Capítulos dedicados a Lina por ser la primera que firmó!
A partir de ahora subiré capítulos de dos en dos porque sino se quedan muy cortos.
Espero que os guste! Besos
Capítulo 11
El dormitorio de Peter no había cambiado desde que él tenía
catorce años, y se preguntó si alguna vez sería capaz de
encontrarse satisfecho sobre el particular. Cuando todos sus
compañeros escuchaban a Deep Purple y pintaban de negro sus
habitaciones, la de Peter seguía decorada con dibujos de aviones y
contenía una librería de lo más cursi cuya parte posterior, eso
sí, le servía para esconder revistas pornográficas. Su osito de
peluche, Georgie Best, seguía ahí plantado como siempre,
sonriendo amablemente, con las patas extendidas entre la sobrecarga
de libros de la balda superior.
Ahora que había vuelto a casa, su cuarto le ponía los pelos de
punta, como si se tratara de una especie de altar dedicado a todo lo
que Peter aborrecía. Unos cuantos pósters de fútbol manoseados
ocultaban los biplanos del papel pintado, y le vino a la memoria lo
furiosa que se había puesto su madre cuando él los colocó en la
pared con plastilina adhesiva. Peter exhaló un suspiro para sus
adentros. Aquellas sublevaciones de la infancia siempre habían
ocurrido a pequeña escala, igual que en la actualidad.
Bajó la vista para mirarse. Por razones que sólo su madre
comprendía, llevaba puesto un pijama de su padre. El hecho de haber
visto a su hijo envuelto en una simple toalla camino del cuarto de
baño había supuesto un asalto excesivo a la sensibilidad de
Claudia. Tal vez le recordó con excesiva crudeza que ya no era su
niño pequeño. En un gesto de desafío, Peter se quitó la parte de
arriba del pijama y la arrojó al suelo. Tenía que marcharse de
aquella casa lo antes posible, antes de que su madre consiguiera
sobreprotegerle hasta el punto de anular cualquier intento por parte
de Peter de funcionar en el mundo real como cualquier adulto
independiente. Alguien llamó a la puerta con suavidad. Peter soltó
un gruñido silencioso.
Su madre asomó la cabeza por la puerta.
—¿Estás durmiendo?
—Sí —respondió Peter.
—Soy yo.
—Ah, creía que Meg Ryan venía a violarme.
Su madre le apartó los pies a un lado y se sentó en el extremo de
la estrecha cama individual.
—A veces hablas igual que tu padre. ¿Te apetece una taza de
chocolate caliente?
Peter se incorporó en la cama y su madre le pasó el tazón al
tiempo que clavaba las pupilas en la parte superior del pijama,
tirada en el suelo, y evitaba mirar el torso desnudo de su hijo. Ante
esta pequeña victoria, Peter esbozó una sonrisa.
—Gracias, mamá.
—Estuviste muy bien en el baile. Todos comentaron que te movías
con mucha soltura.
Claudia le dio unas palmadas en la pierna, oculta bajo la ropa de
cama. En la casa de los Lanzani no existían las fundas nórdicas, y
Peter volvía a encontrarse con sábanas y mantas «como Dios manda».
Los edredones resultaban demasiado escandinavos para el gusto de su
madre. Peter añoraba su propia cama, con sus mullidas capas de
plumón de ganso. Y también añoraba, más de lo que nadie podía
imaginar, la manera en la que Eugenia se introducía a su lado,
arqueaba el cuerpo fresco y terso y lo apretaba contra el suyo.
—Has salido a tu madre.
—Qué bien.
Claudia estiró la mano y le acarició el cabello.
—Me preocupo por ti.
—No tienes por qué.
—La hija de la señora Bather va a divorciarse.
Peter fingió un bostezo.
—Ah, ¿sí?
—A lo mejor te apetecería llamarla por teléfono.
—No lo creo.
—Tienes que empezar a salir otra vez, ya lo sabes.
Peter se colocó los brazos detrás de la cabeza.
—Ya fui a practicar baile country contigo.
—Y pasamos un rato estupendo —añadió Claudia—, pero sabes muy
bien que no me refiero a eso.
—Bueno —repuso Peter con tono triunfal—, pues te encantará
enterarte de que mañana por la noche voy a salir con Nico. A una
discoteca que se llama Nenas Calientes, o algo parecido.
—Vaya —su madre parecía horrorizada—. ¿Volverás tarde a
casa?
—Si juego bien mis cartas, puede que no vuelva —Peter hizo un
guiño con tintes lujuriosos.
Su madre le quitó el tazón de chocolate de un manotazo.
—En ese caso, más vale que duermas bien para encontrarte en forma
mañana.
A paso de marcha, se dirigió hacia la puerta de la habitación y
dedicó una sonrisa al osito sentado en la librería.
—Que sueñes con los angelitos, Georgie Best.
A continuación cerró la puerta con firmeza. Peter volvió la vista
a la mullida criatura, el oso de peluche más inocente que imaginarse
pueda, y preguntó:
—¿Cómo puedo quedarme en esta casa y no asesinarla?
Pero claro, el animal, que debía de haber sido sobornado por la
madre de su dueño, permaneció mudo. Peter se acomodó en la cama.
—Que sueñes con los angelitos, Georgie Best.
Antes de cerrar los ojos, Peter recogió uno de sus zapatos y se lo
lanzó al peluche, que cayó en picado desde su estante. A
continuación se dispuso a conciliar el sueño mientras soltaba por
lo bajo una risita diabólica.
Capítulo 12
—¿Qué es eso?
—Copos de maíz —responde mi hija con una nota desafiante que, en
este crítico momento, de buena gana le borraría de una bofetada.
—¿Y qué hacen aquí?
«Aquí» es debajo de la cama, donde, a juzgar por el avanzado
estado del moho que se aprecia en la capa superior, deben de llevar
algún tiempo.
Allegra se encoge de hombros, como si nunca en su vida hubiera visto
semejantes cereales. Agito el cuenco frente a sus narices con gesto
amenazante.
—Con esto que tienes aquí se podrían realizar experimentos sobre
la guerra bacteriológica.
La niña no parece convencida. Ni amenazada.
He descubierto las tendencias antihigiénicas de mi hija esta mañana
porque no quedaban cuencos en el armario. ¿Acaso las familias de
verdad se sientan juntas a desayunar en agradable compañía, o
también empiezan la jornada con una pelea a gritos?
—Esta noche vas a limpiar tu habitación, jovencita —decreto con
una voz que se parece a la de mi madre más de lo que estoy dispuesta
a admitir. Incluso agito el dedo índice.
Mi hija, molesta porque su negligente comportamiento haya quedado al
descubierto, procede a actuar a un ritmo con el que podría haber
competido hasta el caracol más reticente. Hay veces que lamento la
circunstancia de que pegar a los niños no esté bien visto hoy en
día, ya que en este preciso momento encuentro un cierto atractivo en
la violencia física. Allegra sabe que estoy nerviosa por culpa de la
entrevista a la que me voy a someter única y exclusivamente para el
bien de mis hijos; aun así, no hace nada por facilitarme las cosas.
Cada fibra de su cuerpo irradia odio hacia mi persona, y es en estas
ocasiones cuando no me vendría mal un poco de ayuda. Me encuentro
sin fuerzas para razonar con ella, y sé que si tuviera a mi lado a
alguien que se uniera a mí en su contra, tendría la oportunidad de
alzarme yo con la victoria. Ya temo lo que será cuando la pille con
su primera copa, su primer cigarrillo o su primer novio.
—Te quedas sin desayunar —declaro. Lo que no supone un gran
castigo para mi hija, ya que en todo caso come menos que un gorrión
y por lo general me cuesta convencerla de que se alimente, de lo que
culpo a todas las famosas flacas como palos que salen en televisión,
desde Victoria Beckham hasta Kate Moss—. Dentro de cinco minutos
quiero verte vestida y montada en el coche.
Todo eso está muy bien, sólo que yo aún estoy sin vestir. Me
atormenta la duda ante la elección de vestuario. En serio, es aún
peor que si estuviera tratando de encontrar un atuendo para la
ceremonia de los Oscars entre las limitadas opciones de mi armario.
Debido a que me paso los días con unos vaqueros manchados de vómito
infantil —mi querido hijo aún no ha superado la etapa de la
regurgitación repentina—, existe una penosa carencia de elegantes
trajes de chaqueta ocultos en mi vestidor. Tengo un conjunto negro
que compré hace cinco años para el entierro de la abuela de
Benjamin, de modo que eso es lo que voy a tener que ponerme. De todos
los malos presagios, éste tiene que ser el peor: acudir a una
entrevista de trabajo vestida para una incineración. No obstante, me
enfundo el traje de chaqueta al tiempo que doy gracias por no haber
dispuesto del dinero suficiente para permitirme lujos y, por lo
tanto, apenas he engordado desde entonces. Confío en que Bruno se
porte bien y no me vomite encima ni me embadurne de mermelada.
Hoy precisamente tengo que ser más puntual que nunca y, puesto que
creo firmemente en el dicho «Vísteme despacio que tengo prisa»,
voy con retraso. El lugar de mi entrevista de trabajo se encuentra
sólo a diez minutos en coche en condiciones normales, pero por culpa
de la hora punta tardaré más del doble. Cuando consigo acomodar a
Bruno en el coche, Allegra está sentada sin pronunciar palabra y con
la mirada fija al frente. Salimos despedidos calle abajo haciendo
caso omiso del límite de velocidad hasta que nos topamos con el
primer atasco. Cuando por fin dejo a Allegra en el colegio, mi hija
continúa sin hablarme.
—Te quiero —le digo mientras estampo un beso en su rígido
rostro—, aunque a veces no me caes bien.
Soy de la opinión de que hay que evitar despedirse de las personas
en un clima de resentimiento, no vaya a ser que suceda algo terrible
durante el día y no se tenga la oportunidad de hacer las paces. Mi
hija me conoce. En sus ojos se aprecia un desafiante destello de
victoria.
—Deséale suerte a tu madre en la entrevista.
Allegra se baja del coche con un portazo, lo que provoca que Bruno
rompa a llorar. Doy por perdida la oportunidad. Mi hija ve a su amiga
Stephanie Fisher y corre hacia ella, sin duda para entretenerla con
el cuento de lo bruja que es su madre. Por descontado, Stephanie
Fisher debe de tener una madre perfecta. Y un padre maravilloso.
Bruno y yo nos ponemos en marcha y nos abrimos paso como posesos
entre las calles secundarias hasta que llegamos a casa de Cande.
¿Cómo demonios voy a hacer esto mismo todas las mañanas si consigo
un empleo? Trato de recordarme a mí misma lo maravillosa que será
mi autoestima cuando me las arregle para dejar de vivir de las ayudas
estatales y pueda mantener a mi familia con un espléndido sueldo
ganado por mí misma. Entonces, todo este estrés añadido, todo este
esfuerzo, merecerá la pena.
Lanzo una fugaz mirada al reloj con la vana esperanza de que, por una
vez, el tiempo haya conspirado para ayudarme y esté avanzando hacia
atrás. Arranco a un sobresaltado Bruno de su silla de seguridad y
salgo corriendo por el camino de acceso hasta la puerta principal de
mi amiga.
—Te has retrasado —suelta Cande nada más abrir.
—Ya lo sé —respondo falta de aliento—. Con suerte, puede que
llegue justo a tiempo.
Bruno, descontento por tanta sacudida nada más desayunar, me vomita
en el hombro.
—¡Joder!
Cande me quita al niño de encima y me lleva a la cocina, donde
procede a apartarme el vómito con una bayeta húmeda. ¿Por qué,
Dios mío? ¿Por qué he tenido un hijo con un estómago tan
sensible?
—¿Y si no se quita? —pregunto entre gemidos.
—Tonterías —replica Cande—. Quedará perfectamente —saca del
armario un ambientador en spray y me rocía con aroma fresco de
pino—. Y ahora, vete de una vez.
Me precipito hacia la puerta de salida seguida por Cande y por Bruno,
ahora encajado en la cadera de mi amiga.
—Un beso para mamá.
Doy un beso precipitado a mi pegajoso hijo antes de salir corriendo.
—¡Buena suerte!
—Voy a necesitarla —el labio de Bruno empieza a temblar—.
¿Seguro que estará bien?
—Estará perfectamente —me asegura Cande—. Di adiós a mamá.
—Adiós a mamá.
—Os quiero —grito a Cande y al niño, y me monto en el coche.
Pienso que tengo que conseguir ese trabajo; no puedo estar
sometiéndome a este infierno para nada.
Mientras les veo a través del espejo retrovisor agitando la mano
como locos, salgo despedida calle abajo, donde, a los cinco segundos,
me encuentro con otro atasco. Así es la conducción hoy en día en
el Reino Unido, a pesar de la cacareada política del Gobierno con la
que se intenta convencernos de que utilicemos los medios de
transporte público, lo que resulta patético, ya que el transporte
público en general se encuentra o bien detenido en otro atasco o
sufriendo un descarrilamiento. Por lo visto, el ciudadano medio pasa
seis semanas de su vida en el coche, rodeado de tráfico, y me da la
impresión de que me estoy convirtiendo en una ciudadana media a toda
rapidez. A este paso, llegaré a mi entrevista sin un solo diente,
porque me habrán desaparecido de tanto rechinarlos.
Necesito algo que me ayude a calmarme, pero no puedo poner la radio,
ya que alguien me arrancó la antena muchas noches atrás y no me he
podido permitir el coste de la reparación. A medida que avanzo
centímetro a centímetro, elevo el volumen de la cinta Pat, el
cartero, propiedad de Bruno, ante la ausencia de algo más
adecuado para adultos, o más relajante, y me pongo a practicar
técnicas de respiración. Por desgracia, el jovial cartero no está
en condiciones de competir con Classic FM.
—Hola —trato de esbozar una sonrisa—. Lali Esposito.
«Demasiado tensa. Relaja los labios. Tranquila. Tranquila.»
—Hola. Encantada. Soy Lali Esposito.
«Mejor. Mucho mejor.»
—¿Qué tal? Soy Lali Esposito.
El reloj capta mi atención y no doy crédito a la manera en la que
el tiempo, el tráfico y la vida en general se han unido para
conspirar en mi contra.
Bajo la ventanilla y grito al atolladero de coches:
—¡Moveos de una puta vez, malditos cabrones!
Mi voz es arrastrada por la fría brisa matinal y vuelvo a subir la
ventanilla.
Pat, el cartero, sigue parloteando sin parar. Respiro hondo
diez veces.
—Hola. Soy Lali Esposito.
No es suficiente. Respiro otras diez veces más.
—Encantada de conocerle. Lamento llegar tarde.
Mientras una cacofonía de bocinas comienza a sonar a mí alrededor,
apoyo la cabeza en el volante y hago esfuerzos por no llorar.
Grax por la dedicatoria...Peter tiene razón debe volar pronto de ahí,y lali pobre la rema a más no poder con sus dos niños!
ResponderEliminarJuraría q se viene el encuentro!
Podre, no les sale nada bien!! Me encanta más!!!
ResponderEliminarPobrecita!! es algo muy desesperante......en serio, pide un poco de suerte para ellos!!
ResponderEliminarTTM!!!!!!!!
No dan ni una ,espero k cuando se encuentren d nuevo cambien sus vidas.Allegra ,¡k niña x Dios ,es exasperante!,¿tan solo con 10 años y ya se comporta d esa manera,ella también va a tener k cambiar.
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