Capítulo 15
Peter se introdujo a la fuerza la última cucharada del pantagruélico
postre que su madre había servido al final de una cena también
pantagruélica. Pensó que en cuanto se mudara a una casa propia la
lechuga y el yogur volverían a disfrutar de un lugar privilegiado en
el menú. Jamás se le había pasado por la imaginación que pudiera
llegar a echar de menos el requesón. Aunque, por otra parte, jamás
se le había pasado por la imaginación que él y Eugenia se fueran a
divorciar al poco tiempo de comprometerse «para siempre».
Claudia esbozó una sonrisa al contemplar el plato vacío de su hijo.
—Buen chico.
—Gracias, mamá —Peter retiró el paño de cocina que llevaba
remetido al cuello, el que su madre se había empeñado en que se
pusiese como protección ante su falta de delicadeza a la hora de
comer.
—¿Ves? —observó Claudia—. Tanto aspaviento por ponértelo y
no tienes ni una sola mancha de natillas en esa camisa tan bonita.
—Sí, es verdad. Ha sido una idea espléndida. Una auténtica
inspiración —Peter consultó su reloj—. Tengo que ponerme en
marcha.
Su madre frunció el ceño.
—¿A qué hora volverás?
—Tarde —respondió Peter—. Muy tarde.
—Te esperaré despierta —se ofreció ella mientras retiraba la
vajilla de la mesa y le arrebataba el plato de postre a su marido
antes de que éste hubiera terminado.
—No hace falta, tengo llave.
—Martin, dile algo.
Su padre levantó los ojos del hueco donde había estado su plato de
postre sin articular palabra. Por lo general, el padre de Peter no
hablaba. Tras una vida entera de crítica constante, había llegado a
la conclusión de que el silencio era la mejor política. En los
viejos tiempos cuando, según Peter recordaba, su padre expresaba su
parecer, Claudia solía señalar de forma contundente que estaba
equivocado. Si no se utilizan los músculos con regularidad,
sencillamente, se atrofian. Y el músculo que servía para expresar
las opiniones de Martin Lanzani se había echado a perder mucho
tiempo atrás.
—Escucha a tu padre.
Peter se tragó la réplica de que ella jamás le escuchaba. En
cambio, respondió:
—Todo irá bien. Te preocupas demasiado. Ya soy mayorcito, sé
cuidar de mí mismo.
Los ojos de su madre empezaron a cuajarse de lágrimas.
—Estás guapísimo.
—Gracias —Peter pensó que ojalá que todas aquellas mujeres
disolutas que estaba a punto de conocer opinaran lo mismo.
Claudia ahogó un sollozo en su pañuelo.
—Se te ve tan vulnerable...
—¡Mamá!
—Promete a tu madre que no hablarás con mujeres desconocidas.
—De eso se trata precisamente. Como dice Nico, cuanto más
desconocidas mejor.
—Díselo, Martin.
Peter y su padre intercambiaron una mirada, aunque este último
tampoco dedicó ninguna perla de sabiduría a su hijo, a punto de
lanzarse a la aventura.
—¿Qué vais a hacer vosotros esta noche?
—Tu padre va a lavar los platos mientras yo veo ¿Quién quiere
ser millonario? —Claudia miró a su marido como dando a
entender que a ella le encantaría.
Tal vez fuera preferible una noche de desenfreno con Nico. Eugenia y
él podrían haber llegado a la misma situación pasados unos años,
y se preguntó cuándo habría comenzado la insatisfacción por parte
de su mujer. Por otro lado, Eugenia no era de esa clase de personas a
quienes les gusta salir a discotecas; además, el vino tenía
demasiadas calorías. Empezó a reflexionar cómo pasaría ahora su
ex las noches con su nuevo novio, pero enseguida cayó en la cuenta
de que, en realidad, prefería no pensarlo.
—No me esperes despierta. ¡Ni se te ocurra! —ordenó a su
madre—. Si veo una sola luz encendida, le diré al taxista que siga
dando vueltas hasta que se apague.
—Tu padre puede ir a recogerte.
—Cogeré un taxi.
—¡Mira que eres tonto! —le amonestó su madre.
Peter le dio un beso en la mejilla. Claudia le ponía los nervios de
punta, desde luego; pero era su madre, y gracias a su excesiva
dedicación para con su hijo, él había disfrutado de esa clase de
infancia llena de mimos que en los tiempos que corrían sólo parecía
existir en los libros de Enid Blyton. Fue al alcanzar la madurez
cuando se familiarizó con el concepto «decepción». Hasta
entonces, sus veranos habían consistido en periodos idílicos que
pasaba junto a Nico en un ciclo interminable de sol, ciclismo y
natación; de sándwiches de carne en conserva y limonada. En
realidad, la vida había sido perfecta hasta que las chicas hicieron
su entrada, de lo que Nico también tuvo la culpa. Su mejor amigo
incluso llegó a orquestar la pérdida de la virginidad de Peter con
Patricia Kemp, y luego insistió en un exhaustivo informe del
acontecimiento, algo que Patricia jamás llegó a perdonar, sobre
todo después de que Nico compartiera la desfloración de su amigo
con la clase de 5º B al completo. Y ahora Peter iba a permitir que
su colega volviera a entrometerse en su vida amorosa. ¿Es que no iba
a aprender nunca?
Una vez en el vestíbulo, se enfundó la americana. ¿Sería el
atuendo adecuado para una discoteca? ¿Debería haber acudido a una
sucursal de Ted Baker a comprarse ropa más moderna, o eso habría
sido típico de un divorciado entrado en años que ponía demasiado
interés?
Su padre le siguió y, después de cerrar tras de sí la puerta del
comedor, le colocó una mano sobre el hombro.
—Quiero hablar contigo de hombre a hombre.
—Estupendo —respondió Peter.
¿No era un poco tarde para semejante conversación? ¿Acaso la
información que los padres dan a los hijos no habría sido más útil
a los quince años, y no dos décadas después?
—Yo, en tu lugar —susurró Martin en tono confidencial—,
agarraría a la primera chica que se me pusiera por delante y le
echaría un polvo detrás de otro hasta dejarla inconsciente.
—Lo tendré en cuenta —repuso Peter.
Su padre le dio una palmada en la espalda y se encaminó a la cocina.
Peter, que no cabía en sí de asombro, observó la batida en
retirada. Acto seguido, se miró al espejo.
—Confiemos por mi bien en que esa chica sea Kylie Minogue, y no la
vieja señora Hooper, la vecina de al lado.
Se escuchó el pitido de un claxon. Peter se asomó a la ventana y
comprobó que su taxi acababa de detenerse; llegaba justo a tiempo.
Salió disparado por la puerta antes de que sus padres pudieran
infligirle mayores daños emocionales con sus respectivas y
particulares versiones de los buenos consejos. Junto al taxi,
aguardando con paciencia en la calle, se hallaba la pila de chatarra
que antes había pertenecido a la pareja de ancianos. Peter se sintió
un tanto canalla por no llevarse consigo aquel cacharro —por el que
había desarrollado un enfermizo apego sentimental—, pero lo cierto
era que no podía describirse en manera alguna como un imán para las
chicas. Cualquier mujer con un mínimo de amor propio echaría a
correr con sólo ponerle la vista encima. Claro, que cualquier
vendedor de coches con un mínimo de amor propio habría hecho lo
mismo. Al día siguiente, Peter tendría que elegir un vehículo más
adecuado entre los que tenía a la venta. Tal vez le pidiera a Lali
que se encargara de escogerlo. La idea le hizo sonreír.
Avanzó a saltos hasta el taxi y justo en ese momento la anciana
señora Hooper se asomaba, renqueante, a su puerta principal para
colocar los envases de leche vacíos en el escalón de la entrada.
—Hola, Nicholas —dijo, elevando la voz.
—¡Señora Hooper! —Peter la saludó con un amistoso gesto de la
mano mientras desaparecía en el interior del taxi.
«Estas cosas sólo me pasan a mí», masculló para sus adentros.
Capítulo 16
Estoy tumbada en la bañera, tratando de mentalizarme para mi noche
de juerga con Cande. No recuerdo cuando fuimos juntas a una discoteca
por última vez; por consiguiente, también se me ha olvidado lo que
el proceso de mentalización implica. Cuando éramos jóvenes nos
pasábamos el día arreglándonos y acicalándonos como preparación
para las actividades nocturnas. Hay que ver a lo que me ha conducido
semejante actitud: dos padres desaparecidos y una falta de liquidez
permanente.
—Mamá, ¿no eres ya muy vieja para ir a discotecas?
—Sí —respondo a mi encantadora hija—. Muchas gracias por
recordármelo.
También trato de prepararme espiritualmente para una noche de fiesta
con el acompañamiento de un solo de tambor por parte de Bruno. Por
mucho que quiera a mi hijo, no puedo decir que esté dotado para la
música. Allegra baila al son del tambor. Recuerdo que Cande y yo
danzábamos al ritmo de A-Ha, KC and the Sunshine Band y Bananarama.
Empleábamos tres horas e igual número de botes de laca Silvikrin en
conseguir que nuestro pelo adquiriera la rigidez necesaria para que
nos vieran en público. Yo trataba de parecerme a Kim Wilde, mientras
que Cande —por razones que sólo ella conocía— se esforzaba por
dar la imagen de Sheena Easton. Cuando vuelvo la vista atrás,
aquellos días se me presentan despreocupados, libres de tensiones, y
jamás imaginé que mi vida se iba a desarrollar de esta manera. Al
contrario, me veía casada con Morten Harket o con uno de los
miembros de Duran Duran —John Taylor, a ser posible—. Chicos:
siempre han sido mi perdición.
—La madre de Stephanie Fisher no va a las discotecas.
Pero es que la madre de Stephanie Fisher es una fastidiosa ama de
casa que hornea bizcochos caseros y prepara sus propias bolsas de
cumpleaños. No expreso esta opinión, pues quiero evitar que mi hija
crezca sin respetar a sus mayores, incluso aunque algunos sean unos
pelmazos de tomo y lomo.
—¿No te alegras de que todavía me apetezca pasármelo bien?
Allegra reflexiona antes de contestar:
—Podría enseñarte unos pasos de baile para que no hagas el
ridículo.
—De acuerdo, adelante.
Cualquier cosa por mantenerla callada. Ahora bien, tengo la firme
intención de hacer el ridículo esta noche, ya que puede transcurrir
mucho tiempo hasta que vuelva a tener la oportunidad. Vamos a ir a un
espantoso local frecuentado por empleados de oficina donde se lleva a
cabo un mercadeo de carne fresca. Además, el precio de las copas es
excesivo y la música suena a tal volumen que resulta imposible
entablar una conversación. Creo que me va a horrorizar, lo que es un
signo evidente de que me estoy haciendo mayor antes de tiempo.
—Bruno, toca: Oops!
I Did It Again, la canción de Britney
Spears —decreta su hermana.
Bruno nunca pierde un redoble, ni siquiera lo cambia: se limita a
tocarlo más fuerte. Mucho más fuerte. Oops! I Did It Again
parece tener exactamente la misma melodía que En la granja de
Pepito. Es curioso. No me había dado cuenta hasta ahora.
Renuncio a tratar de relajarme y me hundo entre la espuma de mi gel
de baño barato, de la línea blanca de los supermercados Tesco. Me
muero por usar un gel de marca —de Jo Malone o algo parecido— que
desprenda olor a nardos, además de crema para el cuerpo con
minerales marinos esenciales y escamas de oro, a unas ciento diez
libras por bote. Ésa es la vida que yo quiero.
Mi hija se lanza a ejecutar giros, vueltas y sacudidas que resultan
de lo más indecente para una niña de tan corta edad. En serio,
tengo que hacer algo con su tendencia a bailar al estilo de Spearmint
Rhino, y debería demandar a Los 40 principales por los
destrozos que provocan en mis muebles y paredes. Voy a tener que
alimentar a mis hijos a base de judías con tomate y tostadas durante
el resto de la semana para poder financiar el despilfarro de esta
noche. Mientras los redobles de Bruno me provocan dolor de cabeza, me
pregunto si será demasiado pronto para pedirle a Peter un adelanto
de sueldo.
Chicas! Solo paso para dejar los capitulos y deciros GRACIAS por las firmas! Perdon por no avisar por twitter!!! Espero que os guste!! Firmen mucho!!!!
Besos! Las quiero!!!!
Lo de peter es deprimente y lali sin palabras más!
ResponderEliminarEs verdad lo de peter es deprimente me ha hecho gracia el comentario de su padre!!
EliminarNo se sabe lo que puede salir de las noches de estos dos, necesitan algo que los anime un poquito!!
ResponderEliminarTe amo hermanilla!!!
Siempre quiero mas!
Mas nove!!!!
ResponderEliminarSon un roto para un descosido,jajaja,se necesitan mutuamente,no se complementan,son exactamente iguales.
ResponderEliminarApuesto a q se encuentran en el boliche!
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