El desconocido levanta los ojos y, con
expresión de sorpresa, pasea la vista a su alrededor para comprobar
que no me dirijo a otra persona.
—¿Es a mí?
Hago un gesto afirmativo.
—Eh... sí —responde.
—Yo también —me encojo de hombros,
como si fuera una extraordinaria coincidencia el hecho de que ambos,
nerviosos, nos hallemos en la sala de espera de un abogado. Llegado
este punto, he de aclarar que he frecuentado despachos de abogados en
demasiadas ocasiones a lo largo de mi breve y carente de interés
vida. Esta sala en concreto resulta más beige de lo habitual —el
único respiro proviene de unas llamativas butacas rojas que, con su
vibrante toque de color, demuestran que se trata de un bufete a la
última moda—. Por las minutas que cobran, la verdad es que habría
esperado encontrarme un trono de oro por cliente. Aun así, se trata
«sólo» de mi segundo divorcio, por lo que imagino que, en los días
que corren, debería sentirme agradecida. El caso es que ni siquiera
la primera vez quise divorciarme, y el hecho de repetir me lleva a
sentirme al borde de la desidia.
Hojeo distraídamente un impoluto
ejemplar de una de esas revistas de moda gratuitas en las que abundan
los anuncios de elegantes boutiques de las que nunca he oído hablar,
y cuyos precios no podría permitirme aunque así hubiera sido. La
publicación se llama Estilo Actual y me pregunto por qué
últimamente carezco por completo del mismo. ¿Cómo es que las
modelos de los catálogos consiguen resultar impresionantes posando
con un simple jersey tostado de cuello vuelto y unos vaqueros de
campana desvaídos mientras que yo con el mismo conjunto jamás lo
consigo?
Dejo de fingir que estoy leyendo y
repaso al resto de los presentes en la sala de espera. Tumley &
Goss, abogados de los destinados a arruinarse, no son precisamente
conocidos por su estricta puntualidad en lo que respecta a las citas
con sus clientes, pero seguro que si pudieran ingeniar una manera de
cobrarles el tiempo de espera ya la habrían puesto en práctica.
Devuelvo la atención al hombre sentado
enfrente de mí. El también finge leer Estilo Actual, si bien
transmite menos credibilidad que yo. Se sacude las rodillas con
nerviosismo. Es su primera vez. Entiendo de estas cosas. Yo, Lali
Esposito, soy experta en los perfiles psicológicos de los ocupantes
de las salas de espera de los bufetes de abogados. Las reclamaciones
por daños personales, por lo general, se distinguen al vuelo, sobre
todo las que acarrean uno de esos mugrientos collarines que
proporciona la Seguridad Social.
—¿La primera vez? —aventuro.
—Sí —responde él, al tiempo que
abandona el ejemplar de Estilo Actual sobre una silla que tiene al
lado—. ¿Y tú?
—La segunda —admito con cierta
timidez—. Es como si me estuviera preparando para el Premio Joan
Collins por servicios prestados al matrimonio.
No añado que, mientras tanto, es muy
posible que haya pagado con mi propio dinero esas butacas rojo
brillante y algún que otro capricho, como, por ejemplo, unas
vacaciones en las Bahamas a cada socio del bufete.
—Lo lamento —responde él, y da la
impresión de que dice la verdad.
—El mundo está lleno de mujeres más
jóvenes, más rubias y con pechos más turgentes —de nuevo, mis
hombros se encogen, esta vez tratando de zafarse de la amargura.
Mi colega divorciado arriesga una
sonrisa. Si yo me fijara en esa clase de gestos, diría que se trata
de una sonrisa encantadora.
—Pues a mí me pareces muy... buena
persona.
—Ya, una buena persona —exhalo un
suspiro— no es lo mismo que una gatita sexualmente promiscua,
¿verdad?
—Me figuro que no.
—Mis dos ex maridos me consideraban
una buena persona —continúo—. Solían decir: «Lali, eres una
buena persona, pero...».
—... «Me marcho con una gatita
sexualmente promiscua».
Ahora me toca sonreír a mí.
—Eres muy perspicaz.
El caso es que ignoro por completo el
paradero de mi actual marido, por llamarlo de alguna manera.
Simplemente, desapareció. Sin previo aviso. Yo había salido al
supermercado a comprar leche y cuando regresé, diez minutos más
tarde, Benjamin se había esfumado con la mayor parte de sus camisas
y sus mejores vaqueros. Así, por las buenas. No dejó ninguna nota.
No llamó por teléfono. Ni que decir tiene que no mandó dinero
alguno para vestir o alimentar al fruto de sus órganos genitales.
Eso fue hace más de un año y desde entonces he estado intentando
localizarle, junto con la Agencia de Ayuda al Menor, se entiende.
—Mi mujer se fugó con un carnicero
—relata mi colega.
—Imagino que no resistió la
tentación de obtener carne gratuita.
—Es vegetariana.
—Ya —adopto una expresión
convenientemente comprensiva—. A veces las mujeres resultan ser
criaturas extrañas.
—Supongo que los hombres también
—comenta él al tiempo que su teléfono móvil empieza a sonar.
Mientras lo localiza, examino unos
carteles en los que se anuncia las sumas que pueden llegar a ganar
quienes sean lo bastante afortunados como para sufrir un daño
personal que pueda achacarse a la estupidez de otros en lugar de a la
propia. Podría convertirme en millonaria en cuestión de minutos si
resbalara en una acera helada que el Ayuntamiento no hubiera cubierto
de grava o si tropezara en los baches de una calle asfaltada por un
contratista negligente. Tal vez si ruedo escaleras abajo al salir del
bufete y sufro un esguince, el señor Tumley o el señor Goss
contemplen la posibilidad de pasar por alto mi sustancial minuta.
—Aquí Peter Lanzani. Dígame —le
dice el hombre a su teléfono.
Peter Lanzani. Humm. Trato de no dar la
impresión de estar atendiendo a la conversación, si bien, huelga
decirlo, es lo que hago.
—Estoy bien —continúa, mientras se
vuelve ligeramente hacia un lado. Sabe que estoy escuchando—. Todo
irá bien. En serio —entonces baja el tono de voz—: Estoy
perfectamente, mamá. De verdad. No te preocupes. Tranquila, no voy a
hacer ninguna tontería. Sí, ya lo sé —baja el tono aún más,
pero la sala de espera de Tumley & Goss cuenta con una acústica
excelente y tengo el oído entrenado para los chismes—: No voy a
decir eso. Estoy en un lugar público, mamá. Tengo que dejarte.
Adiós. Adiós. Sí. Adiós —vuelve a introducir el móvil en el
bolsillo y, chasqueando la lengua, me aclara—: Negocios.
—Ah.
—Ya sabes, un tira y afloja. Esto y
aquello. Reuniones internacionales —Peter Lanzani se rebulle en su
asiento—. Tensión. Estrés.
—No hay nada que explicar —indico
yo—. Mi madre también se muere de preocupación por mí.
Me quedo corta con la explicación. Mi
madre nos responsabiliza a mí y a mi atormentada vida amorosa de
todas sus desgracias, desde las varices a la angina de pecho que aún
no ha sufrido, pero que sin duda sufrirá algún día por mi culpa.
Mi colega muestra una expresión de
pesar.
—¿Son buenos estos abogados?
—Si te refieres a que si te quedará
algo de dinero cuando hayas terminado, en ese caso, no, no son
buenos.
—Mi intención es ser razonable en
este asunto —comenta mientras sacude la cabeza—. No quiero
pelearme con Eugenia por el dinero.
—Ah, ¿no?
Me lanza una mirada que yo clasificaría
de reproche.
—No soy de ésos.
Respondo con un bufido involuntario y
acaso demasiado cínico.
—Lo serás.
—Considero que uno puede divorciarse
sin volverse amargado y retorcido.
—¡Pero si eso es precisamente lo
bueno! —exclamo yo.
Me mira con incredulidad. Se ve a la
legua que este hombre es un ingenuo en lo tocante al mundo que le
rodea. En particular, en lo que respecta a la separación
matrimonial.
—No va en mi naturaleza —insiste
él—. También he escuchado el discurso de «Eres una buena
persona, pero...».
Mi corazón exhala un suspiro.
—¿Por qué siempre acabarán dejando
plantadas a las buenas personas?
—Es uno de esos misterios insondables
de la vida —responde—, igual que, por ejemplo, por qué el bombón
de crema de café es siempre el último que queda en la caja.
Me echo a reír. De pronto caigo en la
cuenta de que hacía mucho que no me reía. Sobre todo en un bufete
de abogados.
—¿Hijos? —pregunta Peter Lanzani.
—No. No. No. Ah, no. Ninguno.
—Yo tampoco.
Doy una palmada.
—Genial. Los dos somos jóvenes,
libres y solteros.
—Supongo que sí —de pronto Peter
adopta un tono de tristeza—: Aunque me hubiera gustado ser padre.
De dos hijos: un niño y una niña —se muestra un tanto avergonzado
por la confesión—. Es con lo que sueña todo el mundo, ¿verdad?
Excepto Eugenia. Es una fanática del mantenimiento físico. Le
horrorizan las estrías.
—¿A quién no? Los hijos te arruinan
la figura —me aclaro la garganta—. Eso he oído.
—Dicen que los pechos turgentes son
lo primero que se pierde.
Ambos soltamos una risita nerviosa.
—Confío en que no tarden mucho más
—comento mientras lanzo una ansiosa mirada al reloj—. Esta tarde
tengo una entrevista en una agencia de empleo.
—¿Un cambio de profesión?
—Algo parecido: llevo años sin
trabajar.
—¿Marido rico?
—Eh..., forrado.
Da igual que Benjamin no haya tenido
nunca dónde caerse muerto y me haya dejado en la ruina. No puedo
confesar a mi flamante amigo mi condición de ama de casa que se pasa
la vida cuidando de dos hijos hiperactivos cuando acabo de negar su
misma existencia. ¿Qué clase de madre soy, por todos los santos? A
los treinta y tres ya me siento como una anciana decrépita, y no
exagero. Primero tuve a Allegra. Aunque se supone que tiene diez
años, últimamente ha madurado mentalmente a tal velocidad que, a
efectos prácticos, me he convertido en una mujer que ronda los
cincuenta y seis, lo que no me resulta del todo descabellado. Bruno
aún no ha cumplido dos años. Está destinado a ser un hombre; por
lo tanto, jamás madurará lo más mínimo.
—Por lo que veo, llevas una vida de
ocio y placer.
—Desde por la mañana hasta por la
noche —ya me gustaría a mí. ¿Por qué no soy capaz de confesarlo
todo, de decirle que soy una madre sin pareja que se las ve moradas
para salir adelante?—. Por ese motivo no estoy preparada para el
mundo laboral. Para ser sincera, tampoco siento mucha inclinación
hacia el trabajo, aunque ahora no me queda otra elección.
—¿Qué me dices de vuestro acuerdo
de divorcio? Sin duda tu marido querrá cuidar de ti.
—La única persona a la que Benjamin
ha querido cuidar ha sido a él mismo —respondo—. En la
actualidad, estoy tratando de divorciarme de él durante su ausencia.
Se largó, sin más.
—Lo siento —Peter Lanzani me mira
con amabilidad—. Seguro que encontrarás algún empleo.
—Sí, seguro —finjo una
despreocupación que no siento—. No se me ocurre nada peor que
pasarme el día entero encerrada en una oficina diminuta —con la
excepción de pasarme el día entero cuidando de los niños, quiero
decir.
Simultáneamente, dos secretarias
asoman la cabeza por detrás de sendas puertas de despacho. Visten
traje de chaqueta de color beige con blusa roja, a juego con la
decoración, y se ve a las claras que no se han beneficiado de los
consejos encerrados en las páginas de Estilo Actual.
—Señora Esposito —dice una.
—Señor Lanzani —gorjea la otra.
Acto seguido, ambas se quedan
revoloteando junto a sus respectivas puertas de despacho, a través
de las cuales obtendremos acceso al sanctasanctórum —o la máquina
de hacer dinero, según la expresión que tiendo a utilizar.
Ambos nos ponemos de pie.
—Bueno... —dice Peter.
—Bueno...
—Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Peter titubea antes de seguir:
—Quizá podríamos... No, en fin...,
da igual —lanza una mirada inquieta a las empleadas, que permanecen
en actitud de espera—. Seguro que llevas una vida social delirante,
ahora que eres joven, libre y soltera.
—Sí, claro —un inocente farol
dedicado a las secretarias, que sí parecen jóvenes, libres y
solteras y no sacos de lástima que se pasan la noche frente al
televisor viendo antiguos vídeos de Disney con una copa de vino
barato y una chocolatina Mars por toda compañía. Peter adquiere una
expresión de desaliento, y de pronto caigo en la cuenta de lo que
acabo de decir—. No, qué va, nada de eso.
Pero mi oportunidad ha pasado.
Alarga el brazo y me estrecha la mano
mientras las jóvenes a la espera empiezan a dar golpecitos en el
suelo con sus pies corporativos.
—Buena suerte con tu entrevista.
Espero que consigas un trabajo fabuloso.
Qué más quisiera yo.
—Gracias. Que tengas suerte y no
pierdas tu empresa internacional. Ni la camisa.
Intercambiamos una tímida sonrisa.
—Gracias —responde.
Ambos respiramos hondo. Parece tan
buena persona que me pregunto cómo ha podido merecerse esto. Observo
cómo desaparece en el despacho de su buitre —perdón, de su
abogado— antes de lanzarme en plancha, una vez más, al crudo y
desagradable mundo del divorcio.
Jajaja,como no empezar riendo,si lali ha mentido más k si fuera uno d esos, a los k llama buitres.Menuda vida la d estos dos ,k joyitas tenían como parejas.Pero mira k negar a sus hijos,eso no me gustó.Allegra ha madurado con tan solo 10 años ,pero Bruno está destinado a no madurar xk es hombre,jajaja,buenísimo.
ResponderEliminarMe encanta!! Pobre lali nada bueno le too y peter todo pachucho! Eugenia vegetariana y se fue con un carnisero jaja! Espero más!
ResponderEliminarMe gusta ,me gusta!Ya quiero avanzar!
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