"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

lunes, 25 de junio de 2012

Capítulo 4


Estoy sentada en la cocina de mi amiga Cande, sujetando una merecida taza de té y un hijo que no para de retorcerse. Cande y yo somos amigas de toda la vida y desde la escuela primaria hemos pasado los momentos cruciales de nuestras respectivas existencias en amable compañía. Nuestras disputas, por suerte, han sido contadas. Ahora residimos en zonas vecinas —yo, en Emerson Valley; Cande, en Furzton Lake—. Juntas, pero no revueltas, no sé si me explico. De niñas vivíamos en la misma calle, lo que tal vez de adultas resultaría una cercanía excesiva. Si yo tuviera una hermana, seguro que no se preocuparía por mí tanto como ella.
Últimamente Cande se ha elevado desde el nivel de mejor amiga a un estadio que se aproxima a la santidad, ya que ha aceptado cuidar de Bruno a diario y sin cobrarme nada mientras intento reconstruir mi vida, y se presta a ello a pesar de tener dos monstruos propios con los que lidiar. Me faltan palabras para expresar mi gratitud. Cande me proporcionó un salvavidas cuando empezaba a hundirme entre las olas de las deudas y la desesperación.
Disminuyo el tono de voz y tapo con las manos los oídos de Bruno para que no escuche mi siguiente confesión:
—Le dije que no tenía hijos.
—¡Qué más quisieras!
—¿Qué clase de madre soy?
—La habitual —respondió Cande—. Yo les quiero mucho, pero si volviera a empezar...
—Lo único que me impulsa a seguir adelante son los niños —comento con voz temblorosa—. No sé qué haría sin ellos. Ellos me mantienen en mis cabales.
—Y la sola idea resulta terrorífica —Cande bebe un sorbo de té—. Pero dime, ¿cómo es ese hombre del bufete de abogados?
—Lleva el sello de «buena persona» estampado en la frente.
—¿Buena persona? Más detalles, por favor.
—Alto. Delgado. Moreno. Acicalado.
—¿Acicalado? —Cande suelta una carcajada—. Es la clase de palabra que utilizaría mi madre.
Me encojo de hombros. ¿Qué más puedo decir de él?
—No es guapo de morirse. No es feo de pecado. No tiene facciones marcadas. No resalta por nada en particular. Pero resulta agradable. Una buena persona, sin más.
—¿Acaso no le dijiste que no te van las buenas personas, que sólo te relacionas con hijos de puta?
—No sé lo que le dije —admito. Para consolarme, cojo otro barquillo de chocolate. De inmediato, Bruno me lo quita y se lo mete por la nariz—. Fue muy raro. Se me ha olvidado cómo se habla con los hombres.
—Porque te has acostumbrado a gritarles, me imagino.
Saco el barquillo de la nariz de Bruno y lo limpio con la manga antes de introducirlo por el orificio correcto, mientras trato de convencerme de que un cierto número de gérmenes es beneficioso para su sistema inmunológico.
—Odio estar divorciada.
—Odio estar casada —apunta Cande con voz monocorde.
Y no bromea más que a medias. Lleva diez años con Agus, siete de ellos casada. Se me puede tachar de supersticiosa, pero estoy convencida de que la crisis de los siete años es un fenómeno auténtico. Ya no son lo que se dice una pareja de tortolitos. El mismo ambiente de su casa es el de una pareja que se ha vuelto descuidada. Todo se ve destartalado, raído y un tanto desportillado.
—¿Qué tal en la agencia de empleo?
—Ha sido una experiencia desmoralizante —frunzo los labios, consternada—. A pesar de que he conseguido sobrevivir hasta la tierna edad de treinta y tres años y sigo sana de cuerpo y alma, aunque sea capaz de mantenerme a mí misma y a mis dos hijos a través de los altibajos de esta existencia a la que chistosamente llamamos vida, no sirvo para nada en el mercado laboral.
—¿Para nada en absoluto?
—Bueno, hay un empleo. Mañana tengo la entrevista. Tiene una pinta deprimente, te lo aseguro. La mujer de la agencia también me sugirió que contemplara la posibilidad de hacerme prostituta.
—Hay trabajos peores —responde sabiamente Cande.
—¿Por ejemplo?
—Abogado especialista en divorcios.
—¡Puaj!
Ambas escupimos como si tuviéramos algo asqueroso en la boca. Bruno se une a nosotras, sólo que en su boca sí que hay algo asqueroso. Una masa de barquillo, apelmazada y a medio masticar, me aterriza en las rodillas.
—Yo pondría ahí también a los asesores de las oficinas empleo —le comento—. Era una bruja. Me miraba como si yo fuera la típica madre sin pareja: dos divorcios en su haber, dos hijos de padres diferentes, en definitiva, una irresponsable.
—No iba desencaminada —apunta Cande.
Técnicamente tiene razón, pero desde mi perspectiva se ve de otra manera. Mi primer matrimonio no duró tanto como mi repentino e inesperado embarazo, exclusiva razón por la que se celebró la boda. Yo estaba tomando la píldora, así que por poco me muero del susto cuando, después de saltarme un par de menstruaciones, caí en la cuenta de que el motivo por el que los vaqueros no me abrochaban no tenía que ver con el aumento de mi consumo de chocolate.
Mi marido, Pablo, desapareció justo antes de que nuestra querida hija Allegra llegara a este mundo, y no he vuelto a verlo desde entonces. Hoy en día sigo sin saber por qué se marchó. No teníamos dinero ni casa propia y venía un hijo en camino, pero ¿son razones suficientes para hacer las maletas y salir corriendo? A los veintitrés años, puede que sí. Me enteré de que se había mudado a Brighton y realizaba trabajos temporales en los hoteles, aunque no tengo ni idea de si es verdad o no. De modo que me vi obligada a criar a Allegra yo sola. Por desgracia, esto sucedió antes de que se pusieran de moda los matrimonios de prueba y las madres sin pareja famosas.
Benjamin era harina de otro costal. Tuvimos un apasionado romance seguido de una boda organizada a toda velocidad. Ya se sabe lo que dicen de las bodas apresuradas... Bueno, pues es cierto. Desde entonces, no he dejado de arrepentirme. Conocí a Benjamin cuando Allegra apenas andaba, en una de esas escasas noches que salí con Cande tras haber convencido a mi madre para que ejerciera de canguro. Ahora que soy capaz de pensarlo con calma, estoy convencida de que no hacía más que buscar otro padre para Allegra, aunque Dios sabrá por qué consideré que un granuja impenitente como Benjamin tenía madera de progenitor. Tal vez yo debería haber sospechado que algo no encajaba cuando me pidió en matrimonio estando borracho. Resulta evidente que la instalación eléctrica de mi radar es defectuosa a la hora de detectar sinvergüenzas.
Nuestra relación podría clasificarse como voluble, por decirlo con educación, y durante un breve periodo de armonía en el que Benjamin pasaba más tiempo en mi cama que en la de otra persona, nació Bruno. Pero Benjamin jamás permitió que la paternidad ni el matrimonio pusieran freno a sus instintos naturales, por lo cual, a pesar de mi sueño de una vida familiar idílica, me quedé sola criando a los niños.
—Me he sentido una inútil —le cuento a Cande—. He tenido que redactar un currículum. Ha sido espantoso. Me he inventado un montón de cosas.
—Es lo que hace todo el mundo —asegura mi amiga, que tampoco ha trabajado en los últimos años—. Que eso no te quite el sueño.
Sin embargo, seguramente me lo quitará.
—De todas formas —dice Cande con aire pensativo—, yo me pensaría lo de hacerme prostituta. Ni siquiera en esta misma casa puedo ejercer sin cobrar nada.
—Pues da las gracias —zarandeo a Bruno, que empieza a impacientarse por no tener la distracción de un tentempié que introducirse en el cuerpo—. Si alguna vez quisiera encontrar a otro hombre, tendría que volver a las citas. ¡Qué horror! Me espanta la idea de regresar a la vertiginosa ronda de cena, besuqueo y sexo. ¡Espera! A veces ni siquiera hay cena.
¿Por qué será que a algunas mujeres las invitan siempre a los mejores restaurantes y se las llevan a lugares exóticos con cualquier pretexto, mientras que a otras mujeres jamás les ocurre? Esta vez necesito un hombre que alimente a la diosa que llevo en mi interior. Y ya que mi diosa interior sólo necesita chocolate a intervalos regulares, no creo que sea tan complicado.
Cande adquiere una expresión melancólica.
—Suena fabuloso —dice—. Excitante. Salvaje, temerario, desinhibido.
—Pues nada de eso —niego con la cabeza—. Es angustioso, caro y horrible. Lo que pasa es que se te ha olvidado. Da gracias por lo que tienes.
—¿Te refieres a un marido más ligado emocionalmente a David Beckham que a mí? Sí, de acuerdo.
—Agus no está tan mal —miento yo.
Sí lo está. El marido de Cande me agrada como persona, pero no se podría clasificar como un amante ardoroso. Trata a Cande como si mi amiga fuera invisible. Ella dice que tiene que mirarse en el espejo cada diez minutos sólo para comprobar que sigue ahí.
—Podría atravesar el salón bailando desnuda con una rosa entre los dientes, y Agus no se daría ni cuenta. Se limitaría a decir que le tapo la pantalla del televisor.
No le falta razón. Puedes llegar a su casa a cualquier hora del día o de la noche y encontrarte a Agus pegado al mismo asiento del sofá, rodeado de mandos a distancia y bolsas de patatas fritas. Homer Simpson es mucho más animado que Agus Sierra.
—Lo que pasa es que os aburrís mutuamente.
—Ojalá fuera tan sencillo —responde ella de forma enigmática—. Y dime, ¿vas a volver a ver a esa «buena persona»?
—Peter —puntualizo yo—, se llama Peter Lanzani. Y no, me figuro que no volveré a verle. A menos que otra vez tengamos citas simultáneas con nuestros respectivos abogados.
—Cualquier actividad simultánea me vendría bien estos días —suspira Cande—. ¿Sigues sin saber nada de Benjamin?
—Nada en absoluto. Según el abogado, debería pensar en contratar un detective privado para que lo localice.
—¡Ay, Lali! —mi amiga me coge de la mano.
—No me hables así o me echo a llorar.
—Dentro de poco todo este asunto se habrá arreglado y tendrás un nuevo empleo fabuloso y un hombre nuevo que será una buena persona.
—Sí. Mientras tanto, tendré que conformarme con un par de mocosos que necesitan ser sometidos a tortura.
Me levanto y me planto a Bruno a la cadera, aunque ya es demasiado grande para seguir cargando con él. Los hombres empiezan a dejarse querer a una edad muy temprana. Me despido de Cande con un beso.
—Di adiós a tita Cande.
Adioz a tita Cande —cecea Bruno.
—Lo traeré otra vez mañana para poder ir a esa entrevista de trabajo.
—Estupendo —dice Cande—. Aquí estaré. El mismo lugar, la misma mierda

4 comentarios:

  1. Ja ja, es deprimente la vida q llevan estas dos, espero q mejore! más!

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  2. Jajajaja de verdad que triste todo, pero aun asi me da risa jajaja

    Por dios...vaya vida, a ver si se encuentran y les pasa algo emocionante! jaja

    TTM!!

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  3. jajaja mal la vida de las 2 es muy deprimente
    la voy a seguir
    beso

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  4. Me encanta .como diría Torito:Así es la vida.

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