Estoy tumbada en la cama de Bruno, tratando de interesar a mi hijo en el concepto del sueño. Me he pasado una hora leyéndole un cuento y por fin empieza a entornar los ojos, mientras que los míos llevan los últimos cincuenta y nueve minutos intentando mantenerse abiertos. He estado muy cerca de forzarle a la inconsciencia con uno de los innumerables peluches que necesita para apaciguar sus terrores nocturnos. El pobrecillo nunca tuvo problemas de sueño antes de que Benjamin se marchara, y a menudo me pregunto si ambas circunstancias guardan relación.
En el mismo instante en que Bruno
empieza a quedarse dormido, Allegra entra por la puerta armando
escándalo y se deja caer sobre la cama de su hermano, lo que provoca
que éste vuelva a abrir los ojos de par en par.
—Me aburro —anuncia Allegra.
—Eres demasiado pequeña para
aburrirte.
—¿No te aburres tú a veces, mamá?
Nunca sales.
—Porque soy vieja y pobre, y tengo
dos hijos protestones.
Allegra aprieta a Doggy contra
su pecho y, con los pulgares, juguetea con una oreja de trapo comida
por las polillas. Doggy es la criatura más repugnante que
existe sobre la faz de la Tierra. Cualquier parecido con un perro de
verdad desapareció mucho tiempo atrás, pues a lo largo de los años
la lavadora se ha encargado de acabar con el relleno del peluche. En
su origen, Allegra era la propietaria de Doggy. Tanto lo
quería que no tardó en olvidarlo. Más tarde, Bruno estableció con
el animalito un vínculo igualmente insalubre. El peluche ha perdido
el pelaje y los dos ojos, y donde debería estar la boca se aprecia
un agujero de tamaño considerable. Desde hace ya tiempo, tengo que
lavarlo a mano, porque un viaje más a la lavadora sería la puntilla
para este canino.
Hace algunos años, Benjamin y yo
llevamos a los niños de vacaciones a Devon —un lujo poco frecuente
y muy anhelado—. Cuando llegamos a la húmeda y sombría casa de
campo —que en el folleto aparecía rodeada de rosas, claro está—,
descubrimos por los gritos de histeria de ambos retoños que nos
habíamos olvidado de Doggy. Esa misma noche, Benjamin
recorrió en coche el camino de vuelta a casa para recuperar el
repulsivo animal con objeto de asegurarse de que el resto de nuestras
vacaciones no estuviera marcado por escenas de llanto y noches en
vela. Sucedió en los idílicos días en que éramos relativamente
felices y Benjamin atravesaba un inaudito periodo en el que estaba
dispuesto a conducir la noche entera con tal de ofrecer consuelo a su
mujer y sus hijos. Últimamente me he cuestionado si el incidente de
Doggy contribuyó de alguna manera, por mínima que fuera, al
fracaso de nuestro matrimonio. Y es que a menudo me pregunto cuál
fue la causa de la ruptura. Además de la incapacidad de Benjamin
para enfrentarse a sus responsabilidades o para serme fiel, se
entiende.
Como si me leyera la mente, Allegra
suelta de sopetón:
—¿Sabes algo de papá?
Se refiere a Benjamin, ya que se trata
del único padre que ha conocido. Sabe que no es su padre verdadero,
porque ya me encargué de pasar por el doloroso trance de
explicárselo cuando me pareció que era lo bastante mayor para
comprenderlo, pero nunca ha vuelto a sacar a relucir el tema del
progenitor ausente y hasta ahora me las he arreglado para eludir el
asunto satisfactoriamente. Temo el día en el que Allegra decida que
quiere reunirse con su auténtico padre, aunque él jamás haya
mostrado el más mínimo interés hacia su hija. ¿Por qué la vida
tiene que ser tan complicada?
Me acurruco en la cama junto a Allegra
y Bruno y acaricio el cabello rubio de mi pequeña. Es la viva imagen
de Pablo, su padre biológico, mientras que Bruno es más bien como
Benjamin. Tanto en el físico como en el carácter, sospecho yo.
—No, cariño, no sé nada.
—A veces lo echo de menos —dice
Allegra, introduciéndose el pulgar en la boca.
—Ya lo sé.
Yo también lo echo de menos a veces,
pero con el transcurso de los meses esas ocasiones son cada vez más
escasas. Es más, la mayor parte del tiempo el hecho de que ya no
forme parte de nuestras vidas me supone un gran alivio.
—¿Puedo llamar a Stephanie?
—Te has pasado el día con ella en el
colegio, y todo el rato no habéis hecho otra cosa que hablar. ¿Qué
más tenéis que contaros?
—Está enamorada de Oliver Powell.
—¡Hombres!
—No tardaré, mamá, te lo prometo.
—Diez minutos. Máximo. Si no, tendré
que atracar un banco para pagar la factura del teléfono y os
internarán en un centro de menores.
Allegra sonríe y me da un beso.
—¡Qué tonterías dices!
—Quiero acostarme pronto, Allegra.
Mañana tengo una entrevista de trabajo, muy importante.
Mi hija sale brincando de la
habitación.
—Bueno —le digo yo a nadie en
particular—, es la única entrevista que tengo.
Allegra asoma la cabeza por la puerta.
—Lo conseguirás, mamá. Eres súper
guay.
Mi hija desaparece otra vez para
enfrascarse en una conversación sobre la incipiente vida amorosa de
Stephanie Fisher. Además del encuentro con su padre de verdad, temo
el momento en el que Allegra decida ampliar a fondo su floreciente
interés por el sexo contrario. ¡Sólo tiene diez años, por todos
los santos! Pero hoy en día las niñas se comprometen y se quedan
embarazadas antes de los doce años, si es que uno está dispuesto a
creerse lo que dicen los medios de comunicación. Seguro que a su
edad a mí me atraían más las muñecas y el juego de la pídola.
Ahora no tienen tanta suerte. Saben mucho más de lo que les
conviene. No quiero que Allegra tenga novio hasta que cumpla
veintiuno, como pronto. Y a ser posible, una vez que se haya marchado
de casa, de manera que yo no me entere de lo que se trae entre manos.
Soy de la opinión de que el refrán «Ojos que no ven, corazón que
no siente» es rigurosamente cierto en lo que respecta a las
relaciones amorosas de una hija. Estoy convencida de que no me
preocuparé de Bruno ni la mitad. Mi hijo se dedicará a destrozar
corazones, en vez de que le destrocen el suyo. Así funciona el
mundo.
En cualquier caso, ahora no puedo
pensar en eso, mi entrevista de trabajo requiere toda mi atención.
Bruno, tumbado a mi lado, se despierta.
—Cuento, mami.
Abro el libro otra vez y comprendo que
me espera otra hora entera de patos, perros y qué sé yo. Tiempo
atrás, les leía los cuentos de una manera emocionante y animada,
pero pronto descubrí que sólo servía para que los niños
mantuvieran la atención con los ojos bien abiertos. Ahora leo las
historias con el tono aburrido y monótono que los políticos
reservan para la sesión de preguntas al primer ministro. No es que
me moleste pasar este rato con Bruno, pero quería prepararme un poco
para la entrevista, aunque no tengo ni idea de cómo hacerlo. Lo más
probable es que me ponga a planchar una falda muy, muy corta.
Es la fiel realidad de una madre sola con sus hijos,me sonó tan real,pero espero q esa entrevista le cambie la vida...acaso sea donde trabaja Peter?Q intriga!
ResponderEliminarDios!!!! en serio!!! los pobres necesitan algo de suerte!! podrían ayudarse mutuamente!
ResponderEliminarQuiero reencuentro!!
Te amo hermanillaaaa!!
Esto dos son un roto para un descocido!! je1 espero más!
ResponderEliminarVaya vida k les tocó a los dos,d veras k se complementan.
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