvaídos mientras que yo con el mismo conjunto jamás lo consigo?
Dejo de fingir que estoy leyendo y repaso al resto de los presentes en la sala de espera. Tumley & Goss, abogados de los destinados a arruinarse, no son precisamente conocidos por su estricta puntualidad en lo que respecta a las citas con sus clientes, pero seguro que si pudieran ingeniar una manera de cobrarles el tiempo de espera ya la habrían puesto en práctica.
Devuelvo la atención al hombre sentado enfrente de mí. El también finge leer Estilo Actual, si bien transmite menos credibilidad que yo. Se sacude las rodillas con nerviosismo. Es su primera vez. Entiendo de estas cosas. Yo, Lali Esposito, soy experta en los perfiles psicológicos de los ocupantes de las salas de espera de los bufetes de abogados. Las reclamaciones por daños personales, por lo general, se distinguen al vuelo, sobre todo las que acarrean uno de esos mugrientos collarines que proporciona la Seguridad Social.
—¿La primera vez? —aventuro.
—Sí —responde él, al tiempo que abandona el ejemplar de Estilo Actual sobre una silla que tiene al lado—. ¿Y tú?
—La segunda —admito con cierta timidez—. Es como si me estuviera preparando para el Premio Joan Collins por servicios prestados al matrimonio.
No añado que, mientras tanto, es muy posible que haya pagado con mi propio dinero esas butacas rojo brillante y algún que otro capricho, como, por ejemplo, unas vacaciones en las Bahamas a cada socio del bufete.
—Lo lamento —responde él, y da la impresión de que dice la verdad.
—El mundo está lleno de mujeres más jóvenes, más rubias y con pechos más turgentes —de nuevo, mis hombros se encogen, esta vez tratando de zafarse de la amargura.
Mi colega divorciado arriesga una sonrisa. Si yo me fijara en esa clase de gestos, diría que se trata de una sonrisa encantadora.
—Pues a mí me pareces muy... buena persona.
—Ya, una buena persona —exhalo un suspiro— no es lo mismo que una gatita sexualmente promiscua, ¿verdad?
—Me figuro que no.
—Mis dos ex maridos me consideraban una buena persona —continúo—. Solían decir: «Lali, eres una buena persona, pero...».
—... «Me marcho con una gatita sexualmente promiscua».
Ahora me toca sonreír a mí.
—Eres muy perspicaz.
El caso es que ignoro por completo el paradero de mi actual marido, por llamarlo de alguna manera. Simplemente, desapareció. Sin previo aviso. Yo había salido al supermercado a comprar leche y cuando regresé, diez minutos más tarde, Benjamin se había esfumado con la mayor parte de sus camisas y sus mejores vaqueros. Así, por las buenas. No dejó ninguna nota. No llamó por teléfono. Ni que decir tiene que no mandó dinero alguno para vestir o alimentar al fruto de sus órganos genitales. Eso fue hace más de un año y desde entonces he estado intentando localizarle, junto con la Agencia de Ayuda al Menor, se entiende.
—Mi mujer se fugó con un carnicero —relata mi colega.
—Imagino que no resistió la tentación de obtener carne gratuita.
—Es vegetariana.
—Ya —adopto una expresión convenientemente comprensiva—. A veces las mujeres resultan ser criaturas extrañas.
—Supongo que los hombres también —comenta él al tiempo que su teléfono móvil empieza a sonar.
Mientras lo localiza, examino unos carteles en los que se anuncia las sumas que pueden llegar a ganar quienes sean lo bastante afortunados como para sufrir un daño personal que pueda achacarse a la estupidez de otros en lugar de a la propia. Podría convertirme en millonaria en cuestión de minutos si resbalara en una acera helada que el Ayuntamiento no hubiera cubierto de grava o si tropezara en los baches de una calle asfaltada por un contratista negligente. Tal vez si ruedo escaleras abajo al salir del bufete y sufro un esguince, el señor Tumley o el señor Goss contemplen la posibilidad de pasar por alto mi sustancial minuta.
—Aquí Peter Lanzani. Dígame —le dice el hombre a su teléfono.
Peter Lanzani. Humm. Trato de no dar la impresión de estar atendiendo a la conversación, si bien, huelga decirlo, es lo que hago.
—Estoy bien —continúa, mientras se vuelve ligeramente hacia un lado. Sabe que estoy escuchando—. Todo irá bien. En serio —entonces baja el tono de voz—: Estoy perfectamente, mamá. De verdad. No te preocupes. Tranquila, no voy a hacer ninguna tontería. Sí, ya lo sé —baja el tono aún más, pero la sala de espera de Tumley & Goss cuenta con una acústica excelente y tengo el oído entrenado para los chismes—: No voy a decir eso. Estoy en un lugar público, mamá. Tengo que dejarte. Adiós. Adiós. Sí. Adiós —vuelve a introducir el móvil en el bolsillo y, chasqueando la lengua, me aclara—: Negocios.
—Ah.
—Ya sabes, un tira y afloja. Esto y aquello. Reuniones internacionales —Peter Lanzani se rebulle en su asiento—. Tensión. Estrés.
—No hay nada que explicar —indico yo—. Mi madre también se muere de preocupación por mí.
Me quedo corta con la explicación. Mi madre nos responsabiliza a mí y a mi atormentada vida amorosa de todas sus desgracias, desde las varices a la angina de pecho que aún no ha sufrido, pero que sin duda sufrirá algún día por mi culpa.
Mi colega muestra una expresión de pesar.
—¿Son buenos estos abogados?
—Si te refieres a que si te quedará algo de dinero cuando hayas terminado, en ese caso, no, no son buenos.
—Mi intención es ser razonable en este asunto —comenta mientras sacude la cabeza—. No quiero pelearme con Eugenia por el dinero.
—Ah, ¿no?
Me lanza una mirada que yo clasificaría de reproche.
—No soy de ésos.
Respondo con un bufido involuntario y acaso demasiado cínico.
—Lo serás.
—Considero que uno puede divorciarse sin volverse amargado y retorcido.
—¡Pero si eso es precisamente lo bueno! —exclamo yo.
Me mira con incredulidad. Se ve a la legua que este hombre es un ingenuo en lo tocante al mundo que le rodea. En particular, en lo que respecta a la separación matrimonial.
—No va en mi naturaleza —insiste él—. También he escuchado el discurso de «Eres una buena persona, pero...».
Mi corazón exhala un suspiro.
—¿Por qué siempre acabarán dejando plantadas a las buenas personas?
—Es uno de esos misterios insondables de la vida —responde—, igual que, por ejemplo, por qué el bombón de crema de café es siempre el último que queda en la caja.
Me echo a reír. De pronto caigo en la cuenta de que hacía mucho que no me reía. Sobre todo en un bufete de abogados.
—¿Hijos? —pregunta Peter Lanzani.
—No. No. No. Ah, no. Ninguno.
—Yo tampoco.
Doy una palmada.
—Genial. Los dos somos jóvenes, libres y solteros.
—Supongo que sí —de pronto Peter adopta un tono de tristeza—: Aunque me hubiera gustado ser padre. De dos hijos: un niño y una niña —se muestra un tanto avergonzado por la confesión—. Es con lo que sueña todo el mundo, ¿verdad? Excepto Eugenia. Es una fanática del mantenimiento físico. Le horrorizan las estrías.
—¿A quién no? Los hijos te arruinan la figura —me aclaro la garganta—. Eso he oído.
—Dicen que los pechos turgentes son lo primero que se pierde.
Ambos soltamos una risita nerviosa.
—Confío en que no tarden mucho más —comento mientras lanzo una ansiosa mirada al reloj—. Esta tarde tengo una entrevista en una agencia de empleo.
—¿Un cambio de profesión?
—Algo parecido: llevo años sin trabajar.
—¿Marido rico?
—Eh..., forrado.
Da igual que Benjamin no haya tenido nunca dónde caerse muerto y me haya dejado en la ruina. No puedo confesar a mi flamante amigo mi condición de ama de casa que se pasa la vida cuidando de dos hijos hiperactivos cuando acabo de negar su misma existencia. ¿Qué clase de madre soy, por todos los santos? A los treinta y tres ya me siento como una anciana decrépita, y no exagero. Primero tuve a Allegra. Aunque se supone que tiene diez años, últimamente ha madurado mentalmente a tal velocidad que, a efectos prácticos, me he convertido en una mujer que ronda los cincuenta y seis, lo que no me resulta del todo descabellado. Bruno aún no ha cumplido dos años. Está destinado a ser un hombre; por lo tanto, jamás madurará lo más mínimo.
—Por lo que veo, llevas una vida de ocio y placer.
—Desde por la mañana hasta por la noche —ya me gustaría a mí. ¿Por qué no soy capaz de confesarlo todo, de decirle que soy una madre sin pareja que se las ve moradas para salir adelante?—. Por ese motivo no estoy preparada para el mundo laboral. Para ser sincera, tampoco siento mucha inclinación hacia el trabajo, aunque ahora no me queda otra elección.
—¿Qué me dices de vuestro acuerdo de divorcio? Sin duda tu marido querrá cuidar de ti.
—La única persona a la que Benjamin ha querido cuidar ha sido a él mismo —respondo—. En la actualidad, estoy tratando de divorciarme de él durante su ausencia. Se largó, sin más.
—Lo siento —Peter Lanzani me mira con amabilidad—. Seguro que encontrarás algún empleo.
—Sí, seguro —finjo una despreocupación que no siento—. No se me ocurre nada peor que pasarme el día entero encerrada en una oficina diminuta —con la excepción de pasarme el día entero cuidando de los niños, quiero decir.
Simultáneamente, dos secretarias asoman la cabeza por detrás de sendas puertas de despacho. Visten traje de chaqueta de color beige con blusa roja, a juego con la decoración, y se ve a las claras que no se han beneficiado de los consejos encerrados en las páginas de Estilo Actual.
—Señora Esposito —dice una.
—Señor Lanzani —gorjea la otra.
Acto seguido, ambas se quedan revoloteando junto a sus respectivas puertas de despacho, a través de las cuales obtendremos acceso al sanctasanctórum —o la máquina de hacer dinero, según la expresión que tiendo a utilizar.
Ambos nos ponemos de pie.
—Bueno... —dice Peter.
—Bueno...
—Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Peter titubea antes de seguir:
—Quizá podríamos... No, en fin..., da igual —lanza una mirada inquieta a las empleadas, que permanecen en actitud de espera—. Seguro que llevas una vida social delirante, ahora que eres joven, libre y soltera.
—Sí, claro —un inocente farol dedicado a las secretarias, que sí parecen jóvenes, libres y solteras y no sacos de lástima que se pasan la noche frente al televisor viendo antiguos vídeos de Disney con una copa de vino barato y una chocolatina Mars por toda compañía. Peter adquiere una expresión de desaliento, y de pronto caigo en la cuenta de lo que acabo de decir—. No, qué va, nada de eso.
Pero mi oportunidad ha pasado.
Alarga el brazo y me estrecha la mano mientras las jóvenes a la espera empiezan a dar golpecitos en el suelo con sus pies corporativos.
—Buena suerte con tu entrevista. Espero que consigas un trabajo fabuloso.
Qué más quisiera yo.
—Gracias. Que tengas suerte y no pierdas tu empresa internacional. Ni la camisa.
Intercambiamos una tímida sonrisa.
—Gracias —responde.
Ambos respiramos hondo. Parece tan buena persona que me pregunto cómo ha podido merecerse esto. Observo cómo desaparece en el despacho de su buitre —perdón, de su abogado— antes de lanzarme en plancha, una vez más, al crudo y desagradable mundo del divorcio.

Nueva Novela!!!!


Me vuelves loca

Lali Esposito jamás pensó que podría volver a enamorarse, y menos en el despacho del abogado al que acude para pedir el divorcio. Su primer marido la abandonó antes de que diera a luz, y el segundo acaba de desaparecer dejándola con un niño de dos años, una hija adolescente y una cuenta corriente en números rojos. Peter Lanzani tampoco ha tenido mucha suerte: su mujer, una estricta vegetariana, se ha fugado con un carnicero, y su negocio se está yendo a pique. Lali se resiste a la atracción que siente por Peter, sin embargo, todo se desata cuando comienza a trabajar para él como secretaria.


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Antes que nada PERDON!!! Me desapareci por semana y pico habiendo prometido pronto una nueva novela...la razon es que me fui de vacaciones y el wifi no funcionaba precisamente bien!
Pero como lo prometido es deuda y como mas vale tarde que nunca VOLVI con una nueva adaptación recien salida del horno!
Espero que os guste tanto o mas que la anterior! Hoy les subire los dos primeros capitulos por mi desaparicion!
Un beso gigante a todas!!! Os quiero mucho!!!

jueves, 14 de junio de 2012

Capítulo 12


Unos fuertes golpes en la puerta los sobresaltaron.
–Quédate con esa idea –propuso Peter.
–¿Peter? ¿Estás ahí con Lali? ¿Por qué no venís los dos al despacho y os preparo un café?
Madre...
Sacudiendo la cabeza, Peter tiró suavemente de la mano de Lali:
No se irá hasta que no llegue al fondo de todo esto. En la familia la llaman «Colombo» por algo –explicó–. Será mejor que volvamos. Siento mucho lo de esta mañana, estaba de un humor de perros. No tenía ningún derecho a pagarlo contigo.
–Disculpa aceptada –contestó Lali, sonriendo tímidamente.


–¿Tienes alguna fotografía de Allegra para verla?
Sentada junto al escritorio de Lali, Victoria Kendall se inclinó hacia delante con interés mientras Lali rebuscaba en su bolso.
Cuando se trataba de su pequeña, que era su orgullo y su felicidad, Lali no tenía problemas en mostrar fotos a quien se las pedía. Llevaba siempre una abundante selección en su cartera. El hecho de que la madre de Peter se mostrara genuinamente interesada en su hija y que no pareciera tener prisa por marcharse hicieron que Lali sintiera aún más simpatía por aquella mujer.
¡Vaya, es preciosa! –exclamó Victoria.
Levantó la vista hacia Peter, que acababa de entrar en la habitación. Él sonrió, se colocó detrás de la silla de su madre y echó un vistazo a la fotografía por encima de su hombro.
Igual que su madre –apuntó.
El comentario hizo sentir a Lali como si estuviera volando en el espacio. Su mirada se cruzó con la de Peter y una ola de ternura inundó su interior.
Victoria percibió el deseo en aquella mirada dirigida a su hijo, y sonrió. Había esperado mucho tiempo a que su hijo se enamorara y, en aquel momento, estudiando a la encantadora mujer que tenía delante, rezó por que Peter hubiera encontrado a «la única». Su alma gemela.
La única cosa que preocupaba un poco a Victoria era que, como madre divorciada, Lali se preocupaba por el bienestar de su hija, y no se lanzaría a algo sin estar completamente segura de que Peter estaba comprometido al cien por cien con las dos. Era comprensible que Lali fuera un poco reticente, pero Peter no era un calco de su padre. Tal vez hubiera disfrutado de las mujeres, pero nunca había hecho promesas que no pudiera mantener, y Victoria siempre había sabido que, cuando encontrara a la mujer adecuada, le sería completamente fiel.
Cuando Peter decidía algo, mantenía su decisión, y Victoria estaba segura de que su hijo se mantendría junto a Lali en la prosperidad y en la adversidad. Así que, decidió que haría todo lo que pudiera para que el asunto se resolviera satisfactoriamente.
Después de devolver a Lali la foto de Allegra, Victoria se levantó y tomó a Peter de la mano:
–Aún hay tiempo para invitar a Lali a comer, ¿sabes, querido?
Peter sacudió la cabeza y suspiró:
Es una buena idea, madre, pero realmente no tengo tiempo. Cuando vuelva de Nueva York, te prometo que lo primero que haré será invitarla a comer. ¿Te sientes mejor?
Sé que harás lo mejor, hijo –contestó, con una sonrisa confiada.


Lali trabajó mucho para que Peter dejara todos sus asuntos resueltos antes de irse a Nueva York. Aquella tarde a las seis y media, apagó su ordenador, recogió la chaqueta del respaldo de su silla, se puso en pie y estiró los brazos. Miró nerviosa la luz que salía por debajo de la puerta del despacho de Peter. Tendría que entrar y decirle que se iba a casa. No iba a ser fácil, sabiendo que no iba a verlo por lo menos en los próximos cuatro días, tal vez más. El dolor de su corazón era casi físico. ¿Por qué no le había respondido cuando él le pidió que fuera su esposa? Peter le había dicho que «se quedara con la idea» pero, como ella no había vuelto a sacar el tema, ¿pensaría que ya no estaba interesada? Lali había encontrado en él la seguridad que estaba buscando. A él no le importaba dónde viviera o cuál fuera su pasado, y le había dicho que la consideraba su igual.
«Dios mío... por favor, no dejes que cambie de opinión».


Peter se masajeó el puente de la nariz y se restregó los cansados ojos. Agradeció la distracción que suponía una llamada a la puerta. Cuando vio quién entraba, sintió una ola de calor recorriendo su cuerpo, y se levantó de su asiento, aflojándose su lujosa corbata de seda y tirándola sobre la mesa.
Sólo he venido a decirte que me voy a casa.
Su intento de sonrisa abandonó sus labios, como si no estuviera segura de si debía bajar la guardia. Aquella visión fugaz sedujo a Peter, cuyos sentidos ya estaban excitados, y la anticipación hizo que su sangre empezara a hervir, borrando todo rastro de fatiga.
Entra y cierra la puerta –le ordenó.
Peter esperaba que ella protestara, pero no lo hizo. Una vez dentro, Lali se dirigió hacia él, colocándose el pelo cuidadosamente detrás de la oreja, mirando con interés hacia los planos que estaban sobre la mesa.
¿Aún no has terminado? –le preguntó.
Cariño, ya he hecho todo lo que voy a hacer esta noche.
Sin más, Peter enrolló los planos y los metió dentro de una funda. Mirando el escritorio vacío, dirigió a Lali una sonrisa arrebatadora.
Bueno, espero que tengas buen viaje. Te mantendré informado si hay algo importante.
Siempre tan eficiente.
Trato de hacerlo lo mejor que puedo.
Ojalá dijeras que te gusta agradar.
Me gusta.
Tratando de entender adonde quería llegar, Lali cruzó las solapas de su chaqueta por encima de la blusa.
Si eso es cierto, por favor, no hagas eso.
¿El qué?
Peter le dirigió una mirada tan caliente que despertó en Lali toda su sensualidad.
No me escondas tu cuerpo.
Dejando caer las manos a los lados del cuerpo, Lali desvió su mirada de la de Peter antes de que empezara a echar chispas. Se obligó a mirar a Peter de nuevo y, sin darse cuenta, se humedeció los labios con la lengua.
Peter, receptor de aquel inocente gesto tan erótico, sintió que se le desataba el deseo. Todos sus músculos se contrajeron en el esfuerzo por mantener el control.
–Necesito que tome unas notas para mí, señorita Esposito.
El tono susurrante de su voz deshizo a Lali.
–Creí que había terminado por esta noche... señor Lanzani.
Hay algo que he querido hacer durante todo el día. ¿Le importa?
Lali se movió lentamente hacia donde él estaba, y se quedó sin aliento cuando él la guió suavemente hacia el escritorio y le quitó los zapatos. Su tacto era cálido y seguro, y Lali se sintió como una gata tumbada en la repisa de la ventana, esperando a que el sol la mimara con sus rayos.
Para ser sinceros, ella también había estado deseando aquello durante todo el día. Había sido un tormento verlo trabajar sin ni siquiera poder tocarlo. Hasta su cara fría, profesional y educada la había seducido.
Lali hizo ademán de enlazar sus brazos alrededor de la cintura de Peter, pero él movió la cabeza, indicándole que se quedara donde estaba. Sonrió pícaramente, y le bajó las medias y las braguitas con una maestría impresionantemente erótica que hizo estremecer a Lali. Estaba profundamente excitada y húmeda.
Peter la riñó dulcemente:
Llevas demasiada ropa.
Lali alargó la mano para desabrochar los botones de su blusa, pero Peter la detuvo:
Permíteme.
Peter apartó la ropa con la boca, capturó entre sus labios un pecho a través del sedoso sujetador de encaje negro, y calentó el pezón con su aliento. Luego hizo lo mismo con el otro pecho. Lali experimentó una conexión electrizante.
Consumida por la excitación, gimió cuando Peter deslizó la mano por la parte interna de su muslo, acariciando y masajeando la suave piel. Ella le pasó las manos por el pelo y buscó hambrienta su boca. Cuando sus labios se juntaron, la pasión estalló entre ellos, dejándolos jadeantes y temblorosos cuando por fin se separaron para tomar aliento.
–Peter, por favor...
–¿Qué sucede, señorita Esposito? –bromeó con voz grave, susurrándole al oído.
Lali buscó su boca para otro beso salvaje, su lengua entrando y saliendo del calor sensual de Peter, sintiendo la aspereza de su mandíbula sin afeitar sobre la piel sensible de su barbilla y su mejilla, y con el olor masculino invadiéndola hasta el punto de que su propio cuerpo parecía una extensión viviente del de Peter.
Hazme el amor... por favor, hazme el amor.
Los seductores labios de Lali estaban húmedos y enrojecidos por la pasión de sus besos, y Peter sintió que todas las mujeres a las que había deseado en algún momento desaparecían en el olvido, como si nunca hubieran existido. Peter se había excitado en cuanto Lali entró en la habitación, y ahora entraba en ella. Inmerso en su calor, notó cómo los músculos de Lali se contraían y relajaban abrazándolo, y todo su deseo, toda su frustración anterior y sus ansias por ella por fin se liberaron con aquella profunda y voraz posesión.
Acomodando sus caderas a las de él, y hundiendo su rostro en el musculoso pecho, Lali recibió con gusto sus embestidas urgentes y apasionadas, con el corazón latiéndole con fuerza, y la necesidad en su interior ascendiendo hasta crear una tensión tan profunda que tendría que liberarse pronto. Y lo hizo. Con sus músculos contrayéndose casi violentamente alrededor de él, gimió con fuerza, y le clavó las uñas en la espalda cuando una embestida final dio paso al poderoso clímax y su calor líquido se derramó dentro de ella.
Abrumada por la profunda conexión entre ambos, Lali elevó la cabeza para mirar a Peter. El amor que vio en sus ojos la sobrecogió. Incorporándose un poco, depositó un dulce beso en la comisura de su boca, luego otro, y otro. Todavía abrazados, con la falda enrollada en la cintura y sus piernas alrededor de las caderas de Peter, Lali se dejó llevar por la sensación de deliciosa maldad que la invadió durante unos momentos: habían hecho el amor... ¡sobre el escritorio de Nicolas! Ya no podría volver a mirar aquella mesa sin acordarse de aquello.
–¿Le he dicho lo maravillosa que es usted, señorita Esposito?
Deslizó la mano entre sus suaves pechos, la introdujo en una de las copas del sujetador, y masajeó y pellizcó el pezón, despertando de nuevo el deseo en Lali.
Ahora que lo dices, creo que no lo has hecho.
Pues bien, lo eres y estoy loco por ti. Por eso quiero casarme contigo.
Antes de Lali que se diera cuenta de sus intenciones, Peter se colocó a su espalda, le quitó la blusa y le desabrochó el sujetador. Los pechos de Lali se ofrecieron libres y sin pudor, y Peter los recorrió con las manos y después con la boca.
¿Cómo llevas lo de vivir el momento?
Lali no pudo contestar, extasiada por lo que Peter le hacía. Echando la cabeza hacia atrás, se sintió poseída por una feroz necesidad y decidió que iba a amar a Peter como nunca nadie lo había hecho, para que no hubiera ni un minuto de su estancia en Nueva York en que dejara de pensar en ella, y volviera cuanto antes.


–¿Qué es esto? ¿Estás haciendo trabajo extra, Pitt?
Mike Brabourn, arquitecto y amigo, miró con ojos expertos los planos sobre la mesa de Peter, y esperó su respuesta con interés.
Se puede decir así.
Inexplicablemente molesto por la curiosidad de su amigo, Peter enrolló los planos y los metió en su funda y, tomando un bolígrafo, se puso a tamborilear con él sobre una carpeta.
Mike frunció el ceño:
Y bien, ¿qué hay? Todavía no me has dicho la verdadera razón por la que vuelves a Inglaterra, y no trates de engañarme. Sé cuándo ocultas la verdad, te conozco desde hace demasiado.
Peter no le había contado a nadie, salvo a Victoria, que se había enamorado y que planeaba casarse, y lo del matrimonio ni siquiera lo sabía su madre. Sentía que no estaba bien contarle sus intenciones cuando Lali todavía no le había dado una respuesta. Habían compartido sexo inolvidable sobre el escritorio de la oficina, pero ella todavía no le había dado el «sí». Le había tentado con la promesa de que, cuando volviera de Nueva York, tendría su respuesta.
Por el momento, Peter había pasado tres agónicas noches sin dormir, preguntándose si, al final, lo rechazaría. También soñaba con una casita de su propiedad en la campiña inglesa, con Lali y Allegra, y tal vez una mascota para Allegra. La idea había despertado su imaginación hasta el punto de que se levantaba en medio de la noche para hacer el boceto de la casa que quería construir...
–¿Peter, estás aquí?
Mike pasó una mano por delante de su cara y se paró abruptamente.
Ya lo tengo: es una mujer, ¿no?
Poniéndose en pie de un salto, Peter se llevó las manos a las caderas y sonrió.
¿Tan obvio es?
¿Qué otra cosa haría que te quedaras mirando al vacío como si estuvieras drogado? Bueno, cuéntamelo todo. ¿Quién es ella? ¿Cómo se llama? Y, lo que es más importante: ¿está buena?
Peter caminó despacio hasta el enorme ventanal. Contempló la gran ciudad, y respiró hondo.
–Trabaja en la oficina de Londres. Se llama Lali y parece un ángel de pelo azabache. Y está realmente buena. ¿Satisfecho?
¡Lo estaría si tuviera la suerte de encontrar un sueño como ése! –exclamó Mike, sacudiendo la cabeza sin dar crédito–. Las mujeres de Nueva York van a ponerse de luto cuando se enteren, ¿eres consciente de eso?
No puedo estar siempre disponible.
Es cierto, ¡pero un hombre puede pasárselo en grande intentándolo! –rió Mike–. ¿Estás seguro de que es «ella»?
Peter no dudó en responder:
Estoy seguro, es «la única». De ahora en adelante, amigo mío... seré un hombre monógamo.


El vuelo de Peter llevaba retraso. ¡Retraso! Lali levantó la vista hacia los dígitos verdes intermitentes del panel de «Llegadas» y trató de acallar su creciente frustración.
Habían pasado seis días desde su partida, y Lali no había podido dormir en condiciones ninguno de ellos. Merodeaba por la cocina a primeras horas de la mañana, hacía té, escuchaba la radio, se pintaba las uñas... cualquier cosa para no pensar en Peter. Supo que no estaba bien cuando metió la gelatina preferida de Allegra en el horno en vez de en la nevera, y cuando tiró el correo de la mañana junto con la basura.
Peinándose el pelo con la mano, Lali exhaló un suspiro dramático y, sin ganas, se dirigió a una fila de sillas y se sentó. A un lado había una adolescente con un chándal reluciente y una gorra de béisbol, escuchando música con cascos en los oídos; al otro lado, había una mujer rubia de mediana edad con pantalones de vestir negros y una chaqueta de un rojo chillón. Lali contempló fascinada sus largas uñas rojas.
Al encontrarse con la mirada de Lali, la mujer sonrió. Su maquillaje era perfecto, y sus dientes uniformes y blanquísimos. Contemplándola, Lali recordó que no había tenido tiempo de ponerse guapa para Peter. Le había dado la merienda a Allegra corriendo, antes de llevarla a casa de su abuela, volver a casa para quitarse la ropa del trabajo, y llegar al aeropuerto de Heathrow para recoger a Peter. Ni siquiera recordaba haber parado a peinarse.
¿Espera a alguien? –preguntó la mujer educadamente.
Sí.
La respuesta se escapó de su boca, y Lali trató de calmarse un poco. No era fácil, con el estómago dándole vueltas cada vez que pensaba en que iba a ver a Peter.
¿Es alguien especial?
«Tan sólo el amor de mi vida», pensó Lali, y notó que el corazón se le aceleraba.
Sí, es alguien especial.
Me lo imaginaba.
¿Por qué? –Lali inclinó la cabeza con curiosidad.
La he estado observando caminar arriba y abajo la última media hora, con esa expresión en su cara cada vez que miraba al panel de llegadas.
A Lali le incomodó que sus sentimientos fueran tan transparentes para una extraña.
¿A qué expresión se refiere, exactamente?
Las cejas perfectamente delineadas de la mujer se elevaron un poco acompañando su sabia sonrisa.
La expresión de una mujer que está enamorada y no puede esperar a ver al hombre que ama.
Lali relajó los hombros, y se sujetó el pelo detrás de la oreja.
¿Es tan obvio?
Sólo para alguien similar. Mi marido Graham y yo acabamos de celebrar los veinte años de casados, y sigo tan profundamente enamorada de él como el día en que lo conocí.
Viendo el interés de Lali, la mujer se presentó como Faye Mortimer y le confesó que Graham era su segundo marido; se había divorciado del primero porque era un mujeriego y un mentiroso. Siguió contándole que nunca creyó que volvería a encontrar la felicidad. Pero parecía que si una no se permitía amargarse y volverse en contra del amor, el amor pagaba la confianza con creces.
Una hora después, Lali había compartido su propio fracaso de matrimonio con Faye. Se dio cuenta de que, durante un tiempo, ella se había amargado y se había vuelto en contra del amor. De hecho, había sido justo hasta el momento en que se enamoró de Peter Lanzani. No podía precisar cuándo había sucedido exactamente, pero posiblemente fue la tarde en que apareció en el Chiqui Park, los invitó a una bebida a Allegra y a ella, y se quedó con ellas el resto de la tarde viendo jugar a Allegra, como si no quisiera estar en otro sitio del planeta.
Lali miró su reloj y comprobó que el tiempo había volado. Se volvió a Faye:
Voy a ir a ver si hay más noticias acerca del vuelo –se disculpó–. Ha sido muy agradable hablar contigo, Faye. Ojalá dentro de veinte años todavía esté con el hombre al que amo.
Faye sonrió.
–Si ese Peter tuyo se parece ligeramente a lo que has descrito, no tengo ninguna duda de que estaréis descorchando el champán en vuestro vigésimo aniversario, y deseando que lleguen los próximos veinte años para disfrutarlos junto a vuestros nietos. Cuídate, Lali. A mí también me ha gustado conocerte.
Veinte minutos después, Lali esperaba junto a la puerta de «Llegadas», intentando vislumbrar entre la multitud al hombre alto, de hombros anchos y arrebatadoramente guapo al que amaba. Cuando lo vio, a lo lejos, se le aceleró el corazón. Peter sobresalía por encima de casi todos los demás viajeros, y era sin duda el hombre más atractivo. Lali no pudo evitar estremecerse al pensar en que más tarde estaría con él a solas.
Abriéndose camino entre la marea de gente, Lali olvidó que normalmente no le gustaba mostrar sus emociones en público, y echó a correr por el pasillo, gritando su nombre.
Peter se paró en seco, con la gabardina que había usado en la fría y lluviosa Nueva York en una mano, y su bolsa de cuero en la otra. No podía creerlo cuando vio a Lali ir hacia él. Dejó la bolsa en el suelo y se quedó quieto, disfrutando de la visión. Lali llevaba unos vaqueros azules desteñidos, una camiseta blanca de algodón y una chaqueta negra de cuero, y su largo pelo ondeaba al viento. Era todo lo que siempre había soñado encontrar en una mujer y aún más. ¡Dios, cuánto la había echado de menos! Había volado de Nueva York a Londres muchas veces, pero nunca se le había hecho tan largo el vuelo como aquella vez. Ahora estaba de nuevo en casa, y Lali acudía a darle la bienvenida. Tal y como soñaba que sería.
Lali recorrió corriendo los últimos metros que los separaban y, sin dudarlo, se arrojó a los brazos de Peter, que casi se cayó y se quedó sin aire por el ímpetu del abrazo. Él llenó de besos su pelo limpio y fresco, y después buscó desesperadamente su boca y la besó hambriento y apasionado, alimentando más su deseo por ella y haciendo que casi se desesperara por estar con ella a solas tan pronto como pudieran.
Te quiero.
¿Cómo?
Peter hizo como que no había oído.
–He dicho que te quiero, ¡y quiero casarme contigo! –Lali deslizó una mano por la camisa de Peter, sin importarle que la gente los estuviera mirando–. No podía esperar más para decírtelo.
Ya lo veo.
–Siento haber tardado en darte una respuesta. No era por hacerme la difícil –le dijo, plantándole un beso en la comisura de la boca–. Quería hablarlo con Allegra, lo de casarnos... ¿te importa?
Peter no quería que Allegra pensara que, al aparecer en sus vidas, él iba a acaparar toda la atención de su madre. Era importante que entendiera que también me preocupaba por ella, y que haría todo lo que pudiera para que se sintiera segura y querida.
Rodeó los hombros de Lali con sus brazos y sacudió la cabeza:
No me importa en absoluto. Me gusta que lo hicieses. ¿Y... qué le pareció?
Su sonrisa fue como un beso de la luna en un jardín de verano: sublime.
Le pareció bien. Incluso ayudó a su abuela a cocinarte un bizcocho. Está en nuestra casa, esperando que lo disfrutemos junto con un poco de té.
–¿Nuestra casa? –preguntó Peter, entornando los ojos.
Mi casa. Te quedarás con nosotras hasta que encontremos algo para todos, ¿no? Sé que es un sitio bastante pequeño, pero es cálido y acogedor. Pero si prefieres quedarte en el piso de tu hermana, lo entenderé.
Peter se sorprendió al ver un destello de ansiedad en sus encantadores ojos.
Tu casa estará bien, ángel mío. Lo importante es que estemos juntos.
Era exactamente la respuesta que Lali quería escuchar.
Y en cuanto tengamos cinco minutos, quiero enseñarte los planos en los que he estado trabajando.
¿Qué planos son ésos?
–Los de la casa que voy a construir para nosotros: Allegra, tú y yo.
–¡Oh, Peter!
De nuevo, su abrazo le dejó casi sin aliento, y besó su futura esposa una vez y otra, y otra... Cuando llegaron a la puerta de «Llegadas», no quedaba casi nadie pero ninguno de los dos se dio cuenta. Estaban embelesados el uno con el otro.

FIN

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Y llego el ultimo capitulo...les gusto la nove?
A las que me preguntaron si voy a subir otra les digo que eso no se pregunta...obvio que voy a subir otra! El DILEMA es que no me decido por ninguna, así que mañana subiré los prólogos de las opciones que hay y vosotras decidís!

Esta nove por ser la primera va dedicada especialmente a mi hermana de la vida, Vero sabes muy bien que te amo mucho y que estoy donde estoy por ti, que me has ayudado mucho en momentos muy difíciles y que eso nunca se me va a olvidar!

Por otro lado mención especial a esa personita que ha estado comentando desde el principio! Vale!! Gracias por todos y cada uno de los comentarios que has escrito, me dieron fuerza para seguir subiendo capítulos!

Y por ultimo GRACIAS a todas aquellas lectoras que se han tomado su tiempo para leer y comentar mi primera novela! Sin vosotras no hubiese sido lo mismo!

Un beso gigante a todas! Mañana nos leemos!!