Capítulo 35
Es una de esas mañanas de invierno que
se aferran a su reluciente capa de escarcha y los dientes no dejan de
castañetearme. Si no hiciera un frío tan endemoniado, me encantaría
detenerme a admirar el rutilante paisaje. Cuando me bajo del coche
ante la puerta de Cande veo mi aliento, que expulso en ráfagas
descompasadas debido a la batalla que he tenido que librar para poder
salir de casa antes del mediodía con dos niños vestidos y
desayunados.
El coche de Agus no se encuentra en el
camino de entrada, lo que significa que ya se ha marchado a trabajar.
Aunque resulta patético, me siento culpable ante la mera posibilidad
de cruzarme con él, a pesar de que no soy más que la desventurada
coartada para las fechorías matrimoniales de Cande. Desde el refugio
que supone el sendero del jardín, escucho que Charlotte está a
punto de echar la casa abajo con esa clase de alaridos desgarradores
que sólo los niños de un año de edad dominan a la perfección. No
sé si Cande conseguirá oír el timbre por encima del escándalo.
Lo oye, y se dirige a abrir la puerta
con el móvil en la mano. Reparo en el teléfono, y ella evita mi
mirada. Confío en que no esté pensando en Nico. Llamarle sería una
locura, sobre todo con este griterío de fondo. Nico creería que le
llama desde el zoológico a la hora de la comida.
Con objeto de sumar su aportación al
caos reinante Ellie recorre la cocina a zancadas mientras toca una
trompeta de plástico rojo como si estuviera realizando una audición
para la Brighouse y Rastrick Brass Band. Cande tiene tal aspecto que
se diría que los tímpanos están a punto de reventarle, que va a
expulsar la bilis de un momento a otro y la sangre le va a empezar a
hervir. En cualquiera de esas situaciones, en el suelo de la cocina
se armaría una buena. Más porquería que recoger. Y eso que no soy
nadie para hablar. Yo también estoy sofocada y agobiada, y acarreo
en una cadera a Bruno, al que se le ve pálido y mareado.
—Llegas pronto —dice Cande.
—Tengo mis razones —admito.
Entonces, lanzo una mirada a mi hijo—. Bruno ha vomitado en el
coche.
—Pásamelo.
Cande suspira y me libera de mi
descolorido retoño.
—Te compensaré —le prometo.
—¿Cómo?
—No lo sé —respondo—, pero
cuenta con algo maravilloso. Espera a que consiga mi primer sueldo
—entonces tuerzo el gesto y la miro con aire de súplica—:
Necesito otro favor.
—Adelante.
—Voy a acompañar a mi jefe a una
reunión de trabajo con un cliente japonés muy importante.
Mi amiga se muestra impresionada, como
es natural.
—Ah, ¿sí?
—¿Tienes algún conjunto fabuloso
que pueda llevar puesto a una comida de negocios?
—Pues claro —responde Cande—. Mi
armario está a rebosar de ropa de firma. ¿Qué prefieres: Armani,
Versace, Burberry o quizá un interesante diseño de Stella
McCartney?
Ambas nos encaminamos escaleras arriba,
en dirección al dormitorio de Cande.
—Cualquier cosa que te hayas comprado
en los últimos diez años servirá —le digo—. Estoy desesperada.
Hasta las polillas se niegan a comerse mi ropa.
Cande examina mi traje de entierro.
—Cuando cobres tu primera paga, lo
primero que tienes que hacer es salir de compras, y no precisamente
para tus dichosos niños —con actitud burlona, mi amiga zarandea a
Bruno, quien al instante le vomita encima—. ¡Gracias!
Acto seguido, abre el armario de un
tirón y señala el interior con gesto triunfal.
—Coge lo que quieras —dice mientras
sujeta a mi hijo todo lo lejos que puede—. Este jovencito y yo
tenemos que lavarnos a base de bien.
—Eres un ángel —le contesto.
—No siempre —replica ella de manera
enigmática antes de desaparecer.
A toda prisa, me quito el traje y
rebusco entre la ropa del armario hasta que encuentro un precioso
conjunto rojo de falda ajustada y con abertura que Cande debe de
haberse puesto para alguna boda. Mi amiga está un poco más rellena
que yo y tiene mucho más pecho. Pero no me queda mal; además, por
muy copiosa que sea la comida, no tendré que desabrocharme la
cinturilla.
Mientras hago un repaso de los zapatos
tratando de encontrar un par a juego, Cande entra en la habitación.
Mi hijo, ahora reluciente, parece una mosquita muerta.
—Eres un niño muy bueno —le planto
un tierno beso en la cabeza—. O más bien lo serías si dejaras de
vomitar cada cinco minutos —me embarga una oleada de pánico—: No
sé si debo dejarle en estas condiciones.
—Vete a trabajar —decreta mi amiga
con firmeza—. Es tu segundo día. Sólo se trata de la típica
crisis que las madres trabajadoras tienen que afrontar a diario.
Estará perfectamente. La tía Cande cuidará de él —hace una
mueca divertida a Bruno, que se echa a reír—. Cuando te hayas
tomado un par de copas de vino en la comida, se te habrá olvidado
que tienes un hijo.
—Te quiero —beso a Cande en la
mejilla—. ¿Qué haría yo sin ti?
—Salir a la calle con pinta de
indigente.
En ese momento termino de cambiarme y
le muestro mi nueva imagen.
Me contempla con admiración.
—¡Fabulosa! —exclama—. Te odio,
Lali Esposito. Nunca he estado así de sensual con ese traje. A Peter
se le van a salir los ojos de las órbitas.
—Me preocupa mucho la reunión
—confieso—. Espero que vaya bien.
—Pues claro que sí —me asegura
Cande—. Los dos acabarán comiendo de tu mano.
—Y encima voy a llegar tarde
—resoplo.
—Espera, llévate esto —Cande
introduce la cabeza en el armario, revuelve la ropa y me coloca en
los brazos otro par de trajes de chaqueta—. Puede que los
necesites.
Meto los pies en un par de zapatos de
Cande. Acto seguido, las dos salimos a toda prisa de la habitación y
bajamos corriendo las escaleras.
—Que te lo pases bien —dice mi
amiga.
—Tengo grandes planes para el negocio
—anuncio.
—¿Y para Peter también? —mi amiga
trata sin éxito de parecer inocente.
Bajo el tono para replicar.
—¿Y tú? —pregunto—. Supongo que
no has llamado a tu apuesto amante.
—Pues no —Cande imita mi voz.
—Buena chica —respondo yo, y doy
otro beso a mi hijo—. Ya sabes que es lo razonable.
—Pero me convierte en una maldita ama
de casa aburrida —protesta Cande.
—Prométeme que vas a ser sensata.
—Seré sensata —afirma mi amiga
mientras salgo por la puerta a toda velocidad—. ¡Aguafiestas!
El aire frío me golpea como una
bofetada tras la acogedora calidez de la casa. Arrojo sus trajes a la
parte posterior del coche. Ojalá pudiera quedarme con Cande tomando
té y galletas y viendo los absurdos programas de televisión que
emiten por las mañanas. Pero en el fondo sé que no es verdad; sólo
se trata de un estado de pánico transitorio. Lo que pasa es que
deseo con todas mis fuerzas que me vaya bien en este empleo; que nos
vaya bien a todos.
—Deséame suerte —le pido con la
voz entrecortada por los nervios.
—No vas a necesitarla —responde
desde la puerta—. Será coser y cantar, ya lo verás.
Capítulo 36
El móvil de Peter sonó a las seis en
punto de la mañana. Nadie le llamaba a esas horas. Nunca.
Una vez que hubo salido de la cama y se
las hubo ingeniado para encontrar el teléfono —que estaba
agazapado en el regazo de Georgie Best—, se sorprendió aún más
al descubrir que era Eugenia quien se encontraba al otro lado de la
línea.
—Hola —dijo ella—. ¿No te habré
despertado?
—No —repuso Peter, ahogando un
bostezo que le humedeció los ojos—. ¿Por qué iba a estar
durmiendo a estas horas?
En el exterior apenas había amanecido.
Franjas de luz mortecina jugueteaban con las cortinas.
—Lo siento —se disculpó ella—.
Estoy en la calle, corriendo. Quería despejarme la cabeza.
—Ah, qué bien.
Su propia cabeza estaba un tanto
confusa, pero nada en la faz de la Tierra le haría salir de la cama
a las seis de la mañana para borrar sus preocupaciones por medio del
deporte. Peter era de la opinión de que una agradable taza de té y
un desayuno sustancioso surtirían el mismo efecto, aunque era verdad
que Eugenia siempre había recurrido al footing en sus momentos de
estrés.
—Me alegré de verte anoche.
—Sí —respondió Peter.
A continuación se produjo un
prolongado silencio tan sólo interrumpido por los jadeos de Eugenia.
Peter se puso a dar brincos, alternando el peso del cuerpo sobre cada
pie. Sus padres siempre habían sido austeros con respecto a la
calefacción y, a pesar de que se estaban haciendo mayores, no
parecía detectarse ningún cambio discernible en sus costumbres. La
antiquísima moqueta se notaba áspera bajo las plantas de los pies
descalzos.
—Peter —dijo Eugenia—, ¿quieres
reunirte conmigo en Willen Lake, junto al lago?
—Claro.
—Me refiero a ahora mismo.
—Ah —dijo Peter—. ¿Por qué?
—Hay cosas que quiero explicarte
—respondió Eugenia con una nota de intimidad— y no puedo
decirlas por teléfono.
Cosas que, al parecer, no pudo decir en
el ambiente acogedor y caldeado del pub, la noche anterior.
—Apenas he pegado ojo —prosiguió
Eugenia—. Tengo que verte.
—De acuerdo.
—Ven lo antes que puedas —apremió
ella—. Te estaré esperando en el aparcamiento.
—Muy bien —Peter se preguntó si
debería ducharse y afeitarse, o si era preferible ahorrar tiempo y
optar por la imagen neandertal—. No irás a decirme que estás
embarazada, ¿verdad?
Con tono horrorizado, Eugenia preguntó:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Nada —repuso él—. Estaré ahí
en cinco minutos.
Tardó más de veinticinco minutos en
llegar, pero es que invirtió más tiempo del que había previsto en
ausentarse a hurtadillas. Peter nunca se había fijado en lo mucho
que crujían los peldaños de la escalera, y no se sentía inclinado
a explicar a Claudia por qué se escabullía de la casa de madrugada,
con aquel frío glacial. Además, antes de emprender la marcha tuvo
que aplicar al coche una generosa ración de anticongelante para
derretir la recalcitrante escarcha.
Por fortuna, a una hora tan temprana
transitaban pocos coches y, además, todas las calles eran largas y
rectas, de modo que no había que dilucidar demasiado a la hora de
desplazarse de un extremo a otro de la ciudad. Mientras abandonaba la
carretera principal y descendía hacia la orilla del lago, se percató
de que el BMW de Eugenia era el único vehículo aparcado en la zona
de estacionamiento cercana al club de vela y el polideportivo. Estaba
acurrucada en el interior del automóvil. Mientras Peter cerraba el
coche, escuchó el sonido de su radio a todo volumen. Le sorprendió
darse cuenta de que él mismo empezaba a preferir la emisora favorita
de sus padres, Radio Cuatro, en lugar del estridente balbuceo de
Radio Uno. Señal inequívoca de que se estaba haciendo mayor.
Mientras, aterido de frío, caminaba en
dirección a Eugenia, ella abandonó el cálido ambiente del interior
del vehículo y se encaminó hacia él.
—¿Sigues corriendo todas las
mañanas? —preguntó Peter al tiempo que tiritaba.
—Sí —respondió Eugenia con una
sonrisa—. Casi todas. Aún me gusta.
Tal vez él y su mujer no habían sido
tan compatibles como en un primer momento hubiera podido parecer.
Antes que ponerse a correr, Peter prefería practicar el baile
country, como había demostrado recientemente. Sin embargo pensó que
era mejor no desvelar a Eugenia semejante información.
—¿Damos un paseo? —propuso ella.
Peter opinaba que sería preferible
entrar en uno de los coches y encender la calefacción, pero se
escuchó a sí mismo decir:
—Sí.
Partieron en dirección al lago. El
cielo se veía pálido, apenas con una traza de azul, y estaba
salpicado de gruesas nubes grises que reflejaban la ondulante
extensión del agua. Un grupo de robustos gansos del Canadá
deambulaba sin rumbo cruzándose por el camino de los paseantes, con
la esperanza de encontrar alguna migaja de pan que los sacara de los
apuros propios de los crudos meses invernales. Peter lamentó que no
se le hubiera ocurrido robar un poco de pan en la cocina de su madre
para paliar tan lamentable situación.
Mientras paseaban, ambos mantenían una
prudente distancia; caminaban codo con codo, pero sin rozarse.
Pasaron junto a la zona de juegos infantiles y el quiosco de helados,
cerrado durante el invierno. Peter reparó en que ellos dos eran las
únicas personas lo bastante dementes como para estar dando una
vuelta a semejantes horas. Poco tiempo atrás habría tomado entre
sus manos calientes los dedos congelados de su mujer y los habría
frotado para sacarlos del entumecimiento, o bien los habría metido
en su propio bolsillo. Para ser alguien en tan buena forma física,
Eugenia tenía una circulación sanguínea espantosa. En la cama
siempre le había gustado plantar sus pies helados encima de Peter. A
pesar de la intempestiva hora, Eugenia mostraba un aspecto
inmaculado; iba perfectamente arreglada, incluso con maquillaje. Al
contrario que su todavía marido, no daba la impresión de que
acabara de bajarse de la cama. Peter ni siquiera se había peinado y
la barba sin afeitar le producía un incómodo picor. Se sentía a
morir, y lo más probable es que su aspecto fuera peor que el de un
cadáver. Caminaron en silencio por el sendero de grava que bordeaba
el lago.
—Anoche no pegué ojo —comentó
Eugenia por fin.
—Eso me has dicho.
—Tenía mucho en qué pensar.
Peter había dormido como un tronco. Y
la verdad es que siempre lo hacía. «El sueño de los justos»,
solía decir Eugenia; nada le perturbaba la conciencia. El solía
entenderlo como algo positivo, pero ahora se preguntaba si
sencillamente era incapaz de tener respuestas emocionales adecuadas.
¿Acaso el encuentro con su mujer la noche anterior debería haberle
mantenido despierto, dando vueltas en la cama hasta el amanecer? No
había sido así, y tal vez aquello tenía un significado.
Eugenia se detuvo en seco.
—Peter —espetó con voz enérgica—,
no se me ocurre ninguna otra manera de decirlo...
Peter notó que el corazón se le
aceleraba e ignoraba si era a causa de la esperanza o del terror. No
sabía a ciencia cierta si deseaba escuchar lo que Eugenia tenía
tanto empeño en decirle.
—¿Qué te parecería intentarlo otra
vez? —las palabras le salieron a trompicones, chocándose unas con
otras—. Me refiero a nosotros.
A Peter se le quedó la mente en
blanco.
—Quiero detener el proceso de
divorcio —se apresuró a continuar Eugenia—. Puede que hayamos
cometido un error.
—¿«Hayamos», dices?
—Peter, quiero que vuelvas —los
ojos de su mujer estaban cuajados de lágrimas, y no era por culpa
del cortante viento que soplaba desde el lago—. Quiero que volvamos
a empezar.
Eugenia le miró con ojos suplicantes.
Si por lo menos él consiguiera articular palabra..., pero se había
quedado mudo. ¿No era justo lo que había estado esperando? Todos
aquellos meses apretujado en su antiguo dormitorio había soñado con
escuchar aquellas mismas palabras de labios de su mujer —aquellas
palabras además de: «Axel es una mierda en la cama»—. Ahora, sin
embargo, se sentía más confuso que nunca.
Noooo!!!! Yegua!! Ahora quiere volver, ya perdiste!! chau !!! quiero más!
ResponderEliminarNoooo ni se te ocurra !!!!! Como vuelva cn ella lo voy a odiar....' mucho!!!!!
ResponderEliminarLo k me he podido reir con Cande y Lali,jajaja.Peter tiene dudas después d todo,espero k no acepte.
ResponderEliminarEspero que Peter le diga que nooo y cuando vea a Lali se derrita por ella!!!
ResponderEliminarGracias por los caps!!!
@Titel842
Eugenia alpiste perdiste,Ahora Peter está con la cabeza en otro lado!
ResponderEliminarNooooooo :0 mas mas mas mas
ResponderEliminaruuuuuuuh la que faltaba...
ResponderEliminarleo los otros y te comento! Te amo!