"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

sábado, 23 de junio de 2012

Capítulo 1


—¿Divorcio? —exhibo mi sonrisa más reconfortante ante el hombre sentado frente a mí.
El desconocido levanta los ojos y, con expresión de sorpresa, pasea la vista a su alrededor para comprobar que no me dirijo a otra persona.
—¿Es a mí?
Hago un gesto afirmativo.
—Eh... sí —responde.
—Yo también —me encojo de hombros, como si fuera una extraordinaria coincidencia el hecho de que ambos, nerviosos, nos hallemos en la sala de espera de un abogado. Llegado este punto, he de aclarar que he frecuentado despachos de abogados en demasiadas ocasiones a lo largo de mi breve y carente de interés vida. Esta sala en concreto resulta más beige de lo habitual —el único respiro proviene de unas llamativas butacas rojas que, con su vibrante toque de color, demuestran que se trata de un bufete a la última moda—. Por las minutas que cobran, la verdad es que habría esperado encontrarme un trono de oro por cliente. Aun así, se trata «sólo» de mi segundo divorcio, por lo que imagino que, en los días que corren, debería sentirme agradecida. El caso es que ni siquiera la primera vez quise divorciarme, y el hecho de repetir me lleva a sentirme al borde de la desidia.
Hojeo distraídamente un impoluto ejemplar de una de esas revistas de moda gratuitas en las que abundan los anuncios de elegantes boutiques de las que nunca he oído hablar, y cuyos precios no podría permitirme aunque así hubiera sido. La publicación se llama Estilo Actual y me pregunto por qué últimamente carezco por completo del mismo. ¿Cómo es que las modelos de los catálogos consiguen resultar impresionantes posando con un simple jersey tostado de cuello vuelto y unos vaqueros de campana desvaídos mientras que yo con el mismo conjunto jamás lo consigo?
Dejo de fingir que estoy leyendo y repaso al resto de los presentes en la sala de espera. Tumley & Goss, abogados de los destinados a arruinarse, no son precisamente conocidos por su estricta puntualidad en lo que respecta a las citas con sus clientes, pero seguro que si pudieran ingeniar una manera de cobrarles el tiempo de espera ya la habrían puesto en práctica.
Devuelvo la atención al hombre sentado enfrente de mí. El también finge leer Estilo Actual, si bien transmite menos credibilidad que yo. Se sacude las rodillas con nerviosismo. Es su primera vez. Entiendo de estas cosas. Yo, Lali Esposito, soy experta en los perfiles psicológicos de los ocupantes de las salas de espera de los bufetes de abogados. Las reclamaciones por daños personales, por lo general, se distinguen al vuelo, sobre todo las que acarrean uno de esos mugrientos collarines que proporciona la Seguridad Social.
—¿La primera vez? —aventuro.
—Sí —responde él, al tiempo que abandona el ejemplar de Estilo Actual sobre una silla que tiene al lado—. ¿Y tú?
—La segunda —admito con cierta timidez—. Es como si me estuviera preparando para el Premio Joan Collins por servicios prestados al matrimonio.
No añado que, mientras tanto, es muy posible que haya pagado con mi propio dinero esas butacas rojo brillante y algún que otro capricho, como, por ejemplo, unas vacaciones en las Bahamas a cada socio del bufete.
—Lo lamento —responde él, y da la impresión de que dice la verdad.
—El mundo está lleno de mujeres más jóvenes, más rubias y con pechos más turgentes —de nuevo, mis hombros se encogen, esta vez tratando de zafarse de la amargura.
Mi colega divorciado arriesga una sonrisa. Si yo me fijara en esa clase de gestos, diría que se trata de una sonrisa encantadora.
—Pues a mí me pareces muy... buena persona.
—Ya, una buena persona —exhalo un suspiro— no es lo mismo que una gatita sexualmente promiscua, ¿verdad?
—Me figuro que no.
—Mis dos ex maridos me consideraban una buena persona —continúo—. Solían decir: «Lali, eres una buena persona, pero...».
—... «Me marcho con una gatita sexualmente promiscua».
Ahora me toca sonreír a mí.
—Eres muy perspicaz.
El caso es que ignoro por completo el paradero de mi actual marido, por llamarlo de alguna manera. Simplemente, desapareció. Sin previo aviso. Yo había salido al supermercado a comprar leche y cuando regresé, diez minutos más tarde, Benjamin se había esfumado con la mayor parte de sus camisas y sus mejores vaqueros. Así, por las buenas. No dejó ninguna nota. No llamó por teléfono. Ni que decir tiene que no mandó dinero alguno para vestir o alimentar al fruto de sus órganos genitales. Eso fue hace más de un año y desde entonces he estado intentando localizarle, junto con la Agencia de Ayuda al Menor, se entiende.
—Mi mujer se fugó con un carnicero —relata mi colega.
—Imagino que no resistió la tentación de obtener carne gratuita.
—Es vegetariana.
—Ya —adopto una expresión convenientemente comprensiva—. A veces las mujeres resultan ser criaturas extrañas.
—Supongo que los hombres también —comenta él al tiempo que su teléfono móvil empieza a sonar.
Mientras lo localiza, examino unos carteles en los que se anuncia las sumas que pueden llegar a ganar quienes sean lo bastante afortunados como para sufrir un daño personal que pueda achacarse a la estupidez de otros en lugar de a la propia. Podría convertirme en millonaria en cuestión de minutos si resbalara en una acera helada que el Ayuntamiento no hubiera cubierto de grava o si tropezara en los baches de una calle asfaltada por un contratista negligente. Tal vez si ruedo escaleras abajo al salir del bufete y sufro un esguince, el señor Tumley o el señor Goss contemplen la posibilidad de pasar por alto mi sustancial minuta.
—Aquí Peter Lanzani. Dígame —le dice el hombre a su teléfono.
Peter Lanzani. Humm. Trato de no dar la impresión de estar atendiendo a la conversación, si bien, huelga decirlo, es lo que hago.
—Estoy bien —continúa, mientras se vuelve ligeramente hacia un lado. Sabe que estoy escuchando—. Todo irá bien. En serio —entonces baja el tono de voz—: Estoy perfectamente, mamá. De verdad. No te preocupes. Tranquila, no voy a hacer ninguna tontería. Sí, ya lo sé —baja el tono aún más, pero la sala de espera de Tumley & Goss cuenta con una acústica excelente y tengo el oído entrenado para los chismes—: No voy a decir eso. Estoy en un lugar público, mamá. Tengo que dejarte. Adiós. Adiós. Sí. Adiós —vuelve a introducir el móvil en el bolsillo y, chasqueando la lengua, me aclara—: Negocios.
—Ah.
—Ya sabes, un tira y afloja. Esto y aquello. Reuniones internacionales —Peter Lanzani se rebulle en su asiento—. Tensión. Estrés.
—No hay nada que explicar —indico yo—. Mi madre también se muere de preocupación por mí.
Me quedo corta con la explicación. Mi madre nos responsabiliza a mí y a mi atormentada vida amorosa de todas sus desgracias, desde las varices a la angina de pecho que aún no ha sufrido, pero que sin duda sufrirá algún día por mi culpa.
Mi colega muestra una expresión de pesar.
—¿Son buenos estos abogados?
—Si te refieres a que si te quedará algo de dinero cuando hayas terminado, en ese caso, no, no son buenos.
—Mi intención es ser razonable en este asunto —comenta mientras sacude la cabeza—. No quiero pelearme con Eugenia por el dinero.
—Ah, ¿no?
Me lanza una mirada que yo clasificaría de reproche.
—No soy de ésos.
Respondo con un bufido involuntario y acaso demasiado cínico.
—Lo serás.
—Considero que uno puede divorciarse sin volverse amargado y retorcido.
—¡Pero si eso es precisamente lo bueno! —exclamo yo.
Me mira con incredulidad. Se ve a la legua que este hombre es un ingenuo en lo tocante al mundo que le rodea. En particular, en lo que respecta a la separación matrimonial.
—No va en mi naturaleza —insiste él—. También he escuchado el discurso de «Eres una buena persona, pero...».
Mi corazón exhala un suspiro.
—¿Por qué siempre acabarán dejando plantadas a las buenas personas?
—Es uno de esos misterios insondables de la vida —responde—, igual que, por ejemplo, por qué el bombón de crema de café es siempre el último que queda en la caja.
Me echo a reír. De pronto caigo en la cuenta de que hacía mucho que no me reía. Sobre todo en un bufete de abogados.
—¿Hijos? —pregunta Peter Lanzani.
—No. No. No. Ah, no. Ninguno.
—Yo tampoco.
Doy una palmada.
—Genial. Los dos somos jóvenes, libres y solteros.
—Supongo que sí —de pronto Peter adopta un tono de tristeza—: Aunque me hubiera gustado ser padre. De dos hijos: un niño y una niña —se muestra un tanto avergonzado por la confesión—. Es con lo que sueña todo el mundo, ¿verdad? Excepto Eugenia. Es una fanática del mantenimiento físico. Le horrorizan las estrías.
—¿A quién no? Los hijos te arruinan la figura —me aclaro la garganta—. Eso he oído.
—Dicen que los pechos turgentes son lo primero que se pierde.
Ambos soltamos una risita nerviosa.
—Confío en que no tarden mucho más —comento mientras lanzo una ansiosa mirada al reloj—. Esta tarde tengo una entrevista en una agencia de empleo.
—¿Un cambio de profesión?
—Algo parecido: llevo años sin trabajar.
—¿Marido rico?
—Eh..., forrado.
Da igual que Benjamin no haya tenido nunca dónde caerse muerto y me haya dejado en la ruina. No puedo confesar a mi flamante amigo mi condición de ama de casa que se pasa la vida cuidando de dos hijos hiperactivos cuando acabo de negar su misma existencia. ¿Qué clase de madre soy, por todos los santos? A los treinta y tres ya me siento como una anciana decrépita, y no exagero. Primero tuve a Allegra. Aunque se supone que tiene diez años, últimamente ha madurado mentalmente a tal velocidad que, a efectos prácticos, me he convertido en una mujer que ronda los cincuenta y seis, lo que no me resulta del todo descabellado. Bruno aún no ha cumplido dos años. Está destinado a ser un hombre; por lo tanto, jamás madurará lo más mínimo.
—Por lo que veo, llevas una vida de ocio y placer.
—Desde por la mañana hasta por la noche —ya me gustaría a mí. ¿Por qué no soy capaz de confesarlo todo, de decirle que soy una madre sin pareja que se las ve moradas para salir adelante?—. Por ese motivo no estoy preparada para el mundo laboral. Para ser sincera, tampoco siento mucha inclinación hacia el trabajo, aunque ahora no me queda otra elección.
—¿Qué me dices de vuestro acuerdo de divorcio? Sin duda tu marido querrá cuidar de ti.
—La única persona a la que Benjamin ha querido cuidar ha sido a él mismo —respondo—. En la actualidad, estoy tratando de divorciarme de él durante su ausencia. Se largó, sin más.
—Lo siento —Peter Lanzani me mira con amabilidad—. Seguro que encontrarás algún empleo.
—Sí, seguro —finjo una despreocupación que no siento—. No se me ocurre nada peor que pasarme el día entero encerrada en una oficina diminuta —con la excepción de pasarme el día entero cuidando de los niños, quiero decir.
Simultáneamente, dos secretarias asoman la cabeza por detrás de sendas puertas de despacho. Visten traje de chaqueta de color beige con blusa roja, a juego con la decoración, y se ve a las claras que no se han beneficiado de los consejos encerrados en las páginas de Estilo Actual.
—Señora Esposito —dice una.
—Señor Lanzani —gorjea la otra.
Acto seguido, ambas se quedan revoloteando junto a sus respectivas puertas de despacho, a través de las cuales obtendremos acceso al sanctasanctórum —o la máquina de hacer dinero, según la expresión que tiendo a utilizar.
Ambos nos ponemos de pie.
—Bueno... —dice Peter.
—Bueno...
—Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Peter titubea antes de seguir:
—Quizá podríamos... No, en fin..., da igual —lanza una mirada inquieta a las empleadas, que permanecen en actitud de espera—. Seguro que llevas una vida social delirante, ahora que eres joven, libre y soltera.
—Sí, claro —un inocente farol dedicado a las secretarias, que sí parecen jóvenes, libres y solteras y no sacos de lástima que se pasan la noche frente al televisor viendo antiguos vídeos de Disney con una copa de vino barato y una chocolatina Mars por toda compañía. Peter adquiere una expresión de desaliento, y de pronto caigo en la cuenta de lo que acabo de decir—. No, qué va, nada de eso.
Pero mi oportunidad ha pasado.
Alarga el brazo y me estrecha la mano mientras las jóvenes a la espera empiezan a dar golpecitos en el suelo con sus pies corporativos.
—Buena suerte con tu entrevista. Espero que consigas un trabajo fabuloso.
Qué más quisiera yo.
—Gracias. Que tengas suerte y no pierdas tu empresa internacional. Ni la camisa.
Intercambiamos una tímida sonrisa.
—Gracias —responde.
Ambos respiramos hondo. Parece tan buena persona que me pregunto cómo ha podido merecerse esto. Observo cómo desaparece en el despacho de su buitre —perdón, de su abogado— antes de lanzarme en plancha, una vez más, al crudo y desagradable mundo del divorcio.

3 comentarios:

  1. Jajaja,como no empezar riendo,si lali ha mentido más k si fuera uno d esos, a los k llama buitres.Menuda vida la d estos dos ,k joyitas tenían como parejas.Pero mira k negar a sus hijos,eso no me gustó.Allegra ha madurado con tan solo 10 años ,pero Bruno está destinado a no madurar xk es hombre,jajaja,buenísimo.

    ResponderEliminar
  2. Me encanta!! Pobre lali nada bueno le too y peter todo pachucho! Eugenia vegetariana y se fue con un carnisero jaja! Espero más!

    ResponderEliminar
  3. Me gusta ,me gusta!Ya quiero avanzar!

    ResponderEliminar