Hola!! Os traigo 3 capítulos para que veáis que soy una buena chica y luego no os quejéis! jajaja
Espero que os gusten!
Mas tarde mas!
Besos!!
Capítulo 9
La clase de baile al estilo country se llevaba a cabo en la sala
parroquial de la iglesia de St. Stephen, en Stony Stratford,
agradable y tranquilo pueblo de mercado a las afueras de la ciudad
que aún no había sido devorado por el constante e implacable
desarrollo urbanístico de Milton Keynes. A Peter le satisfizo darse
cuenta de que la sala estaba a oscuras, con la excepción de algunas
tímidas luces intermitentes y cubiertas de polvo que parecían haber
sido utilizadas por los asistentes a las reuniones sociales de la
parroquia desde finales de los años ochenta. En una sala así de
oscura nadie le reconocería, pensó él.
Para espanto de Peter, cuando su madre se quitó el abrigo dejó al
descubierto una falda vaquera y una blusa con más lentejuelas y
borlas de las que Peter jamás había visto en los alrededores de
Milton Keynes y, desde luego, en el número cuarenta y tres de
Desford Avenue. Si él mismo confiaba en que nadie le reconociera, su
madre, con semejante atuendo, tenía que albergar la misma esperanza.
Por lo general, Claudia se inclinaba hacia las faldas floreadas de
forma trapezoide, los collares de perlas y los escarpines con menos
de tres centímetros de tacón. En cuanto a las prendas de punto, la
rebeca era su pieza favorita. Sin embargo, en ese momento procedía a
enfundarse unas botas al estilo vaquero, blancas y con flecos, que
había sacado de una bolsa de los almacenes Debenhams. Peter se quedó
contemplando con horror a la desconocida que tenía frente a sí. No
era la mujer que él conocía y, en ocasiones, amaba. Para un ama de
casa de mediana edad y de una zona residencial de las afueras, la
imagen explosiva de Tammy Wynette no es precisamente la más
adecuada. ¿Así escapaba su madre del angustioso aburrimiento en que
consistía su vida? Sin poder evitarlo, Peter se estremeció.
La señora Lanzani, felizmente ignorante de los pensamientos de su
hijo, se puso a trotar por la estancia como si se tratara de la
compañera entrada en años de John Wayne. Saludaba a todos los
presentes como quien saluda a un amigo perdido mucho tiempo atrás,
mientras Peter la seguía, arrastrando los pies como un niño
enfurruñado.
Claudia llegó a una zona a oscuras al borde de la pista donde una
espantosa música country funcionaba a todo gas. Otros vejestorios
inadecuadamente ataviados con ropa del Medio Oeste norteamericano
practicaban algunos pasos a modo de calentamiento. La madre de Peter
sacó un sombrero tejano manchado de sudor y con olor a humedad y
empezó a cepillarlo.
—No —se negó él cuando Claudia se lo ofreció.
—No te vas a morir por adaptarte al ambiente —insistió ella.
—Ni hablar.
Peter podía asegurar, sin faltar a la verdad, que nunca había
pasado por un calvario semejante, con la excepción de la noche que
Eugenia le confesó su aventura con Axel Bone, el carnicero. También
había sido un mal trago
—Es demasiado grande.
—Es perfecto —refutó Claudia—. Y estás guapísimo.
A Peter le vino a la memoria que su madre había dicho lo mismo
acerca del uniforme escolar de su hijo el día que éste comenzó sus
estudios en el instituto de la zona. El uniforme también era varias
tallas grande, y había sido adquirido bajo la premisa de que algún
día Peter crecería y le sentaría bien, lo cual habría sido
posible en caso de que hubiera continuado asistiendo a clase hasta
los veintisiete años. El incidente del uniforme escolar hizo que
Peter se percatara por primera vez de que los adultos no siempre
decían la verdad. En la actualidad, igual que entonces, sabía que
no estaba guapísimo, ni mucho menos. Tenía pinta de gilipollas y,
peor aún, era consciente de ello.
Inevitablemente, los compases de No rompas más mi pobre corazón
empezaron a emerger del tocadiscos, tan viejo y decrépito como
su audiencia.
—Vamos, cariño. Ésta es mi preferida —su madre le cogió de la
mano y lo arrastró hasta la pista de baile.
—Pero, mamá, no tengo ni idea de lo que hay que hacer —protestó
Peter, presa del pánico.
—Sólo tienes que seguir a los demás —le instruyó Claudia.
Peter miró a su alrededor. Al menos era capaz de moverse más
deprisa que la mayoría. Sus caderas distaban mucho de estar
artríticas, pensó con cierto engreimiento mientras se unía a los
pasos sincronizados y las palmadas, escondido al fondo de la pista y
al extremo de una de las filas. A mitad de la canción, cuando, para
su consternación, empezaba a faltarle el aliento, una ancianita
ataviada con un atuendo vaquero rosa fosforescente se acercó hasta
él.
—No sabía que eras el hijo de Claudia —dijo entre jadeos la
arrugada señora de labios rojos y cejas negras mientras giraba
alrededor de Peter, dando una palmada de forma esporádica—. Me ha
costado reconocerte. Hay que ver lo que has crecido.
—¿Cuándo nos vimos por última vez? —resopló Peter.
La mujer dejó de golpear los talones unos instantes para detenerse a
reflexionar.
—En tu primer curso del colegio.
—O sea, que yo tenía cinco años.
—¡Madre mía, cómo vuela el tiempo!
Peter esbozó una sonrisa de cortesía.
«Cuando uno practica el baile country, no vuela en absoluto»,
masculló Peter para sí.
Capítulo 10
Éste es el momento que más trabajo me cuesta. Ha llegado la hora de
dormir y, como siempre, estoy completamente despabilada. Durante el
día estoy tan ocupada tratando de hacer carrera de mi vida que no me
queda tiempo para pensar en nuestros aprietos. Pero una vez en la
cama, me paso la madrugada dando vueltas mientras hago balance mental
de nuestro exiguo presupuesto y me pregunto qué será de nosotros si
esta semana tampoco me toca la lotería.
Allegra y Bruno están hechos un ovillo a mi lado, con sus
respectivos pulgares en la boca. Mi hija ejecuta una especie de baile
en sueños y mueve sus diminutos pies de forma irregular al son de
una música inexistente. Esta niña no deja de bailar en ningún
momento del día o de la noche, y confío en que no decida invertir
sus aptitudes en una profesión lucrativa de la única manera que por
el momento se me ocurre: ligera de ropa y colgada boca abajo de una
barra. No es eso lo que deseo para ella. Puede que algún día me
esfuerce por pagarle unas clases de ballet para animarla a que se
aparte de los peores excesos del bamboleo de caderas y el movimiento
de pelvis. La memoria me dice que el único tipo de baile que se veía
en televisión cuando yo tenía su edad era el del programa Bailemos
juntos, mucho más sosegado, si bien, en ocasiones, el equipo
latinoamericano de Leicester South resultaba manifiestamente lascivo.
Mi hijo, con el indestructible Doggy pegado a la cara, ronca
entre baboseos. A pesar de mis aseveraciones nocturnas con respecto a
que tienen que dormir en su propia habitación, indefectiblemente se
las ingenian para convencerme de lo contrario y los tres nos
acurrucamos en mi cama doble, lo que, a pesar de mis airadas
protestas, me ofrece una pizca de consuelo. En lo más recóndito de
mi alma sé que no existe nada más deprimente que dormir sola en una
cama doble. Y ha pasado bastante tiempo desde que esta misma cama fue
testigo de cualquier forma de atletismo sexual. En realidad, desde la
última y brevísima visita de Benjamin. Estos días, como ya me he
lamentado con anterioridad, mis relaciones más apasionadas se
producen con el chardonnay barato y el chocolate.
Conservo una foto de mi ex marido en la mesilla de noche, aunque no
entiendo por qué, la verdad. Es como no quitarte una espina del dedo
o seguir llevando unos zapatos que te hacen ampolla en los talones.
Por una parte, es para recordar a mis hijos que, en efecto, tienen un
padre, por muy ausente que esté. Y, supongo yo, la otra razón es
recordarme a mí misma lo mal nacido que es Benjamin y las muchas
veces que nos ha engañado.
Alargo la mano y acaricio el cristal que protege del polvo su
sonriente semblante. El muy canalla está como un tren, y me figuro
que ése ha sido siempre uno de los problemas: otras muchas mujeres
ingenuas como yo le encontraban también guapo a rabiar. Además, por
desgracia, los ojos errantes de mi ex pareja sólo encontraban
competencia en sus piernas, en igual medida errantes. Me ha
abandonado más veces de las que quiero acordarme y, tonta como soy,
siempre le dejo que vuelva.
Allegra empieza a cantar en sueños: «Vamos, Britney, pierde el
control...».
—Chiss. Chiss.
Aliso los mechones rebeldes de su hermoso cabello rubio y recibo una
patada en la espinilla como agradecimiento.
Me preocupa que, al hacerse mayores, mis hijos se conviertan en
delincuentes juveniles, de lo que según las estadísticas existen
muchas más probabilidades por el simple hecho de que su padre es
incapaz de mantener sus partes pudendas dentro de los pantalones.
Francamente, me parece injusto. Si Benjamin hubiera dejado de
perseguir a toda tía buena que se le ponía por delante y se hubiera
quedado en casa leyendo cuentos a Allegra y jugando al fútbol con
Bruno, con el paso del tiempo los niños podrían convertirse en
ingenieros aeronáuticos o en economistas. Por otro lado, es más
factible que Allegra acabe siendo bailarina en un club de alterne o
limpiadora de oficinas, y Bruno seguramente terminará fabricando
absurdas piezas de plástico en una ruinosa industria de por ahí.
Éstos son los asuntos que me mantienen despierta por las noches,
aunque es cierto que no se debe prestar atención a las estadísticas.
¿Acaso no existe un estudio que asegura que antes del año 2023
todos los habitantes del planeta serán imitadores de Elvis Presley?
¿Cómo es posible? Ni siquiera tengo un mono blanco con lentejuelas,
y no me veo comprándome uno sólo para convertirme en una cifra más.
No es que carezca de aspiraciones con respecto a mis hijos, lo que
pasa es que motivarles sin ayuda de nadie resulta mucho más
agotador. A veces, cuando voy al colegio a entrevistarme con los
profesores de Allegra, me da la impresión de que ya la han dado por
perdida debido a sus circunstancias familiares. Y eso que no debe de
ser la única en la misma situación, digo yo. En mi opinión, no es
que los niños procedentes de familias desestructuradas no puedan
completar sus estudios con tanto éxito como los que proceden de
familias «normales», si es que existe tal cosa; lo que ocurre es
que los profesores ya no saben enseñar como es debido. En mis
tiempos, las clases no consistían en sentarse en grupos y ponerse a
parlotear hasta hartarse. Y apuesto que si Allegra tiene la
oportunidad de elegir entre aprender algo constructivo y charlar con
Stephanie Fisher sobre el último tono de sombra de ojos de Pearly
Girly, la sombra de Pearly Girly ganará por goleada.
Tal vez debería hacer un esfuerzo y regresar al amplio mundo a
buscar un padre de repuesto para mis hijos. Una persona amable y
generosa. Una persona con los ojos azules como el cielo de verano.
Una buena persona. De hecho, una persona como el hombre que he
conocido hoy en el bufete de abogados.
Con este pensamiento, destinado a mantenerme despierta otras cuantas
horas, coloco la foto de Benjamin boca abajo. Con la esperanza de que
mis palabras se desplacen a través del éter hasta mi irresponsable
marido, pregunto en voz alta:
—¿Dónde te has metido, cabrón?
Son dos almas solitarias luchando por salir adelante,no veo el momento en q sus caminos vuelvan a cruzarse!JAJA
ResponderEliminarson tan deprimentes los pobres.....
ResponderEliminarojalá les salga una bien!! un poquito de vidilla no les vendría mal...jaja
TTM
De acuerdo con Lina y con Vero,jajaja.Me imagino a Peter en el baile ,y no puedo parar d reir.Lali lo tiene aún mas crudo,y a Benjamín mejor perderlo k encontrarlo.
ResponderEliminarMAS
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