Capítulo 23
A medio camino por Desford Avenue,
Peter se percató de que la luz del dormitorio de su madre seguía
encendida. Pensó que brillaba como un faro procedente de un tiempo
anterior, pues en su adolescencia había tenido que pasar por la
misma situación en demasiadas ocasiones. A medida que el taxi se
acercaba al pulcro chalet rodeado de jardín, también divisó a
Claudia, resplandeciente con su camisón de flores, asomada a la
ventana y escudriñando la oscuridad.
Era una hora intempestiva y a sus
padres no les iban las horas intempestivas. De hecho, estuvieron a
punto de sufrir un ataque cuando la BBC pasó las noticias de las
nueve a las diez, pues el cambio iba a afectar al sueño reparador
del matrimonio. Dios sabrá qué les provocaba tanto cansancio.
Peter se inclinó hacia delante para
hablar al taxista.
—¿Le importa dar otra vuelta?
El hombre miró a Peter como si éste
estuviera loco, pero, tal como se le había solicitado, se alejó
conduciendo. Dio la vuelta a la manzana y pasados unos minutos volvió
a aproximarse a la casa. Esta vez no se veía ninguna luz en la
ventana.
Peter sonrió de oreja a oreja.
—¡Sí!
El taxista soltó un suspiro de alivio.
—Gracias, amigo —dijo Peter.
El taxi se detuvo a la puerta de la
casa. La luz del dormitorio de Claudia se encendió de golpe otra
vez.
—¡Mierda!
El conductor colocó el brazo en la
parte de atrás de su asiento.
—¿Por casualidad se ha divorciado y
ha vuelto a vivir con su madre?
—Temporalmente, sí.
—También he pasado por eso.
—En ese caso, entenderá que en este
momento usted está evitando que se cometa un asesinato.
—¿Otra vuelta a la manzana?
—Sí.
El taxista se alejó del bordillo
mientras la madre de Peter asomaba la cabeza entre las cortinas.
Peter se percató de que se había
quedado dormido. Se despertó al tiempo que el taxi aminoraba la
marcha por décima vez.
—Ganaremos esta batalla sangrienta
—declaró el conductor del taxi, a quien también se le notaba
somnoliento.
Con un chirrido de llantas, frenó
delante de la casa de los Lanzani, donde reinaba la oscuridad. La luz
se encendió de repente una vez más.
—¡Se acabó! —exclamó a gritos el
taxista conforme se bajaba del vehículo de un salto.
Peter se incorporó de golpe mientras
el hombre subía echando pestes por el sendero que conducía a la
entrada principal y gritaba a través del buzón de la puerta:
—¡¿Por qué no se va a la cama de
una puta vez?' A ver si podemos dormir un poco todos. Su hijo no
piensa entrar bajo ningún concepto en esta casa hasta que esté
completamente a oscuras. Ahora, voy a dar otra vuelta a la manzana.
El taxista regresó por el sendero
dando pisotones y se colocó al volante. Peter se preguntó si
tendría que pasar por lo mismo cada vez que saliera de noche. ¿Y si
alguna vez —horror de los horrores— quisiera llevar a una mujer a
su casa? Enterró la cabeza entre las manos. Las cosas no podían
seguir así de ninguna manera. Se acabaría produciendo derramamiento
de sangre. Cuanto antes acudiera a la agencia inmobiliaria y empezara
a buscar casa propia, mejor.
—Gracias, colega —le dijo al
taxista.
—De nada —respondió el hombre, por
cuyas fosas nasales salía un humo que no podía atribuirse
enteramente al frío aire de la noche—. Mi madre era exactamente
igual. Me sacaba de quicio —volvió a arrancar el vehículo—.
Daremos una última vuelta.
La luz del dormitorio de Claudia se
apagó.
El sol ya empezaba a alumbrar la
siguiente vez que, tras rodear la manzana, regresaron lentamente al
número cuarenta y tres de la calle. Acercándose a ellos, el lechero
efectuaba su ruta de reparto entre el tintineo de cristal. El taxista
se detuvo a las puertas de la casa. Por increíble que pareciera, la
luz de Claudia seguía apagada.
—Lo conseguimos —declaró el hombre
con aire triunfal—. ¡Lo conseguimos, joder!
Peter se sintió desfallecer de puro
alivio. Deseaba dormir unas horas antes de ir a la oficina y volver a
encontrarse con Lali. A pesar de que estaba medio congelado y tieso
como una tabla por haber permanecido tanto rato encogido en el
asiento posterior del taxi, un sentimiento de calidez le inundó por
dentro ante la idea de pasar el día con su nueva secretaria.
El taxista y Peter chocaron las palmas
de sus manos.
—Vete a echar un sueñecito, colega
—dijo el hombre—. Te lo mereces.
En ese instante, la luz de Claudia se
encendió.
Los dos hombres suspiraron al unísono.
—Esto es ridículo —se lamentó
Peter—. ¿Te apetece acompañarme a mi tienda de coches? Queda
cerca de aquí. Prepararé un par de tazas de té.
—¿Por qué no?
—Un momento —Peter bajó la
ventanilla y se asomó por ella—. ¡Eh, amigo! —hizo una seña al
lechero para que se detuviera—. Deme un par de botellas, por favor.
Con suma amabilidad, el lechero le
entregó dos botellas de medio litro. Peter le pagó.
—Bueno, ya estamos listos —dijo—.
En la oficina tengo cereales para desayunar y hay un sitio justo al
lado donde preparan unos sándwiches de beicon exquisitos. Ya deben
de haber abierto.
—Por mí, perfecto —respondió el
taxista—. Por cierto, me llamo Bill.
—Yo soy Peter —se estrecharon la
mano—. Lamento lo que ha ocurrido.
—Tranquilo —respondió Bill—, es
una cuestión de principios.
El taxi arrancó una vez más. Mientras
bajaban por la calle, Peter miró hacia atrás y vio que la puerta
principal se abría y su madre asomaba la cabeza.
—¡Juan Pedro! ¡Juan Pedro! —la
oyó gritar.
Pero Bill tenía razón, era una
cuestión de principios. Eso sí, confiaba en que hubiera una camisa
limpia en la oficina que pudiera ponerse antes de que llegara Lali.
Capítulo 24
Estoy sentada tras el escritorio de
Peter y quien me viera se percataría al instante de que sufro una
resaca monumental.
—¿Más café? —pregunta él.
Hago un gesto de afirmación con la
cabeza. Aunque me encuentro a morir, podría enamorarme seriamente de
este hombre. Tiene la paciencia de un santo, además de un toque
maestro con el hervidor de agua que no había visto desde hacía una
eternidad.
Me entrega otra taza de intensa y
estimulante cafeína.
—Por lo que veo, tendré que aumentar
el presupuesto destinado a bebidas calientes.
—No voy a tomarme esto como una
costumbre —prometo yo, tratando de pasar por alto el viento que se
cuela a través de los huecos de las ventanas y me azota los
tobillos. Daría cualquier cosa por llevar vaqueros, calcetines
gruesos y zapatillas de deporte en vez de mi traje elegante, medias
lamentablemente finas y zapatos de tacón de aguja—. Lo de anoche
fue un caso aislado, te lo aseguro. He llegado a la conclusión de
que, a mi edad, la mezcla de minifalda y alcohol no resulta
conveniente.
—Lástima —mi nuevo jefe me sonríe
por encima de su taza de café—. Tienes mucha gracia cuando empinas
el codo.
Examino los montones de papeles que se
alzan frente a mí y me esfuerzo en mantener la cabeza quieta
mientras desplazo los ojos. Me temo que hoy el movimiento va a tener
que restringirse al mínimo imprescindible.
—No parece un gran comienzo de mis
medidas de choque para sacar a flote tu imperio económico.
Peter se encoge de hombros y se acomoda
en la silla de jardín, al otro lado del escritorio.
—Estos asuntos llevan su tiempo. Por
el momento, sigue sentada y empápate del ambiente.
Mi jefe y yo paseamos la vista por las
paredes salpicadas de moho.
—Tenemos que hablar de mis funciones.
Me llevo una mano a la cabeza, más que
nada para que ésta no se preocupe, en el sentido de que no voy a
someterla a nada peor.
—Ah, ¿sí?
—Verás —digo yo—, la verdad es
que no me veo de secretaria.
—¿Acaso porque careces por completo
de técnicas de secretariado? —bromea Peter.
—Entre otras cosas.
—Y dime, ¿qué quieres ser?
—pregunta él—. ¿Directora gerente? ¿Jefa ejecutiva?
¿Vicepresidenta de sujetapapeles?
—Me veo más como ayudante ejecutiva
—respondo yo—. Y asesora comercial.
Aún debo de estar borracha.
—Ah, perfecto.
—Puedo ayudarte a poner el negocio en
forma —le aseguro—. De veras, estoy convencida.
A través de la ventana, contemplo los
coches azotados por el viento y adivino un enorme potencial. Como la
mayoría de los negocios dirigidos por hombres, éste carece por
completo del toque femenino.
—Tienes que avanzar hacia el futuro.
—¿Y no es eso lo que hacemos a
diario sin necesidad de ayuda? —pregunta él.
—Elaboraré estrategias y
declaraciones de objetivos —declaro yo, sin añadir que hoy
probablemente no sea el momento.
Peter se muestra un tanto alarmado:
—No sé mis viejos armatostes y yo
estaremos preparados para semejantes enfoques.
—Confía en mí —me acabo el café
de un trago al tiempo que noto un escalofrío—. Será pan comido.
Cuando le entrego mi taza para que la
rellene, la puerta de la oficina se abre de improviso. Una mujer
joven y de físico atractivo, ataviada de pies a cabeza con ropa
deportiva de Juicy Couture, se encuentra en el umbral y resopla,
falta de aliento. Lleva encajados en las orejas los auriculares de un
CD portátil y Peter se muestra tan desconcertado que sólo puede
tratarse de una persona.
—¿Puedo ayudarle? —pregunto con
tono jovial mientras Peter
sigue de pie, paralizado, aferrado a las tazas vacías.
La recién llegada gira bruscamente la
cabeza para mirarme. Ahora le toca a ella quedarse desconcertada.
—Hola, Eugenia —dice Peter tras una
incómoda pausa—. ¿Qué haces aquí?
—Estoy entrenando —responde
Eugenia—. Voy a participar en la maratón de Londres.
—¿Otra vez? —pregunta él.
—Otra vez —replica ella con
sequedad—. Me faltan unos kilómetros y tengo que practicar.
No puede evitar que los ojos se le
vayan en mi dirección y, francamente, a mí no me engaña. Hay
decenas de parques y lagos que Eugenia podría haber elegido para una
agradable sesión de entrenamiento. En pleno centro de Milton Keynes
tenemos doscientos cincuenta kilómetros de pistas de ciclismo y
atletismo que atraviesan la zona de bosque y prados, y Eugenia no
tiene la menor necesidad de arriesgarse al envenenamiento por dióxido
de carbono recorriendo las aceras que rodean la tienda de vehículos
usados de Peter. Además, está lloviendo. ¿Cuándo se ha visto que
alguien que viste un chándal de Juicy Couture practique deporte bajo
la lluvia? Nunca. Mi opinión se ve respaldada por el hecho de que
Eugenia está seca de la cabeza a los pies. Estoy habituada al fraude
a gran escala, por lo que detecto los indicios reveladores a mil
metros de distancia. Sin embargo, no parece que a Peter le suceda lo
mismo.
—Se me ha ocurrido acercarme a
saludarte.
—¿Por qué? —pregunta él.
Se me escapa una sonrisa, de modo que
entierro la cabeza en una pila de papeles y finjo estar ocupada
mientras me esfuerzo en concentrar la mirada. Mis oídos no tienen
problemas a la hora de concentrarse, claro está, incluso cuando
Eugenia baja el tono de voz.
—Sigo siendo tu mujer —sisea ella.
—Sólo te quedan unas semanas
—puntualiza Peter en tono afable—. He firmado los papeles del
divorcio.
—Peter —dice Eugenia con tirantez—,
estoy tratando de ser considerada en lo referente a este asunto.
—Yo también —una expresión de
perplejidad se ha asentado en la frente de Peter.
Eugenia me lanza una mirada mordaz,
dando a entender que no quiere hablar del tema mientras haya otra
persona presente. Sobre todo una persona a la que desconoce.
Peter sigue la mirada de sus ojos.
—¡Ah! —dice—. Te presento a
Lali, Lali Esposito.
Me pongo de pie y me coloco junto a
Peter, presentando así un frente consolidado. No sé por qué actúo
de esta manera, pero la sola presencia de Eugenia me irrita hasta
límites insospechados. Y creo que no me equivoco al pensar que el
sentimiento es mutuo.
Eugenia es hermosa. Su melena corta y
rubia se mueve de forma seductora y su figura es tan buena que muchas
mujeres desearían apuñalarla; yo no soy una excepción. Pero se
percibe que es antipática. Además, alrededor de la boca tiene
pequeñas arrugas verticales, aunque creo que es más joven que yo,
un vejestorio con dos hijos agotadores. Por mucho que lo intento, no
me la imagino formando pareja con Peter. No se lo merece ni por
casualidad.
Alargo la mano y Eugenia, a
regañadientes, la estrecha. Seca como la mojama.
—Soy la ayudante ejecutiva y asesora
comercial de Peter.
—Mi... ayudante ejecutiva —corea
Peter con cierta vacilación, y me lanza una mirada de desconcierto.
—Y asesora comercial —apunto.
—Y asesora comercial.
Peter y yo sonreímos alegremente.
Eugenia, sin embargo, parece muy disgustada.
—¿Desde cuándo? —pregunta.
—Eh... —dice mi jefe.
—Desde hace siglos —la informo—.
Vamos a ampliar el negocio a escala internacional.
—Vaya —dice Eugenia—, eso es
estupendo. Estupendo, claro que sí —no da la impresión de que le
parezca estupendo en absoluto—. Me alegro.
—¿Podemos ayudarte en cualquier otra
cosa?
He adoptado mi expresión más
agradable y servicial, pero conseguir que mis rasgos faciales me
obedezcan me supone un esfuerzo monumental, ya que aún se encuentran
en ese estado de desgana que es consecuencia del alcohol.
—Eh... no —responde Eugenia—. No
—vuelve la vista hacia Peter en busca de alguna aportación, pero
el pobre permanece impertérrito. O puede que anoche también bebiera
demasiado—. Bueno, tengo que marcharme. Me quedan unas cuantas
aceras por recorrer.
—Claro —responde Peter—. Me
alegro de verte.
Da la impresión de que Eugenia está a
punto de decir algo, pero se lo piensa mejor. Me lanza una mirada
gélida con la que expresa que yo podré haber ganado una batalla,
pero que, sin lugar a dudas, esto es una guerra. Y yo me pregunto por
qué una mujer que acaba de abandonar a su marido por otro hombre ha
de mostrarse tan malévola con alguien a quien claramente considera
una rival, aunque estoy en condiciones de afirmar que no lo soy.
—Llama de vez en cuando —dice
Eugenia a Peter.
—Sí. Tú también.
Sin despedirse de mí, se da media
vuelta y se marcha.
Atrincherada tras las cortinas con
agujeros, observo cómo sale corriendo a través del patio de
exposición y esquiva los charcos con la pericia de un experto.
Luego, veo que mira hacia atrás en dirección a la oficina y, a
hurtadillas, se sube al volante de un BMW aparcado un poco más abajo
de la calle. En mi fuero interno esbozo la sonrisa propia de los
intuitivos terminales. Así también practico deporte yo.
—Bueno... —me quedo mirando a Peter
con gesto pensativo.
De pronto se pone triste y se me parte
el corazón.
—Ojalá fueras mi abogada —comenta
en voz baja.
—Así que ésa es la mujer que
desconoce las estrías.
—Humm —Peter asiente con la cabeza.
—¿Viene a saludarte con frecuencia?
—Nunca —Peter se frota la barbilla,
y en su rostro se perciben señales de confusión—. Es la primera
vez, te lo aseguro.
—Quiere que vuelvas —afirmo yo.
—No digas tonterías —Peter se echa
a reír ante la mera sugerencia.
—Hablo en serio. Las mujeres
entendemos de estos asuntos —trato de poner en la voz una nota de
sabiduría; pero el efecto se echa a perder, pues me sale una especie
de graznido seco. No voy a contarle que la he visto subirse al coche
y que todo eso del entrenamiento es una patraña—. Puede que el
machete del carnicero esté perdiendo su atractivo.
—Ya me han hecho esa broma —suspira
Peter—, además de toda clase de chistes en los que aparecen
salchichas.
—Entiendo —digo yo.
De todas maneras, sé que tengo razón.
Doña «Pezón de Corredora» parecía demasiado molesta como para
ser una observadora imparcial. ¿Por qué si no habría trasladado su
atractivo culo hasta la oficina de Peter sin motivo alguno?
—¿Pongo a calentar más agua?
—Ya me encargo yo —responde mi
jefe, siempre tan encantador—. Estás más blanca que una sábana.
Vuelvo a sentarme tras el escritorio y
resisto la tentación de tumbarme sobre él y quedarme dormida. Mis
dos hijos se metieron en mi cama cuando por fin conseguí acostarme
y, como consecuencia, después de que se hubieran alzado con la
victoria, acabé durmiendo en unos cinco milímetros de colchón.
Peter vuelve a hacer maravillas con un
bote de Nescafé.
—Perdona por no haberte invitado
anoche a entrar en mi casa —mascullo—. Es que no me parecía...
oportuno.
—No —coincide Peter—. Tienes
razón.
Da la impresión de que le hubiera
apetecido la invitación a café, lo que me pone un tanto nerviosa,
ya que a mí también me hubiera gustado que hubiera entrado.
—De todas formas, estamos recuperando
el tiempo perdido —añade mientras se afana con las tazas—. En
fin —dice girando la cabeza—, de modo que vamos a ampliar el
negocio a escala internacional, ¿eh?
Le dirijo una sonrisa.
—A su debido tiempo.
—Pues da la casualidad de que mañana
tengo una reunión importante con un empresario japonés —comenta
Peter—. Vamos a hablar sobre un futuro concesionario de vehículos.
A pesar del aspecto desastrado del negocio, es verdad que tengo
grandes planes de expansión.
—Creo que debo acompañarte.
—Me temía que ibas a decir eso.
Peter se aproxima a mí, concentrando
la atención para no derramar el líquido, aunque bien sabe Dios que
las manchas de café no conseguirían empeorar el estado de la
moqueta. Observo cómo frunce la frente con ahínco y saca la punta
de la lengua por la comisura de la boca a medida que se acerca al
escritorio. Es un hombre tan agradable que me hace sentir cosas
extrañas por dentro, y no es ésa mi intención, en absoluto. Lo que
quiero es desempeñar un trabajo serio y formal, y no enamorarme como
una adolescente de mi jefe, como si fuera mi propia hija o Stephanie
Fisher. Peter me entrega la taza y, en contra de mis intenciones, le
planto un fugaz beso en la mejilla.
Por segunda vez en el día de hoy Peter
se muestra desconcertado, lo que no me extraña nada. Yo misma estoy
un tanto sorprendida.
—Entonces, ¿me acompañas? —pregunta
Peter.
—Ya lo verás —respondo—, seré
tu mejor baza.
HAAAAAAAY!!!!!! jajajaja me encantaaa!!! jajajaja
ResponderEliminarDios!! la escena del taxi es muy irreal!! jajajaja
Y Eugenia que esta tramando?? eso huele feo..
I need more!!!!!!!
Te amuuuu
Lali le sacó la ficha enseguida a Eugenia,q se traerá entre manos?
ResponderEliminarEstá muy buena...quiero más!
Jajaja,lo k me pude reir con el taxista,hablándole al buzón ,y Peter desesperado no quería entrar en casa,y al final k no entra.Euge trama algo .
ResponderEliminarMe encantan los dos!! Y eugenia se canso de la carne?? más!!
ResponderEliminarJajaja lo del taxi jajaja fue muy gracioso ashhhh eugenia ...mas mas mas
ResponderEliminarMe encanta otro!!!!!!
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