"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

martes, 5 de junio de 2012

Capítulo 3


Por la tarde, a las tres y media, Lali se acercó al lavabo para refrescarse un poco. Cuando vio la imagen que le devolvía el espejo, frunció el ceño, al contemplar las ojeras que delataban lo cansada que se sentía. Lo único bueno del día, tras la tensión vivida por la mañana, era que su madre le había dicho que Allegra se encontraba casi bien del todo.
Pensando en eso, sintió un ligero alivio: su hija podría volver al día siguiente al colegio y su madre a su casa. Las relaciones con su madre eran bastante tirantes normalmente, pero esa tirantez se acentuaba cuando Allegra enfermaba y Lali le pedía que la cuidara. Lorna Esposito no aprobaba que las mujeres trabajaran a jornada completa cuando sus hijos eran aún pequeños. Y en realidad, Lali habría compartido la misma opinión si Pablo no la hubiera dejado antes de cumplir un año de casados, lo que disminuyó drásticamente sus opciones.
Pablo apenas le prestó atención cuando le reveló que se había quedado embarazada, pero cambió radicalmente conforme el embarazo fue avanzando. Trataba todos los días con gente enferma, pero no podía soportar las náuseas matutinas. Aquello, unido a la falta de interés de ella por relacionarse con los amigos de Pablo y por quedar con sus suegros, fueron suficientes argumentos para terminar con el matrimonio. Además, nunca le había gustado la idea de «sentirse atado», le explicó a Lali al marcharse: su carrera era lo primero, y no estaba muy seguro de querer ser padre. Las apoyaría económicamente a la niña y a ella, pero sólo hasta que Lali volviera a trabajar a jornada completa: a partir de entonces, Pablo sólo mantendría a la niña.
«La niña». Raramente llamaba a su hija por su nombre. De todas formas, pasaba semanas sin verla. Actualmente, estaba a punto de obtener la especialidad; trabajaba muchas horas, y el tiempo libre lo dedicaba a hacer deporte y a salir con sus «bien relacionados» amigos. Y en cuanto a sus suegros, Elizabeth y Terence Vaughan–Smith, no quisieron saber nada de su nieta; ¿por qué iban a aceptar a una hija de una unión que no aceptaban?
Lali se miró fijamente a los ojos y trató de rechazar el arrollador deseo de llorar que la invadió:
–¡Ni se te ocurra, Lali Esposito! –se dijo ásperamente entre dientes mientras devolvía la barra de labios a su bolsa de maquillaje–. No te hundiste cuando aquel bastardo se marchó, ¡y no vas a derrumbarte ahora!
El cansancio la hacía estar más sensible, eso era todo. Pero igualmente le dolía el corazón por Allegra, a la que su padre y su familia habían rechazado.
En fin, así era la vida. Ella no era la única que tenía malas rachas. Se acordó de Nicolas: ¿qué sería de él si no lograba dejar su adicción? Lali miró el reloj y, al darse cuenta de la hora, recogió la bolsa de maquillaje del lavabo.
¡Por todos los santos! No tenía ninguna intención de llegar tarde, y menos cuando tenían una reunión a las cuatro en la zona del puerto. Aquel hombre pensaba que era perezosa e incompetente, ¿por qué hacerse la vida más difícil refrendando esa opinión?
Lali se apresuró por el pasillo enmoquetado hacia su despacho, rezando por llegar antes que Peter. Era cierto que no buscaba su aprobación, pero tampoco quería exponerse a su desaprobación. Si él empezaba a meterse con ella, con lo malhumorada que estaba, probablemente le respondería que se metiera el trabajo por donde quisiera; y entonces, ¿qué harían Allegra y ella?
Pero la suerte, por lo que se veía, no estaba de su parte: Peter estaba junto al ventanal, contemplando el tráfico de Londres. Se giró al oírla entrar, lo que hizo que el corazón de Lali se acelerara aún más. Se había duchado y aseado y llevaba otro impecable traje a medida gris oscuro, combinado con una inmaculada camisa blanca y una corbata burdeos: todo revelaba que era un hombre que hablaba en serio. Iba bien afeitado, estaba bronceado y rezumaba atractivo. Al devolverle la mirada, Lali tuvo la sensación de que todo a su alrededor se movía, lo que la hizo sentirse molesta y ponerse a la defensiva.
–No le habré hecho esperar, ¿verdad? Tan sólo me he escapado un momento al baño. ¿Está listo para salir?
–Parece cansada, señorita Esposito. ¿Está segura de que puede con esto?
¡Así que ahora no sólo cuestionaba su habilidad para hacer su trabajo, sino también su aspecto! Atravesando la habitación e ignorándolo deliberadamente, Lali reunió los papeles y los planos de encima de su escritorio, los introdujo en un gran sobre, se lo colocó bajo el brazo y se dirigió a la puerta:
–¿Nos vamos, señor Lanzani?, son casi las cuatro menos veinte.
Peter observó que Lali se había recogido el pelo, como si con ese gesto intentara recuperar el control. La idea le intrigaba; se preguntó si habría algún área de su vida donde dejara a un lado la necesidad de mantener el control: ¿tal vez en la cama con un amante?
Aunque Peter prefería que llevase su precioso pelo suelto, de cualquier manera que lo llevara llamaría la atención, pensó, porque Lali Esposito era una mujer que no pasaba inadvertida. Su traje ajustado acentuaba una figura que tendía más a lo voluptuoso que a la delgadez tan de moda, pero como también era alta, alrededor del metro ochenta, según sus cálculos, podría llevar una bolsa de basura y aun así resultaría atractiva. Pero a Peter no le había pasado desapercibido el tono violeta debajo de sus encantadores ojos, y ahora estaba seguro de que ella quería matarlo por haberse dado cuenta. ¿Habría acertado en la primera impresión que tuvo de ella?, ¿realmente era una chica alocada tratando de exprimir la vida cada noche después del trabajo? Y, lo que más le interesaba, ¿había un hombre en su vida?
–Así me gusta, que haya entusiasmo por el trabajo. Todo indica que va a ser una tarde muy larga –advirtió–. Ya he hablado con el cliente. ¿Ha tratado usted con Stephen Ritchie alguna vez?
–Sólo por teléfono.
A Lali se le tensaron los hombros al recordar las airadas llamadas de teléfono de la semana pasada, por no hablar de las amenazas de demandar a la empresa. Desde luego, el señor Ritchie no era una de esas personas que estuviera impaciente por conocer.
–Bien. No exagero si digo que quiere nuestra sangre, o por lo menos la de Nicolas. Vamos a tener que hacer malabares para salvar la situación. ¿Cree que podremos lograrlo, señorita Esposito?
Se detuvo en la puerta, llenando el espacio junto a Lali con su impresionante físico. La expresión de aquella cara se hizo más intensa y Lali notó que se le erizaba el vello. La fragancia de su perfume, junto a la más sutil y desde luego más seductora esencia del propio hombre, entraba y salía por su nariz haciéndole difícil pensar con claridad. Incapaz de esquivar aquellos ojos que la hacían estremecerse, Lali tomó aire: aquella seductora mirada azul se había convertido en un peligroso océano, y ella estaba en peligro mortal de perderse en sus aguas.
–Desearía que dejara de emplear mi nombre con ánimo de amenazarme, señor Lanzani. No me gusta que me intimiden.
–¿Cree que es eso lo que estoy haciendo? ¿intimidarla?
Frunciendo el ceño, estudió a Lali con verdadera sorpresa.
Lali no daba con las palabras para contestarle, ni siquiera un simple «sí» o «no». Sus sentidos estaban abrumados por la cercanía.
–¿Preferirías que te llamara Lali? –preguntó pausadamente con voz ronca.
Desconcertada por su inesperada preocupación, comenzó a andar delante de él hacia el pasillo para ocultar su confusión:
–Es mi nombre de pila.
–Pues te llamaré Lali –concluyó Peter.
Alcanzándola con facilidad, pensó en lo bien que le sentaba el nombre. Le vino a la mente Morgan Le Fay, la legendaria hechicera de la leyenda del rey Arturo; ciertamente había algo cautivador en aquella mujer.
–¿Llevas todo lo que necesitamos, Lali? –preguntó, señalando el gran sobre colocado bajo su brazo.
Los ojos verdes apenas lo miraron:
–Llevo todo lo que usted necesita, señor Lanzani.
Cielo santo, no podía con aquello...
–Llámame Peter –la animó, haciendo salir las palabras de su garganta repentinamente seca.
Llovía cuando llegaron al lugar donde se estaban construyendo los bloques de apartamentos de lujo. La lluvia había convertido la arena en un río de lodo, y mientras Lali se ponía el casco obligatorio que le habían entregado, deseó haber tenido la previsión de llevar unas botas de goma. Nicolas las guardaba normalmente en el coche, y ella debería haber hecho lo mismo. En cuanto a Peter, no parecía darse cuenta de que sus exquisitos zapatos italianos hechos a mano se hundían en aquel lodazal de barro y arena.
Tras estrechar la mano del fornido capataz y presentarse a sí mismo y a Lali, siguió al hombre hasta una oficina cercana desde la que se controlaba el progreso de las obras. Dentro había tres hombres, uno de ellos con traje, sentados alrededor de una mesa rectangular. El olor a café recién hecho y a humo de cigarrillo envolvió los sentidos de Lali nada más entrar. Los hombres la miraban con cautela. Desgraciadamente, pensó irritada, algunos hombres aún tenían opiniones desfasadas sobre el hecho de que hubiera mujeres en las obras. Pues ya era hora de que cambiaran sus ideas, concluyó.
–La señorita Esposito es mi secretaria, ha venido a tomar notas –explicó Peter, mientras acercaba una silla para que Lali se sentara–. Desgraciadamente, Nicolas Riera está de baja por enfermedad, así que me haré cargo del proyecto hasta que vuelva.
Los planos se extendieron sobre la mesa y uno de los hombres se levantó para servir café. Desde el primer momento, fue evidente quién estaba al mando y por qué. La pericia de Peter Lanzani para calmar los ánimos y volver las cosas a su cauce fue una clase magistral de habilidad, diplomacia y trato humano. Lali vio y escuchó cómo la inicial hostilidad de Stephen Ritchie se fundía como nieve bajo una lámpara solar.
Aunque al principio se había dejado aletargar por el cansancio, ahora Lali alargó la espalda, se sentó mejor y escuchó embelesada hasta que aquel hombre finalmente tuvo al cliente y a los contratistas estrechándose las manos e invitándole a una copa cuando quisiera.
De vuelta en el coche, a las siete menos diez de la tarde, Lali se pasó una temblorosa mano por el pelo y suspiró como si acabaran de soltarla de prisión. Completado el trabajo del día, estaba más que ansiosa por volver junto a su pequeña, tomar un baño caliente y degustar una buena copa. Mirando de reojo al hombre que tenía al lado, en el asiento del conductor, se sintió abrumada: Peter Lanzani no mostraba signos de fatiga ni de jet-lag. En vez de eso, sonreía mientras sus manos descansaban en el volante, como si todo en su mundo estuviera en su sitio.
–Creo que ha ido bien, ¿tú qué opinas?
¡Les había hecho comer de su mano! El hecho de que preguntara su opinión, cuando era obvio que las cosas habían ido mejor que bien, desconcertó a Lali por un momento.
–Creo que ha sido un ejemplo de resolución de conflictos. Recuérdeme que lo lleve conmigo cuando tenga que renegociar el seguro de mi coche.
–La mayoría de la gente vive guiada por el miedo, Lali. Hasta que te das cuenta de que así no llegas a ninguna parte. Tienes que dejar a un lado tu propio ego para poder calmar el suyo, y si eres capaz de hacerlo, tienes la victoria asegurada, puedes conseguir prácticamente todo lo que quieras.
Lali no contestó. La idea de que él estaba dispuesto a dejar a un lado su propio ego por calmar los temores de otra persona era suficiente material para reflexionar por aquel día.
–No pretendo meterle prisa, señor Lanzani, pero...
–Llámame Peter –le pidió.
Había un toque travieso en su mirada que hizo desvanecerse durante unos instantes todo pensamiento coherente de la cabeza de Lali.
–De acuerdo. No quiero meterte prisa, pero me encantaría poder irme a casa si ya hemos terminado por hoy. Si me llevas hasta la oficina, recogeré mi coche y me iré.
–¿Vas a salir esta noche? –le preguntó mientras apartaba el enorme coche del bordillo.
–No –respondió Lali, y suspiró largamente–, definitivamente no. Ahora mismo, todo lo que deseo es acurrucarme en el sofá junto a mi persona favorita y relajarme frente a la televisión.
¿Su persona favorita? Los celos le quemaron la garganta como cuchillos calentados a fuego. ¿Así que había un hombre en su vida? Había sido estúpido al esperar que no lo hubiera.
Aquello le sucedía porque hacía tiempo que no salía con nadie, se dijo taciturnamente mientras conducía entre el enloquecedor tráfico de Londres. Todo hombre tenía necesidades, y la señorita Esposito era un provocativo recuerdo de que las suyas no estaban cubiertas. Había algo singular en ella que lo atraía profundamente, algo en esa fachada distante que repentinamente revelaba sus ansiedades con tanta candidez como si fuera una niña, y que hacía que Peter deseara conocerla mejor. De acuerdo, también se moría de ganas de llevársela a la cama. Era mala suerte que estuviera con alguien.
–¿Y tú qué vas a hacer? –preguntó Lali.
–¿Cómo dices?
–¿Tienes planes para esta noche? –insistió.
Echando una mirada furtiva a su lado, Peter vio que Lali esperaba que él respondiera.
Claro que tenía planes: se calentaría en el microondas uno de los platos caseros de su hermana, se serviría un gran vaso de vino y se enteraría de todo lo que había ocurrido en la oficina de Nueva York durante su ausencia.
Por desgracia, él no tenía una persona favorita junto a la que acurrucarse en el sofá y ver la televisión. Era una pena que Teresa hubiera tenido que salir en viaje de negocios por tiempo indefinido justo antes de que él llegara a Londres. Le había dejado las llaves a un vecino para que se las diera a él, pero ahora echaba de menos algo de compañía. Podía telefonear a su madre y hablar un rato, pero no le apetecía volver a escuchar el discurso de que ya era hora de que se instalara en el Reino Unido definitivamente.
–Probablemente trabajaré un rato –comentó.
Y diciendo esto, se encogió de hombros, y encendió la radio. Una hermosa voz anunciaba las noticias de las siete en la BBC, y Peter reconoció que estaba ridículamente contento de estar en casa de nuevo, incluso aunque se alojara en casa de su hermana y no en una de su propiedad. Definitivamente, echaba de menos algunas cosas de su madre patria.
–Mami, ¿por qué te has enfadado con la yaya?
Con los ojos muy abiertos, la pequeña de oscura melena esperó ansiosa una respuesta.
Lali se arrepentía amargamente de haber sido brusca con su madre, que en realidad se preocupaba por ella. Había sido un día cargado de tensión entre la llegada de Peter Lanzani, el lamentable, estado en el que habían encontrado a su jefe y la ansiedad ante la reunión de la zona del puerto. Lo último que necesitaba al volver a casa era que Loma Esposito la vapuleara verbalmente tan pronto como entrara por la puerta.
Lali plantó un tierno beso en la sonrosada mejilla de Allegra; estaba enormemente feliz porque la pequeña tenía mucho mejor aspecto que los días anteriores.
–La yaya y yo hemos tenido una pequeña diferencia de opiniones, cielo. A veces le cuesta entender que necesito trabajar fuera de casa para que podamos mantenernos las dos. Créeme si te digo que, si hubiera otra forma de hacer las cosas, la habría intentado.
–La yaya dice que hiciste que papá se fuera porque eras demasiado cabezota. Cree que, si hubieras sido más agradable con él, se habría quedado.
Allegra se mordió el labio.
Sintiendo un enorme peso en el estómago, Lali tomó la manita de su hija entre sus manos y forzó una sonrisa.
–La yaya no tiene derecho a decirte eso, cariño. Ella no quiere aceptar que tu papá se asustara ante la idea de ser padre. Está empeñada en que yo podría haber hecho algo para que se quedara.
Aunque hubiera sido «agradable» con Pablo, él nunca se habría quedado, Lali no tenía ninguna duda. Notó que se le hacía un nudo en la garganta al ver confusión en la cara de su niña: ¿cómo iba a entender por qué su papá la había abandonado? ¿Y cómo había podido su madre ser tan egoísta y estúpida de decirle aquellas cosas a ella?
–Algunas personas no están hechas para ser padres, mi vida. Es duro aceptarlo, pero es la realidad.
–Entonces, ¿por qué tú y papá me tuvisteis?
–Los dos queríamos un bebé, aunque más tarde papá se asustara y se marchara. Cuando te tuve en mis brazos la primera vez, pensé que eras la más bonita, perfecta y alucinante personita que había visto en mi vida, y te quise con todo mi corazón y siempre te querré.
Estrechó a la niña contra su pecho y respiró el fresco aroma a limpio de su pelo; algunos de aquellos cabellos increíblemente negros y sedosos le hacían cosquillas en la nariz mientras notaba el calor y la dulzura de aquel cuerpecito apretado fuertemente contra el suyo.
–Yo también te quiero, mamá. Eres la mejor mamá del mundo y la más guapa. ¡Cuando sea mayor quiero ser igual de guapa que tú!
Lali sonrió y la arropó cuidadosamente de nuevo con su cubrecama rosa.
–Eres buena para mi moral, ¿lo sabías?
–¿Qué es moral?
–La moral es la confianza en ti mismo, lo que piensas de ti –le explicó–. Haces que me sienta bien cuando me dices esas cosas tan dulces. A eso me refiero.
–Genial, quiero que te sientas bien. Odio cuando la yaya te pone triste –añadió bostezando–. Y ahora me voy a dormir, mamá, estoy muy cansada.
–De acuerdo, preciosa. Ahora acurrúcate en tu cama calentita y te veré por la mañana. ¿De verdad que no te importa volver mañana al colegio?
–Estoy deseándolo. Echo de menos a mis amigos.
–Estoy segura de que ellos también te han echado de menos a ti, tesoro. Hasta mañana, si Dios quiere.
De vuelta en el salón, Lali fue recogiendo un peluche color púrpura, una Barbie de anatomía inverosímil, y dos libros de cuentos, muy manoseados, que eran los preferidos de Allegra. Después ahuecó los cojines de terciopelo del sofá y se desplomó en él, agotada, tras hacerse con el mando de la televisión y encenderla.
Lo que echaban era deprimente: un documental sobre robos de coches, una serie espantosa cuya música deprimía al instante, fútbol, y uno de esos reality–show donde la gente estaba deseando humillarse ante la masa de espectadores. No le apetecía ver nada de aquello, así que decidió poner un vídeo.
Cuando su mano se detuvo en una de sus comedias románticas preferidas, se dijo que, si las tribulaciones de la pareja protagonista no atraían su atención, nada lo lograría. Introdujo la cinta en el lector, pasó por la cocina a por una bolsa de patatas y un poco de queso, y se acomodó en el sofá, preparada para disfrutar de la película.
Después de diez minutos, se dio cuenta de que no estaba registrando nada de lo que pasaba en la pantalla porque su mente estaba preocupada con Peter Lanzani. Frunciendo el ceño, subió el volumen del televisor para despejar cualquier otro pensamiento problemático. No había nada en él que le gustara, reflexionó. Ella no iba a engrosar su club de fans simplemente porque fuera terriblemente guapo y atractivo. A la par que sus cualidades, era autocrático y dominante, y poseía un corazón hecho de piedra o de algo igualmente duro. Menos mal que estaba en el Reino Unido temporalmente; por lo que ella sabía, Peter Lanzani volaría de regreso a los Estados Unidos tan pronto como Nicolas estuviera recuperado o si encontraban a alguien para sustituirlo hasta que volviera.
–Amén a eso –dijo en voz alta, con la boca llena de patatas fritas.
Pero esta vez, ni el maravilloso protagonista de la pantalla que suplicaba sus favores a la igualmente maravillosa pero cauta protagonista, pudieron distraer a Lali de pensar en aquel hombre que tanto la disgustaba.
–Tenga estas cartas listas para firmar sobre mi mesa dentro de una hora, señorita Esposito.
La mirada de Lali fue desde el taco de papeles que Peter había dejado sobre su mesa, hasta aquellos anchos hombros dentro de un nuevo traje impecable, y lo siguió hasta que llegó al despacho de Nicolas y dio un portazo. Lali sacudió la cabeza con incredulidad e hizo una mueca: “¿Qué había pasado con aquel, preferirías que te llamara Lali?”, se preguntó desolada.
Obviamente, había cambiado de idea durante la noche. A lo mejor había trabajado demasiado durante demasiado tiempo y el jet-lag estaba imponiendo sus efectos... ¡Ja!, aquel hombre no necesitaba excusas para ser maleducado. Lali apostaba a que salía naturalmente de él.
«Muy bien, ya es suficiente». Irritada hasta lo imaginable por la manera en que la había tratado, Lali se dispuso a desentrañar la desordenada escritura de los papeles que tenía ante ella. Eran veinticuatro cartas, algunas de hasta dos páginas cada una. ¿Es que aquel hombre trataba de marcar un récord? Era imposible que lograra tenerlas listas en una hora, aunque se dejara los dedos en el intento. Pero bueno, se dijo a sí misma, le gustaba el desafío. Se quitó la chaqueta negra que llevaba sobre un top rosa sin mangas, se acomodó en su silla y se colocó frente a la pantalla del ordenador.
Peter nunca habría imaginado que iba a sentir aquella intensa y totalmente incomprensible atracción por la secretaria de Nicolas Riera. Hacía un momento, cuando había dejado las cartas sobre su mesa, no había podido evitar fijarse en aquel cuerpo voluptuoso cubierto por un ajustado traje negro que, aunque lo intentaba, no lograba ocultar unas curvas muy sexys. Entonces se vio asaltado por un deseo salvaje completamente inapropiado, que tomó su cuerpo y lo paralizó. Tuvo que concentrarse mucho para recuperar el control.
Ahora, mientras admiraba por el ventanal la familiar vista de la catedral de San Pablo, sus pensamientos volaron. La noche anterior, mientras intentaba conciliar un sueño que no llegaba, había culpado al jet-lag. Pero la verdad era que no lograba dormirse porque su mente estaba repleta de pensamientos eróticos acerca de Lali Esposito.
En aquel momento, le salían más maldiciones que explicaciones. Peter trató de centrarse, tenía mucho que hacer. El teléfono no había dejado de sonar desde que entró en la oficina a las ocho. La noticia de su llegada se había extendido rápidamente, y ahora todo el mundo quería verlo... incluida su madre. Le había prometido que pasaría a cenar con ella por la noche, pero ya se estaba arrepintiendo de haber quedado. No podría escapar a sus reprimendas por estar fuera tanto tiempo, ni podría evitar las indeseadas referencias a su padre.
Escribió una nota para que Lali enviara unas flores a su madre. Al abrir la puerta de su despacho se dijo que había que «vivir el momento». Lali estaba frente al ordenador y daba la espalda a Peter, así que éste rodeó el escritorio para que ella pudiera verlo.
–Envíe una docena de rosas amarillas de tallo largo a esta dirección, por favor. Si puede ser, que las entreguen a la hora de la comida.
–¿Incluyo algún mensaje?
Aunque se dirigió a él con frialdad, Lali notó que la temperatura de su cuerpo aumentaba bajo la mirada de aquellos ojos azules.
–«Lo siento, no puedo pasarme esta noche. Te llamaré pronto. Un beso, Peter».
Tras comprobar el nombre y la dirección escritos en el papel que le había entregado, Lali asintió ligeramente. Victoria Kendall. ¿Sería su novia, su amante u otra persona significativa? Por primera vez consideró la posibilidad de que estuviera casado. Aquel pensamiento despertó en ella sentimientos encontrados, pero ahora no era el momento de investigar al respecto. Aunque se hubiera sentido atraída por él, y desde luego no era así, Peter Lanzani estaba tan fuera de su alcance como lo había estado Pablo, más incluso. Y aquella unión había sido un desastre.
–Me ocuparé de esto ahora mismo, señor Lanzani.
–Bien. Y ya que estamos, me imagino que pasó usted una noche agradable con su persona «favorita»...
Por unos instantes, Lali no supo a qué se refería. Entonces recordó lo que había comentado en el coche la noche anterior, y no entendió por qué había enfado en el tono de la pregunta.
–Pues sí, fue muy agradable –contestó.
–Supongo que una mujer como usted tendrá numerosas personas «favoritas»... –le sugirió.
¿Qué diablos quería decir con aquello? Lali tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener la calma:
–Si está sugiriendo lo que creo, y le aviso que es poco halagüeño, será mejor que se guarde sus comentarios si no le importa.
–¿Por qué tanto secretismo? ¿Quién es esa persona «favorita» de la que no quiere hablar?
La sien de Peter palpitaba mientras estudiaba a Lali, revelando que, a pesar de la sensación de serenidad que quería aparentar, en aquel momento había perdido el control.
–¡No soy secretista, por todos los diablos! –protestó Lali–.Y aunque así fuera, ¿es que no tengo derecho a una vida privada?
–No lo dude –respondió Peter secamente–. Tan sólo mostraba mi interés, ¿es que no «tengo derecho» a eso?
Lali notó su cuerpo tenso ante la tozuda determinación de aquel hombre de obtener información, y suspiró irritada. Tal vez, si le contaba que había pasado la noche sola con su hija, acabaría aquel interrogatorio de una vez por todas.
–La persona con quien pasé la noche es Alleg...
–Hola a todos –interrumpió una voz–. ¿Hay café hecho, Lali? Voy a necesitarlo.
Los dos se volvieron hacia la encogida figura de Nicolas Riera, que entraba tranquilamente por la puerta, y Peter no pudo evitar maldecir su falta de oportunidad.

5 comentarios:

  1. Me encanta, nicolas no podía esperar unos segundos más no?? Más nove!

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  2. A punto estuvo!!!!
    Que inoportuno por dios!!

    Quiero mas!!

    Te amo hermanita!!

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  3. Bastante larguito!
    Lo mato a Nicoooo!

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  4. ¡Como se tiran palos!.Peter si k va a matar a Nico,y este k llega necesitando más café.

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  5. Lina (@Lina_AR12)11 de junio de 2012, 1:30

    Aun necesita + café!Peter lo va a matar por lo inoportuno.Es atraccion fatal la q sienten estos dos!

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