Capítulo 37
El suelo de la oficina sigue cubierto
de cerros de papel. Estoy sentada al escritorio, revisando a ritmo
lento pero seguro uno de ellos, bastante elevado, por cierto. La
mayoría de los papeles deberían haberse archivado tiempo atrás. Se
ve que Peter no hace limpiezas generales en su sistema de archivos; a
lo mejor es que carece de sistema.
A cargo de las bebidas un día más,
Peter remueve el té con aire pensativo.
—Bueno —le digo, levantando la
vista de los documentos—, da la impresión de que vais a volver.
Peter se encoge de hombros sin
comprometerse.
—Eso parece.
Se acerca con el té y se sienta en la
silla de jardín frente a mí. Una expresión afligida le ensombrece
el semblante. Abandono cualquier intento de poner en orden el amasijo
de facturas.
—Podrías mostrarte un poco más
entusiasmado —sugiero.
—Ya lo estoy —Peter acompaña su
afirmación con un desdichado resoplido apenas audible—. Es
increíble. Estaba casado y de pronto me encuentro en trámites de
divorciarme. Ahora, por lo visto, vuelvo a estar casado otra vez.
—Así que le ha dado la patada a
Axel, el carnicero.
Peter bebe un ensimismado sorbo de té.
—No exactamente.
—¿A qué te refieres?
—Eugenia no quiere precipitarse
—explica Peter—. Voy a quedarme en casa de mi madre un poco más.
Involuntariamente, arqueo las cejas
ante la noticia.
—Es que necesita encontrar el momento
adecuado para comunicárselo con delicadeza.
—¿Acaso tuvo la misma atención
contigo?
—Me temo que la respuesta es la misma
que antes: no exactamente.
—Humm, entiendo. Así que tú sigues
durmiendo en tu antigua y estrecha cama en casa de tus padres
mientras el carnicero continúa compartiendo con tu mujer tu cama
doble y tu atractiva residencia con cuatro dormitorios y jardín.
—Por ahora, sí.
—¿Y qué sales ganando tú con ese
acuerdo?
Peter frunce el ceño.
—Aún no estoy seguro.
Suelto un bufido sarcástico.
—Suena exactamente igual que las
jugarretas de mis ex maridos. Benjamin se las ingenió para
convencerme de que nuestra relación se fortalecería si tuviéramos
un matrimonio «abierto». Lo que venía a significar era que él
tenía carta blanca para salir todas las noches por ahí a echar
polvos como un loco mientras yo tema que quedarme en casa a cuidar
de... —noté que me sonrojaba—, del gato.
Peter se mostró sorprendido.
—¿Tienes un gato?
—Ya no —me apresuré a decir en un
intento por echar tierra sobre las zonas secretas de mi vida—.
Desapareció el mismo día que mi marido. Eran tal para cual, dos
machos sin castrar.
Nos echamos a reír a la vez.
—Me gusta que estés en la oficina
—comenta Peter.
—Y a mí me gusta estar.
—Esta mañana me he dado prisa por
llegar —admite él, mientras que un leve rubor riñe sus mejillas.
Dios santo, adoro a los hombres que se sonrojan. Cada vez escasean
más—. Hacía mucho tiempo que la idea de venir a trabajar no me
entusiasmaba tanto.
No entiendo muy bien las implicaciones
de su franqueza, pero es verdad que se le ve un tanto desaliñado
esta mañana. En un sentido atractivo, debo decirlo.
—Juntos podemos hacer grandes cosas
—continúa.
—¿En la oficina?
—¿Dónde si no? —se extraña él.
Claro, ¿dónde si no?
—En fin... —vuelve a suspirar y se
aprieta la taza contra el pecho—, ¿qué me aconsejas?
—Hablas con la persona menos adecuada
para ofrecer consejos sobre las relaciones de pareja —declaro yo—.
Soy a las relaciones de pareja lo que Sweeney Todd a los pasteles de
carne. Mi marcador actual es el siguiente: Cabrones, dos puntos;
Lali, cero puntos.
—¿Estás segura de que en la
descripción de tu puesto de trabajo no se encuentra la organización
de la vida Personal de tu jefe, además de la de sus archivos?
—No tengo una descripción de mi
puesto de trabajo
—Si la tuvieras —dice Peter—,
deberías añadir eso.
—Te las tendrás que arreglar tú
solo.
No quiero que me echen la culpa de lo
que pueda ocurrir, o no, entre Peter y su mujer. Aunque la verdad es
que me muero por decirle con pelos y señales lo que tiene que hacer.
Y eso estaría relacionado con mandar a alguien a tomar viento fresco
y la posible infelicidad de la encantadora y caprichosa Eugenia.
—Quiero darle tiempo para que se
organice —me lanza una mirada melancólica—. El tiempo es lo
único que me sobra...
—Peter —le interrumpo—, ¿te han
dicho alguna vez que eres demasiado bueno para este mundo?
Capítulo 38
Cande se encontraba sentada en el sofá
viendo en el televisor otra novedad matinal. Su vida giraba en torno
a programas televisivos en los que aparecían Dale Winton y David
Dickinson, y a veces Gloria Hunniford. Su propia existencia había
llegado a ser tan enfermiza y patética que empezaba a enamorarse de
Richard Madeley, ¡qué horror!
Bruno, Charlotte y Ellie estaban
acurrucados a su lado, dormidos como troncos. Un bendito respiro en
medio del balbuceo sin tregua. Aun así, el momento de paz sólo se
había conseguido tras una hora de golpeteo al contenido de un
paquete de masa para bizcochos —con la subsiguiente salpicadura en
las paredes—, que tuvo como resultado final un conjunto de
pastelillos quemados con una capa de glaseado verde y adornados con
bolitas de azúcar plateadas. ¿No habría estado bien introducir un
poco de hachís en algunos de los pasteles? De esa manera Cande
habría podido pasar la tarde que tenía por delante en un estado
mental más apacible. Pero ya habían quedado atrás los días de
coqueteo con las drogas blandas. Las únicas que ahora tenía en el
horizonte eran las pastillas contra la depresión. Se deprimía sólo
de pensarlo.
Varios de los participantes en un
absurdo concurso estaban siendo entrevistados por un presentador gay
vestido de naranja que se había pasado con la cirugía plástica.
—¿Y qué aficiones tienes? —preguntó
el presentador con voz risueña a uno de los concursantes.
—¿Y qué aficiones tienes, Cande?
—coreó ella—. ¿Yo? —puso su voz más femenina—. Lo
que más me gusta es pasar el día quitando las manchas de la ropa de
los hijos de mi amiga. Y ver concursos de mierda como éste.
La concursante del programa de
televisión tenía un excelente empleo en la City de Londres,
colaboraba con varias ONG, corría en maratones, horneaba pasteles
caseros y, posiblemente, cosía ella misma las lentejuelas que
llevaba en la ropa. «Y nosotros nos lo tenemos que creer», pensó
Cande. Si la vida de esa mujer era tan completa, ¿por qué iba a
prestarse a aparecer en un concurso televisivo de tres al cuarto?
Cande contempló su teléfono móvil
con nostalgia. ¿Sería tan malo llamar? Sólo una breve llamada para
animar un día aburrido e interminable, un día que avanzaba a paso
de tortuga hasta la hora de la comida y luego se arrastraba unas
horas más hasta la cena de los niños. A aquello se había reducido
su vida. Por la mañana, había sentido envidia al ver a Lali salir
corriendo en dirección a su fabuloso empleo y a su flamante jefe,
también fabuloso. Entre otras cosas, porque a su amiga el traje de
chaqueta rojo le sentaba mucho mejor. Por cierto, ¿cuándo había
tenido Cande la última ocasión de ponerse ropa elegante? Ni se
acordaba, claro. Ahora que todas sus amigas habían abandonado la
soltería, sólo tenía en perspectiva algún que otro bautizo o un
matrimonio en segundas nupcias.
Tenía la impresión de que las células
de su cerebro se estaban atrofiando también. Había días en los que
si se producía una pausa en el nivel de decibelios, imaginaba a los
niños marchitándose y muriendo, uno detrás del otro.
Mordisqueándose el labio con
nerviosismo, agarró el móvil. Detuvo los dedos antes de marcar el
número de Nico, que ya se sabía de memoria; y es que su cerebro era
capaz de memorizar ciertas cosas sin problemas. Mientras pulsaba el
primer número, Bruno soltó un gemido y acto seguido se puso a
vomitar.
—Vamos, tesoro —Cande levantó al
niño, con cuidado de mantenerle a cierta distancia, y lo fue
empujando a través de la cocina—. Está claro que mi destino es
pasarme el resto de la vida recogiendo la porquería que van soltando
los hombres.
Sentó al niño en el escurridero junto
a la pila y le limpió la cara con papel de cocina empapado en agua
caliente.
—Eres un niño precioso —le dijo—;
pero, por desgracia, me recuerdas a tu padre.
Bruno soltó una risita a modo de
respuesta.
—Confío en que no heredes sus peores
defectos —continuó—, o harás sufrir un montón a alguna pobre
mujer —devolvió su atención a las manitas pegajosas—.
Esperemos, por el bien de tu madre, que tu papá no vuelva a aparecer
nunca más.
—Papá —coreó Bruno.
—Confío en que no hayas entendido
más que eso —le dijo Cande mientras le hacía cosquillas en la
barbilla con un trozo de papel—. Y dime, ¿no preferirías a un
hombre como Peter?
Bruno dio una palmada.
—¿Te encuentras mejor?
—Caramelos —dijo Bruno.
—Sí, estás mejor.
Cande le llevó en brazos al salón y
le acurrucó en su regazo. En cuestión de minutos, volvió a
quedarse dormido. El concurso de la televisión había terminado y no
había ningún programa en el resto de canales que consiguiera
impedir que su mente divagara. Pronto sus hijas se despertarían y
requerirían una nueva ronda de comida. Era cuestión de ahora o
nunca. Antes de pensárselo mejor, marcó el número de Nico.