"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

domingo, 8 de julio de 2012

Capitulos 9 y 10


Hola!! Os traigo 3 capítulos para que veáis que soy una buena chica y luego no os quejéis! jajaja
Espero que os gusten!
Mas tarde mas!
Besos!!

Capítulo 9

La clase de baile al estilo country se llevaba a cabo en la sala parroquial de la iglesia de St. Stephen, en Stony Stratford, agradable y tranquilo pueblo de mercado a las afueras de la ciudad que aún no había sido devorado por el constante e implacable desarrollo urbanístico de Milton Keynes. A Peter le satisfizo darse cuenta de que la sala estaba a oscuras, con la excepción de algunas tímidas luces intermitentes y cubiertas de polvo que parecían haber sido utilizadas por los asistentes a las reuniones sociales de la parroquia desde finales de los años ochenta. En una sala así de oscura nadie le reconocería, pensó él.
Para espanto de Peter, cuando su madre se quitó el abrigo dejó al descubierto una falda vaquera y una blusa con más lentejuelas y borlas de las que Peter jamás había visto en los alrededores de Milton Keynes y, desde luego, en el número cuarenta y tres de Desford Avenue. Si él mismo confiaba en que nadie le reconociera, su madre, con semejante atuendo, tenía que albergar la misma esperanza. Por lo general, Claudia se inclinaba hacia las faldas floreadas de forma trapezoide, los collares de perlas y los escarpines con menos de tres centímetros de tacón. En cuanto a las prendas de punto, la rebeca era su pieza favorita. Sin embargo, en ese momento procedía a enfundarse unas botas al estilo vaquero, blancas y con flecos, que había sacado de una bolsa de los almacenes Debenhams. Peter se quedó contemplando con horror a la desconocida que tenía frente a sí. No era la mujer que él conocía y, en ocasiones, amaba. Para un ama de casa de mediana edad y de una zona residencial de las afueras, la imagen explosiva de Tammy Wynette no es precisamente la más adecuada. ¿Así escapaba su madre del angustioso aburrimiento en que consistía su vida? Sin poder evitarlo, Peter se estremeció.
La señora Lanzani, felizmente ignorante de los pensamientos de su hijo, se puso a trotar por la estancia como si se tratara de la compañera entrada en años de John Wayne. Saludaba a todos los presentes como quien saluda a un amigo perdido mucho tiempo atrás, mientras Peter la seguía, arrastrando los pies como un niño enfurruñado.
Claudia llegó a una zona a oscuras al borde de la pista donde una espantosa música country funcionaba a todo gas. Otros vejestorios inadecuadamente ataviados con ropa del Medio Oeste norteamericano practicaban algunos pasos a modo de calentamiento. La madre de Peter sacó un sombrero tejano manchado de sudor y con olor a humedad y empezó a cepillarlo.
—No —se negó él cuando Claudia se lo ofreció.
—No te vas a morir por adaptarte al ambiente —insistió ella.
—Ni hablar.
Peter podía asegurar, sin faltar a la verdad, que nunca había pasado por un calvario semejante, con la excepción de la noche que Eugenia le confesó su aventura con Axel Bone, el carnicero. También había sido un mal trago
—Es demasiado grande.
—Es perfecto —refutó Claudia—. Y estás guapísimo.
A Peter le vino a la memoria que su madre había dicho lo mismo acerca del uniforme escolar de su hijo el día que éste comenzó sus estudios en el instituto de la zona. El uniforme también era varias tallas grande, y había sido adquirido bajo la premisa de que algún día Peter crecería y le sentaría bien, lo cual habría sido posible en caso de que hubiera continuado asistiendo a clase hasta los veintisiete años. El incidente del uniforme escolar hizo que Peter se percatara por primera vez de que los adultos no siempre decían la verdad. En la actualidad, igual que entonces, sabía que no estaba guapísimo, ni mucho menos. Tenía pinta de gilipollas y, peor aún, era consciente de ello.
Inevitablemente, los compases de No rompas más mi pobre corazón empezaron a emerger del tocadiscos, tan viejo y decrépito como su audiencia.
—Vamos, cariño. Ésta es mi preferida —su madre le cogió de la mano y lo arrastró hasta la pista de baile.
—Pero, mamá, no tengo ni idea de lo que hay que hacer —protestó Peter, presa del pánico.
—Sólo tienes que seguir a los demás —le instruyó Claudia.
Peter miró a su alrededor. Al menos era capaz de moverse más deprisa que la mayoría. Sus caderas distaban mucho de estar artríticas, pensó con cierto engreimiento mientras se unía a los pasos sincronizados y las palmadas, escondido al fondo de la pista y al extremo de una de las filas. A mitad de la canción, cuando, para su consternación, empezaba a faltarle el aliento, una ancianita ataviada con un atuendo vaquero rosa fosforescente se acercó hasta él.
—No sabía que eras el hijo de Claudia —dijo entre jadeos la arrugada señora de labios rojos y cejas negras mientras giraba alrededor de Peter, dando una palmada de forma esporádica—. Me ha costado reconocerte. Hay que ver lo que has crecido.
—¿Cuándo nos vimos por última vez? —resopló Peter.
La mujer dejó de golpear los talones unos instantes para detenerse a reflexionar.
—En tu primer curso del colegio.
—O sea, que yo tenía cinco años.
—¡Madre mía, cómo vuela el tiempo!
Peter esbozó una sonrisa de cortesía.
«Cuando uno practica el baile country, no vuela en absoluto», masculló Peter para sí.

Capítulo 10

Éste es el momento que más trabajo me cuesta. Ha llegado la hora de dormir y, como siempre, estoy completamente despabilada. Durante el día estoy tan ocupada tratando de hacer carrera de mi vida que no me queda tiempo para pensar en nuestros aprietos. Pero una vez en la cama, me paso la madrugada dando vueltas mientras hago balance mental de nuestro exiguo presupuesto y me pregunto qué será de nosotros si esta semana tampoco me toca la lotería.
Allegra y Bruno están hechos un ovillo a mi lado, con sus respectivos pulgares en la boca. Mi hija ejecuta una especie de baile en sueños y mueve sus diminutos pies de forma irregular al son de una música inexistente. Esta niña no deja de bailar en ningún momento del día o de la noche, y confío en que no decida invertir sus aptitudes en una profesión lucrativa de la única manera que por el momento se me ocurre: ligera de ropa y colgada boca abajo de una barra. No es eso lo que deseo para ella. Puede que algún día me esfuerce por pagarle unas clases de ballet para animarla a que se aparte de los peores excesos del bamboleo de caderas y el movimiento de pelvis. La memoria me dice que el único tipo de baile que se veía en televisión cuando yo tenía su edad era el del programa Bailemos juntos, mucho más sosegado, si bien, en ocasiones, el equipo latinoamericano de Leicester South resultaba manifiestamente lascivo.
Mi hijo, con el indestructible Doggy pegado a la cara, ronca entre baboseos. A pesar de mis aseveraciones nocturnas con respecto a que tienen que dormir en su propia habitación, indefectiblemente se las ingenian para convencerme de lo contrario y los tres nos acurrucamos en mi cama doble, lo que, a pesar de mis airadas protestas, me ofrece una pizca de consuelo. En lo más recóndito de mi alma sé que no existe nada más deprimente que dormir sola en una cama doble. Y ha pasado bastante tiempo desde que esta misma cama fue testigo de cualquier forma de atletismo sexual. En realidad, desde la última y brevísima visita de Benjamin. Estos días, como ya me he lamentado con anterioridad, mis relaciones más apasionadas se producen con el chardonnay barato y el chocolate.
Conservo una foto de mi ex marido en la mesilla de noche, aunque no entiendo por qué, la verdad. Es como no quitarte una espina del dedo o seguir llevando unos zapatos que te hacen ampolla en los talones. Por una parte, es para recordar a mis hijos que, en efecto, tienen un padre, por muy ausente que esté. Y, supongo yo, la otra razón es recordarme a mí misma lo mal nacido que es Benjamin y las muchas veces que nos ha engañado.
Alargo la mano y acaricio el cristal que protege del polvo su sonriente semblante. El muy canalla está como un tren, y me figuro que ése ha sido siempre uno de los problemas: otras muchas mujeres ingenuas como yo le encontraban también guapo a rabiar. Además, por desgracia, los ojos errantes de mi ex pareja sólo encontraban competencia en sus piernas, en igual medida errantes. Me ha abandonado más veces de las que quiero acordarme y, tonta como soy, siempre le dejo que vuelva.
Allegra empieza a cantar en sueños: «Vamos, Britney, pierde el control...».
—Chiss. Chiss.
Aliso los mechones rebeldes de su hermoso cabello rubio y recibo una patada en la espinilla como agradecimiento.
Me preocupa que, al hacerse mayores, mis hijos se conviertan en delincuentes juveniles, de lo que según las estadísticas existen muchas más probabilidades por el simple hecho de que su padre es incapaz de mantener sus partes pudendas dentro de los pantalones. Francamente, me parece injusto. Si Benjamin hubiera dejado de perseguir a toda tía buena que se le ponía por delante y se hubiera quedado en casa leyendo cuentos a Allegra y jugando al fútbol con Bruno, con el paso del tiempo los niños podrían convertirse en ingenieros aeronáuticos o en economistas. Por otro lado, es más factible que Allegra acabe siendo bailarina en un club de alterne o limpiadora de oficinas, y Bruno seguramente terminará fabricando absurdas piezas de plástico en una ruinosa industria de por ahí. Éstos son los asuntos que me mantienen despierta por las noches, aunque es cierto que no se debe prestar atención a las estadísticas. ¿Acaso no existe un estudio que asegura que antes del año 2023 todos los habitantes del planeta serán imitadores de Elvis Presley? ¿Cómo es posible? Ni siquiera tengo un mono blanco con lentejuelas, y no me veo comprándome uno sólo para convertirme en una cifra más.
No es que carezca de aspiraciones con respecto a mis hijos, lo que pasa es que motivarles sin ayuda de nadie resulta mucho más agotador. A veces, cuando voy al colegio a entrevistarme con los profesores de Allegra, me da la impresión de que ya la han dado por perdida debido a sus circunstancias familiares. Y eso que no debe de ser la única en la misma situación, digo yo. En mi opinión, no es que los niños procedentes de familias desestructuradas no puedan completar sus estudios con tanto éxito como los que proceden de familias «normales», si es que existe tal cosa; lo que ocurre es que los profesores ya no saben enseñar como es debido. En mis tiempos, las clases no consistían en sentarse en grupos y ponerse a parlotear hasta hartarse. Y apuesto que si Allegra tiene la oportunidad de elegir entre aprender algo constructivo y charlar con Stephanie Fisher sobre el último tono de sombra de ojos de Pearly Girly, la sombra de Pearly Girly ganará por goleada.
Tal vez debería hacer un esfuerzo y regresar al amplio mundo a buscar un padre de repuesto para mis hijos. Una persona amable y generosa. Una persona con los ojos azules como el cielo de verano. Una buena persona. De hecho, una persona como el hombre que he conocido hoy en el bufete de abogados.
Con este pensamiento, destinado a mantenerme despierta otras cuantas horas, coloco la foto de Benjamin boca abajo. Con la esperanza de que mis palabras se desplacen a través del éter hasta mi irresponsable marido, pregunto en voz alta:
—¿Dónde te has metido, cabrón?

4 comentarios:

  1. Lina (@Lina_AR12)8 de julio de 2012, 15:37

    Son dos almas solitarias luchando por salir adelante,no veo el momento en q sus caminos vuelvan a cruzarse!JAJA

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  2. son tan deprimentes los pobres.....

    ojalá les salga una bien!! un poquito de vidilla no les vendría mal...jaja

    TTM

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  3. De acuerdo con Lina y con Vero,jajaja.Me imagino a Peter en el baile ,y no puedo parar d reir.Lali lo tiene aún mas crudo,y a Benjamín mejor perderlo k encontrarlo.

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