"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

viernes, 27 de julio de 2012

Capítulos 35 y 36


Capítulo 35

Es una de esas mañanas de invierno que se aferran a su reluciente capa de escarcha y los dientes no dejan de castañetearme. Si no hiciera un frío tan endemoniado, me encantaría detenerme a admirar el rutilante paisaje. Cuando me bajo del coche ante la puerta de Cande veo mi aliento, que expulso en ráfagas descompasadas debido a la batalla que he tenido que librar para poder salir de casa antes del mediodía con dos niños vestidos y desayunados.
El coche de Agus no se encuentra en el camino de entrada, lo que significa que ya se ha marchado a trabajar. Aunque resulta patético, me siento culpable ante la mera posibilidad de cruzarme con él, a pesar de que no soy más que la desventurada coartada para las fechorías matrimoniales de Cande. Desde el refugio que supone el sendero del jardín, escucho que Charlotte está a punto de echar la casa abajo con esa clase de alaridos desgarradores que sólo los niños de un año de edad dominan a la perfección. No sé si Cande conseguirá oír el timbre por encima del escándalo.
Lo oye, y se dirige a abrir la puerta con el móvil en la mano. Reparo en el teléfono, y ella evita mi mirada. Confío en que no esté pensando en Nico. Llamarle sería una locura, sobre todo con este griterío de fondo. Nico creería que le llama desde el zoológico a la hora de la comida.
Con objeto de sumar su aportación al caos reinante Ellie recorre la cocina a zancadas mientras toca una trompeta de plástico rojo como si estuviera realizando una audición para la Brighouse y Rastrick Brass Band. Cande tiene tal aspecto que se diría que los tímpanos están a punto de reventarle, que va a expulsar la bilis de un momento a otro y la sangre le va a empezar a hervir. En cualquiera de esas situaciones, en el suelo de la cocina se armaría una buena. Más porquería que recoger. Y eso que no soy nadie para hablar. Yo también estoy sofocada y agobiada, y acarreo en una cadera a Bruno, al que se le ve pálido y mareado.
—Llegas pronto —dice Cande.
—Tengo mis razones —admito. Entonces, lanzo una mirada a mi hijo—. Bruno ha vomitado en el coche.
—Pásamelo.
Cande suspira y me libera de mi descolorido retoño.
—Te compensaré —le prometo.
—¿Cómo?
—No lo sé —respondo—, pero cuenta con algo maravilloso. Espera a que consiga mi primer sueldo —entonces tuerzo el gesto y la miro con aire de súplica—: Necesito otro favor.
—Adelante.
—Voy a acompañar a mi jefe a una reunión de trabajo con un cliente japonés muy importante.
Mi amiga se muestra impresionada, como es natural.
—Ah, ¿sí?
—¿Tienes algún conjunto fabuloso que pueda llevar puesto a una comida de negocios?
—Pues claro —responde Cande—. Mi armario está a rebosar de ropa de firma. ¿Qué prefieres: Armani, Versace, Burberry o quizá un interesante diseño de Stella McCartney?
Ambas nos encaminamos escaleras arriba, en dirección al dormitorio de Cande.
—Cualquier cosa que te hayas comprado en los últimos diez años servirá —le digo—. Estoy desesperada. Hasta las polillas se niegan a comerse mi ropa.
Cande examina mi traje de entierro.
—Cuando cobres tu primera paga, lo primero que tienes que hacer es salir de compras, y no precisamente para tus dichosos niños —con actitud burlona, mi amiga zarandea a Bruno, quien al instante le vomita encima—. ¡Gracias!
Acto seguido, abre el armario de un tirón y señala el interior con gesto triunfal.
—Coge lo que quieras —dice mientras sujeta a mi hijo todo lo lejos que puede—. Este jovencito y yo tenemos que lavarnos a base de bien.
—Eres un ángel —le contesto.
—No siempre —replica ella de manera enigmática antes de desaparecer.
A toda prisa, me quito el traje y rebusco entre la ropa del armario hasta que encuentro un precioso conjunto rojo de falda ajustada y con abertura que Cande debe de haberse puesto para alguna boda. Mi amiga está un poco más rellena que yo y tiene mucho más pecho. Pero no me queda mal; además, por muy copiosa que sea la comida, no tendré que desabrocharme la cinturilla.
Mientras hago un repaso de los zapatos tratando de encontrar un par a juego, Cande entra en la habitación. Mi hijo, ahora reluciente, parece una mosquita muerta.
—Eres un niño muy bueno —le planto un tierno beso en la cabeza—. O más bien lo serías si dejaras de vomitar cada cinco minutos —me embarga una oleada de pánico—: No sé si debo dejarle en estas condiciones.
—Vete a trabajar —decreta mi amiga con firmeza—. Es tu segundo día. Sólo se trata de la típica crisis que las madres trabajadoras tienen que afrontar a diario. Estará perfectamente. La tía Cande cuidará de él —hace una mueca divertida a Bruno, que se echa a reír—. Cuando te hayas tomado un par de copas de vino en la comida, se te habrá olvidado que tienes un hijo.
—Te quiero —beso a Cande en la mejilla—. ¿Qué haría yo sin ti?
—Salir a la calle con pinta de indigente.
En ese momento termino de cambiarme y le muestro mi nueva imagen.
Me contempla con admiración.
—¡Fabulosa! —exclama—. Te odio, Lali Esposito. Nunca he estado así de sensual con ese traje. A Peter se le van a salir los ojos de las órbitas.
—Me preocupa mucho la reunión —confieso—. Espero que vaya bien.
—Pues claro que sí —me asegura Cande—. Los dos acabarán comiendo de tu mano.
—Y encima voy a llegar tarde —resoplo.
—Espera, llévate esto —Cande introduce la cabeza en el armario, revuelve la ropa y me coloca en los brazos otro par de trajes de chaqueta—. Puede que los necesites.
Meto los pies en un par de zapatos de Cande. Acto seguido, las dos salimos a toda prisa de la habitación y bajamos corriendo las escaleras.
—Que te lo pases bien —dice mi amiga.
—Tengo grandes planes para el negocio —anuncio.
—¿Y para Peter también? —mi amiga trata sin éxito de parecer inocente.
Bajo el tono para replicar.
—¿Y tú? —pregunto—. Supongo que no has llamado a tu apuesto amante.
—Pues no —Cande imita mi voz.
—Buena chica —respondo yo, y doy otro beso a mi hijo—. Ya sabes que es lo razonable.
—Pero me convierte en una maldita ama de casa aburrida —protesta Cande.
—Prométeme que vas a ser sensata.
—Seré sensata —afirma mi amiga mientras salgo por la puerta a toda velocidad—. ¡Aguafiestas!
El aire frío me golpea como una bofetada tras la acogedora calidez de la casa. Arrojo sus trajes a la parte posterior del coche. Ojalá pudiera quedarme con Cande tomando té y galletas y viendo los absurdos programas de televisión que emiten por las mañanas. Pero en el fondo sé que no es verdad; sólo se trata de un estado de pánico transitorio. Lo que pasa es que deseo con todas mis fuerzas que me vaya bien en este empleo; que nos vaya bien a todos.
—Deséame suerte —le pido con la voz entrecortada por los nervios.
—No vas a necesitarla —responde desde la puerta—. Será coser y cantar, ya lo verás.

Capítulo 36

El móvil de Peter sonó a las seis en punto de la mañana. Nadie le llamaba a esas horas. Nunca.
Una vez que hubo salido de la cama y se las hubo ingeniado para encontrar el teléfono —que estaba agazapado en el regazo de Georgie Best—, se sorprendió aún más al descubrir que era Eugenia quien se encontraba al otro lado de la línea.
—Hola —dijo ella—. ¿No te habré despertado?
—No —repuso Peter, ahogando un bostezo que le humedeció los ojos—. ¿Por qué iba a estar durmiendo a estas horas?
En el exterior apenas había amanecido. Franjas de luz mortecina jugueteaban con las cortinas.
—Lo siento —se disculpó ella—. Estoy en la calle, corriendo. Quería despejarme la cabeza.
—Ah, qué bien.
Su propia cabeza estaba un tanto confusa, pero nada en la faz de la Tierra le haría salir de la cama a las seis de la mañana para borrar sus preocupaciones por medio del deporte. Peter era de la opinión de que una agradable taza de té y un desayuno sustancioso surtirían el mismo efecto, aunque era verdad que Eugenia siempre había recurrido al footing en sus momentos de estrés.
—Me alegré de verte anoche.
—Sí —respondió Peter.
A continuación se produjo un prolongado silencio tan sólo interrumpido por los jadeos de Eugenia. Peter se puso a dar brincos, alternando el peso del cuerpo sobre cada pie. Sus padres siempre habían sido austeros con respecto a la calefacción y, a pesar de que se estaban haciendo mayores, no parecía detectarse ningún cambio discernible en sus costumbres. La antiquísima moqueta se notaba áspera bajo las plantas de los pies descalzos.
—Peter —dijo Eugenia—, ¿quieres reunirte conmigo en Willen Lake, junto al lago?
—Claro.
—Me refiero a ahora mismo.
—Ah —dijo Peter—. ¿Por qué?
—Hay cosas que quiero explicarte —respondió Eugenia con una nota de intimidad— y no puedo decirlas por teléfono.
Cosas que, al parecer, no pudo decir en el ambiente acogedor y caldeado del pub, la noche anterior.
—Apenas he pegado ojo —prosiguió Eugenia—. Tengo que verte.
—De acuerdo.
—Ven lo antes que puedas —apremió ella—. Te estaré esperando en el aparcamiento.
—Muy bien —Peter se preguntó si debería ducharse y afeitarse, o si era preferible ahorrar tiempo y optar por la imagen neandertal—. No irás a decirme que estás embarazada, ¿verdad?
Con tono horrorizado, Eugenia preguntó:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Nada —repuso él—. Estaré ahí en cinco minutos.
Tardó más de veinticinco minutos en llegar, pero es que invirtió más tiempo del que había previsto en ausentarse a hurtadillas. Peter nunca se había fijado en lo mucho que crujían los peldaños de la escalera, y no se sentía inclinado a explicar a Claudia por qué se escabullía de la casa de madrugada, con aquel frío glacial. Además, antes de emprender la marcha tuvo que aplicar al coche una generosa ración de anticongelante para derretir la recalcitrante escarcha.
Por fortuna, a una hora tan temprana transitaban pocos coches y, además, todas las calles eran largas y rectas, de modo que no había que dilucidar demasiado a la hora de desplazarse de un extremo a otro de la ciudad. Mientras abandonaba la carretera principal y descendía hacia la orilla del lago, se percató de que el BMW de Eugenia era el único vehículo aparcado en la zona de estacionamiento cercana al club de vela y el polideportivo. Estaba acurrucada en el interior del automóvil. Mientras Peter cerraba el coche, escuchó el sonido de su radio a todo volumen. Le sorprendió darse cuenta de que él mismo empezaba a preferir la emisora favorita de sus padres, Radio Cuatro, en lugar del estridente balbuceo de Radio Uno. Señal inequívoca de que se estaba haciendo mayor.
Mientras, aterido de frío, caminaba en dirección a Eugenia, ella abandonó el cálido ambiente del interior del vehículo y se encaminó hacia él.
—¿Sigues corriendo todas las mañanas? —preguntó Peter al tiempo que tiritaba.
—Sí —respondió Eugenia con una sonrisa—. Casi todas. Aún me gusta.
Tal vez él y su mujer no habían sido tan compatibles como en un primer momento hubiera podido parecer. Antes que ponerse a correr, Peter prefería practicar el baile country, como había demostrado recientemente. Sin embargo pensó que era mejor no desvelar a Eugenia semejante información.
—¿Damos un paseo? —propuso ella.
Peter opinaba que sería preferible entrar en uno de los coches y encender la calefacción, pero se escuchó a sí mismo decir:
—Sí.
Partieron en dirección al lago. El cielo se veía pálido, apenas con una traza de azul, y estaba salpicado de gruesas nubes grises que reflejaban la ondulante extensión del agua. Un grupo de robustos gansos del Canadá deambulaba sin rumbo cruzándose por el camino de los paseantes, con la esperanza de encontrar alguna migaja de pan que los sacara de los apuros propios de los crudos meses invernales. Peter lamentó que no se le hubiera ocurrido robar un poco de pan en la cocina de su madre para paliar tan lamentable situación.
Mientras paseaban, ambos mantenían una prudente distancia; caminaban codo con codo, pero sin rozarse. Pasaron junto a la zona de juegos infantiles y el quiosco de helados, cerrado durante el invierno. Peter reparó en que ellos dos eran las únicas personas lo bastante dementes como para estar dando una vuelta a semejantes horas. Poco tiempo atrás habría tomado entre sus manos calientes los dedos congelados de su mujer y los habría frotado para sacarlos del entumecimiento, o bien los habría metido en su propio bolsillo. Para ser alguien en tan buena forma física, Eugenia tenía una circulación sanguínea espantosa. En la cama siempre le había gustado plantar sus pies helados encima de Peter. A pesar de la intempestiva hora, Eugenia mostraba un aspecto inmaculado; iba perfectamente arreglada, incluso con maquillaje. Al contrario que su todavía marido, no daba la impresión de que acabara de bajarse de la cama. Peter ni siquiera se había peinado y la barba sin afeitar le producía un incómodo picor. Se sentía a morir, y lo más probable es que su aspecto fuera peor que el de un cadáver. Caminaron en silencio por el sendero de grava que bordeaba el lago.
—Anoche no pegué ojo —comentó Eugenia por fin.
—Eso me has dicho.
—Tenía mucho en qué pensar.
Peter había dormido como un tronco. Y la verdad es que siempre lo hacía. «El sueño de los justos», solía decir Eugenia; nada le perturbaba la conciencia. El solía entenderlo como algo positivo, pero ahora se preguntaba si sencillamente era incapaz de tener respuestas emocionales adecuadas. ¿Acaso el encuentro con su mujer la noche anterior debería haberle mantenido despierto, dando vueltas en la cama hasta el amanecer? No había sido así, y tal vez aquello tenía un significado.
Eugenia se detuvo en seco.
—Peter —espetó con voz enérgica—, no se me ocurre ninguna otra manera de decirlo...
Peter notó que el corazón se le aceleraba e ignoraba si era a causa de la esperanza o del terror. No sabía a ciencia cierta si deseaba escuchar lo que Eugenia tenía tanto empeño en decirle.
—¿Qué te parecería intentarlo otra vez? —las palabras le salieron a trompicones, chocándose unas con otras—. Me refiero a nosotros.
A Peter se le quedó la mente en blanco.
—Quiero detener el proceso de divorcio —se apresuró a continuar Eugenia—. Puede que hayamos cometido un error.
—¿«Hayamos», dices?
—Peter, quiero que vuelvas —los ojos de su mujer estaban cuajados de lágrimas, y no era por culpa del cortante viento que soplaba desde el lago—. Quiero que volvamos a empezar.
Eugenia le miró con ojos suplicantes. Si por lo menos él consiguiera articular palabra..., pero se había quedado mudo. ¿No era justo lo que había estado esperando? Todos aquellos meses apretujado en su antiguo dormitorio había soñado con escuchar aquellas mismas palabras de labios de su mujer —aquellas palabras además de: «Axel es una mierda en la cama»—. Ahora, sin embargo, se sentía más confuso que nunca.

7 comentarios:

  1. Noooo!!!! Yegua!! Ahora quiere volver, ya perdiste!! chau !!! quiero más!

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  2. Noooo ni se te ocurra !!!!! Como vuelva cn ella lo voy a odiar....' mucho!!!!!

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  3. Lo k me he podido reir con Cande y Lali,jajaja.Peter tiene dudas después d todo,espero k no acepte.

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  4. Espero que Peter le diga que nooo y cuando vea a Lali se derrita por ella!!!
    Gracias por los caps!!!
    @Titel842

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  5. Lina (@Lina_AR12)28 de julio de 2012, 4:40

    Eugenia alpiste perdiste,Ahora Peter está con la cabeza en otro lado!

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  6. uuuuuuuh la que faltaba...

    leo los otros y te comento! Te amo!

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