"El cuento ha cambiado, el zapato no se ha encontrado. Caperucita se come al lobo, el principe se vuelve sapo, la princesa tiene estrias, hay que cenar con la madrastra en nochevieja, el hada madrina se jubiló y los enanos trabajan en el circo."

domingo, 29 de julio de 2012

Capítulos 37 y 38


Capítulo 37

El suelo de la oficina sigue cubierto de cerros de papel. Estoy sentada al escritorio, revisando a ritmo lento pero seguro uno de ellos, bastante elevado, por cierto. La mayoría de los papeles deberían haberse archivado tiempo atrás. Se ve que Peter no hace limpiezas generales en su sistema de archivos; a lo mejor es que carece de sistema.
A cargo de las bebidas un día más, Peter remueve el té con aire pensativo.
—Bueno —le digo, levantando la vista de los documentos—, da la impresión de que vais a volver.
Peter se encoge de hombros sin comprometerse.
—Eso parece.
Se acerca con el té y se sienta en la silla de jardín frente a mí. Una expresión afligida le ensombrece el semblante. Abandono cualquier intento de poner en orden el amasijo de facturas.
—Podrías mostrarte un poco más entusiasmado —sugiero.
—Ya lo estoy —Peter acompaña su afirmación con un desdichado resoplido apenas audible—. Es increíble. Estaba casado y de pronto me encuentro en trámites de divorciarme. Ahora, por lo visto, vuelvo a estar casado otra vez.
—Así que le ha dado la patada a Axel, el carnicero.
Peter bebe un ensimismado sorbo de té.
—No exactamente.
—¿A qué te refieres?
—Eugenia no quiere precipitarse —explica Peter—. Voy a quedarme en casa de mi madre un poco más.
Involuntariamente, arqueo las cejas ante la noticia.
—Es que necesita encontrar el momento adecuado para comunicárselo con delicadeza.
—¿Acaso tuvo la misma atención contigo?
—Me temo que la respuesta es la misma que antes: no exactamente.
—Humm, entiendo. Así que tú sigues durmiendo en tu antigua y estrecha cama en casa de tus padres mientras el carnicero continúa compartiendo con tu mujer tu cama doble y tu atractiva residencia con cuatro dormitorios y jardín.
—Por ahora, sí.
—¿Y qué sales ganando tú con ese acuerdo?
Peter frunce el ceño.
—Aún no estoy seguro.
Suelto un bufido sarcástico.
—Suena exactamente igual que las jugarretas de mis ex maridos. Benjamin se las ingenió para convencerme de que nuestra relación se fortalecería si tuviéramos un matrimonio «abierto». Lo que venía a significar era que él tenía carta blanca para salir todas las noches por ahí a echar polvos como un loco mientras yo tema que quedarme en casa a cuidar de... —noté que me sonrojaba—, del gato.
Peter se mostró sorprendido.
—¿Tienes un gato?
—Ya no —me apresuré a decir en un intento por echar tierra sobre las zonas secretas de mi vida—. Desapareció el mismo día que mi marido. Eran tal para cual, dos machos sin castrar.
Nos echamos a reír a la vez.
—Me gusta que estés en la oficina —comenta Peter.
—Y a mí me gusta estar.
—Esta mañana me he dado prisa por llegar —admite él, mientras que un leve rubor riñe sus mejillas. Dios santo, adoro a los hombres que se sonrojan. Cada vez escasean más—. Hacía mucho tiempo que la idea de venir a trabajar no me entusiasmaba tanto.
No entiendo muy bien las implicaciones de su franqueza, pero es verdad que se le ve un tanto desaliñado esta mañana. En un sentido atractivo, debo decirlo.
—Juntos podemos hacer grandes cosas —continúa.
—¿En la oficina?
—¿Dónde si no? —se extraña él.
Claro, ¿dónde si no?
—En fin... —vuelve a suspirar y se aprieta la taza contra el pecho—, ¿qué me aconsejas?
—Hablas con la persona menos adecuada para ofrecer consejos sobre las relaciones de pareja —declaro yo—. Soy a las relaciones de pareja lo que Sweeney Todd a los pasteles de carne. Mi marcador actual es el siguiente: Cabrones, dos puntos; Lali, cero puntos.
—¿Estás segura de que en la descripción de tu puesto de trabajo no se encuentra la organización de la vida Personal de tu jefe, además de la de sus archivos?
—No tengo una descripción de mi puesto de trabajo
—Si la tuvieras —dice Peter—, deberías añadir eso.
—Te las tendrás que arreglar tú solo.
No quiero que me echen la culpa de lo que pueda ocurrir, o no, entre Peter y su mujer. Aunque la verdad es que me muero por decirle con pelos y señales lo que tiene que hacer. Y eso estaría relacionado con mandar a alguien a tomar viento fresco y la posible infelicidad de la encantadora y caprichosa Eugenia.
—Quiero darle tiempo para que se organice —me lanza una mirada melancólica—. El tiempo es lo único que me sobra...
—Peter —le interrumpo—, ¿te han dicho alguna vez que eres demasiado bueno para este mundo?

Capítulo 38

Cande se encontraba sentada en el sofá viendo en el televisor otra novedad matinal. Su vida giraba en torno a programas televisivos en los que aparecían Dale Winton y David Dickinson, y a veces Gloria Hunniford. Su propia existencia había llegado a ser tan enfermiza y patética que empezaba a enamorarse de Richard Madeley, ¡qué horror!
Bruno, Charlotte y Ellie estaban acurrucados a su lado, dormidos como troncos. Un bendito respiro en medio del balbuceo sin tregua. Aun así, el momento de paz sólo se había conseguido tras una hora de golpeteo al contenido de un paquete de masa para bizcochos —con la subsiguiente salpicadura en las paredes—, que tuvo como resultado final un conjunto de pastelillos quemados con una capa de glaseado verde y adornados con bolitas de azúcar plateadas. ¿No habría estado bien introducir un poco de hachís en algunos de los pasteles? De esa manera Cande habría podido pasar la tarde que tenía por delante en un estado mental más apacible. Pero ya habían quedado atrás los días de coqueteo con las drogas blandas. Las únicas que ahora tenía en el horizonte eran las pastillas contra la depresión. Se deprimía sólo de pensarlo.
Varios de los participantes en un absurdo concurso estaban siendo entrevistados por un presentador gay vestido de naranja que se había pasado con la cirugía plástica.
—¿Y qué aficiones tienes? —preguntó el presentador con voz risueña a uno de los concursantes.
—¿Y qué aficiones tienes, Cande? —coreó ella—. ¿Yo? —puso su voz más femenina—. Lo que más me gusta es pasar el día quitando las manchas de la ropa de los hijos de mi amiga. Y ver concursos de mierda como éste.
La concursante del programa de televisión tenía un excelente empleo en la City de Londres, colaboraba con varias ONG, corría en maratones, horneaba pasteles caseros y, posiblemente, cosía ella misma las lentejuelas que llevaba en la ropa. «Y nosotros nos lo tenemos que creer», pensó Cande. Si la vida de esa mujer era tan completa, ¿por qué iba a prestarse a aparecer en un concurso televisivo de tres al cuarto?
Cande contempló su teléfono móvil con nostalgia. ¿Sería tan malo llamar? Sólo una breve llamada para animar un día aburrido e interminable, un día que avanzaba a paso de tortuga hasta la hora de la comida y luego se arrastraba unas horas más hasta la cena de los niños. A aquello se había reducido su vida. Por la mañana, había sentido envidia al ver a Lali salir corriendo en dirección a su fabuloso empleo y a su flamante jefe, también fabuloso. Entre otras cosas, porque a su amiga el traje de chaqueta rojo le sentaba mucho mejor. Por cierto, ¿cuándo había tenido Cande la última ocasión de ponerse ropa elegante? Ni se acordaba, claro. Ahora que todas sus amigas habían abandonado la soltería, sólo tenía en perspectiva algún que otro bautizo o un matrimonio en segundas nupcias.
Tenía la impresión de que las células de su cerebro se estaban atrofiando también. Había días en los que si se producía una pausa en el nivel de decibelios, imaginaba a los niños marchitándose y muriendo, uno detrás del otro.
Mordisqueándose el labio con nerviosismo, agarró el móvil. Detuvo los dedos antes de marcar el número de Nico, que ya se sabía de memoria; y es que su cerebro era capaz de memorizar ciertas cosas sin problemas. Mientras pulsaba el primer número, Bruno soltó un gemido y acto seguido se puso a vomitar.
—Vamos, tesoro —Cande levantó al niño, con cuidado de mantenerle a cierta distancia, y lo fue empujando a través de la cocina—. Está claro que mi destino es pasarme el resto de la vida recogiendo la porquería que van soltando los hombres.
Sentó al niño en el escurridero junto a la pila y le limpió la cara con papel de cocina empapado en agua caliente.
—Eres un niño precioso —le dijo—; pero, por desgracia, me recuerdas a tu padre.
Bruno soltó una risita a modo de respuesta.
—Confío en que no heredes sus peores defectos —continuó—, o harás sufrir un montón a alguna pobre mujer —devolvió su atención a las manitas pegajosas—. Esperemos, por el bien de tu madre, que tu papá no vuelva a aparecer nunca más.
—Papá —coreó Bruno.
—Confío en que no hayas entendido más que eso —le dijo Cande mientras le hacía cosquillas en la barbilla con un trozo de papel—. Y dime, ¿no preferirías a un hombre como Peter?
Bruno dio una palmada.
—¿Te encuentras mejor?
—Caramelos —dijo Bruno.
—Sí, estás mejor.
Cande le llevó en brazos al salón y le acurrucó en su regazo. En cuestión de minutos, volvió a quedarse dormido. El concurso de la televisión había terminado y no había ningún programa en el resto de canales que consiguiera impedir que su mente divagara. Pronto sus hijas se despertarían y requerirían una nueva ronda de comida. Era cuestión de ahora o nunca. Antes de pensárselo mejor, marcó el número de Nico.

viernes, 27 de julio de 2012

Capítulos 35 y 36


Capítulo 35

Es una de esas mañanas de invierno que se aferran a su reluciente capa de escarcha y los dientes no dejan de castañetearme. Si no hiciera un frío tan endemoniado, me encantaría detenerme a admirar el rutilante paisaje. Cuando me bajo del coche ante la puerta de Cande veo mi aliento, que expulso en ráfagas descompasadas debido a la batalla que he tenido que librar para poder salir de casa antes del mediodía con dos niños vestidos y desayunados.
El coche de Agus no se encuentra en el camino de entrada, lo que significa que ya se ha marchado a trabajar. Aunque resulta patético, me siento culpable ante la mera posibilidad de cruzarme con él, a pesar de que no soy más que la desventurada coartada para las fechorías matrimoniales de Cande. Desde el refugio que supone el sendero del jardín, escucho que Charlotte está a punto de echar la casa abajo con esa clase de alaridos desgarradores que sólo los niños de un año de edad dominan a la perfección. No sé si Cande conseguirá oír el timbre por encima del escándalo.
Lo oye, y se dirige a abrir la puerta con el móvil en la mano. Reparo en el teléfono, y ella evita mi mirada. Confío en que no esté pensando en Nico. Llamarle sería una locura, sobre todo con este griterío de fondo. Nico creería que le llama desde el zoológico a la hora de la comida.
Con objeto de sumar su aportación al caos reinante Ellie recorre la cocina a zancadas mientras toca una trompeta de plástico rojo como si estuviera realizando una audición para la Brighouse y Rastrick Brass Band. Cande tiene tal aspecto que se diría que los tímpanos están a punto de reventarle, que va a expulsar la bilis de un momento a otro y la sangre le va a empezar a hervir. En cualquiera de esas situaciones, en el suelo de la cocina se armaría una buena. Más porquería que recoger. Y eso que no soy nadie para hablar. Yo también estoy sofocada y agobiada, y acarreo en una cadera a Bruno, al que se le ve pálido y mareado.
—Llegas pronto —dice Cande.
—Tengo mis razones —admito. Entonces, lanzo una mirada a mi hijo—. Bruno ha vomitado en el coche.
—Pásamelo.
Cande suspira y me libera de mi descolorido retoño.
—Te compensaré —le prometo.
—¿Cómo?
—No lo sé —respondo—, pero cuenta con algo maravilloso. Espera a que consiga mi primer sueldo —entonces tuerzo el gesto y la miro con aire de súplica—: Necesito otro favor.
—Adelante.
—Voy a acompañar a mi jefe a una reunión de trabajo con un cliente japonés muy importante.
Mi amiga se muestra impresionada, como es natural.
—Ah, ¿sí?
—¿Tienes algún conjunto fabuloso que pueda llevar puesto a una comida de negocios?
—Pues claro —responde Cande—. Mi armario está a rebosar de ropa de firma. ¿Qué prefieres: Armani, Versace, Burberry o quizá un interesante diseño de Stella McCartney?
Ambas nos encaminamos escaleras arriba, en dirección al dormitorio de Cande.
—Cualquier cosa que te hayas comprado en los últimos diez años servirá —le digo—. Estoy desesperada. Hasta las polillas se niegan a comerse mi ropa.
Cande examina mi traje de entierro.
—Cuando cobres tu primera paga, lo primero que tienes que hacer es salir de compras, y no precisamente para tus dichosos niños —con actitud burlona, mi amiga zarandea a Bruno, quien al instante le vomita encima—. ¡Gracias!
Acto seguido, abre el armario de un tirón y señala el interior con gesto triunfal.
—Coge lo que quieras —dice mientras sujeta a mi hijo todo lo lejos que puede—. Este jovencito y yo tenemos que lavarnos a base de bien.
—Eres un ángel —le contesto.
—No siempre —replica ella de manera enigmática antes de desaparecer.
A toda prisa, me quito el traje y rebusco entre la ropa del armario hasta que encuentro un precioso conjunto rojo de falda ajustada y con abertura que Cande debe de haberse puesto para alguna boda. Mi amiga está un poco más rellena que yo y tiene mucho más pecho. Pero no me queda mal; además, por muy copiosa que sea la comida, no tendré que desabrocharme la cinturilla.
Mientras hago un repaso de los zapatos tratando de encontrar un par a juego, Cande entra en la habitación. Mi hijo, ahora reluciente, parece una mosquita muerta.
—Eres un niño muy bueno —le planto un tierno beso en la cabeza—. O más bien lo serías si dejaras de vomitar cada cinco minutos —me embarga una oleada de pánico—: No sé si debo dejarle en estas condiciones.
—Vete a trabajar —decreta mi amiga con firmeza—. Es tu segundo día. Sólo se trata de la típica crisis que las madres trabajadoras tienen que afrontar a diario. Estará perfectamente. La tía Cande cuidará de él —hace una mueca divertida a Bruno, que se echa a reír—. Cuando te hayas tomado un par de copas de vino en la comida, se te habrá olvidado que tienes un hijo.
—Te quiero —beso a Cande en la mejilla—. ¿Qué haría yo sin ti?
—Salir a la calle con pinta de indigente.
En ese momento termino de cambiarme y le muestro mi nueva imagen.
Me contempla con admiración.
—¡Fabulosa! —exclama—. Te odio, Lali Esposito. Nunca he estado así de sensual con ese traje. A Peter se le van a salir los ojos de las órbitas.
—Me preocupa mucho la reunión —confieso—. Espero que vaya bien.
—Pues claro que sí —me asegura Cande—. Los dos acabarán comiendo de tu mano.
—Y encima voy a llegar tarde —resoplo.
—Espera, llévate esto —Cande introduce la cabeza en el armario, revuelve la ropa y me coloca en los brazos otro par de trajes de chaqueta—. Puede que los necesites.
Meto los pies en un par de zapatos de Cande. Acto seguido, las dos salimos a toda prisa de la habitación y bajamos corriendo las escaleras.
—Que te lo pases bien —dice mi amiga.
—Tengo grandes planes para el negocio —anuncio.
—¿Y para Peter también? —mi amiga trata sin éxito de parecer inocente.
Bajo el tono para replicar.
—¿Y tú? —pregunto—. Supongo que no has llamado a tu apuesto amante.
—Pues no —Cande imita mi voz.
—Buena chica —respondo yo, y doy otro beso a mi hijo—. Ya sabes que es lo razonable.
—Pero me convierte en una maldita ama de casa aburrida —protesta Cande.
—Prométeme que vas a ser sensata.
—Seré sensata —afirma mi amiga mientras salgo por la puerta a toda velocidad—. ¡Aguafiestas!
El aire frío me golpea como una bofetada tras la acogedora calidez de la casa. Arrojo sus trajes a la parte posterior del coche. Ojalá pudiera quedarme con Cande tomando té y galletas y viendo los absurdos programas de televisión que emiten por las mañanas. Pero en el fondo sé que no es verdad; sólo se trata de un estado de pánico transitorio. Lo que pasa es que deseo con todas mis fuerzas que me vaya bien en este empleo; que nos vaya bien a todos.
—Deséame suerte —le pido con la voz entrecortada por los nervios.
—No vas a necesitarla —responde desde la puerta—. Será coser y cantar, ya lo verás.

Capítulo 36

El móvil de Peter sonó a las seis en punto de la mañana. Nadie le llamaba a esas horas. Nunca.
Una vez que hubo salido de la cama y se las hubo ingeniado para encontrar el teléfono —que estaba agazapado en el regazo de Georgie Best—, se sorprendió aún más al descubrir que era Eugenia quien se encontraba al otro lado de la línea.
—Hola —dijo ella—. ¿No te habré despertado?
—No —repuso Peter, ahogando un bostezo que le humedeció los ojos—. ¿Por qué iba a estar durmiendo a estas horas?
En el exterior apenas había amanecido. Franjas de luz mortecina jugueteaban con las cortinas.
—Lo siento —se disculpó ella—. Estoy en la calle, corriendo. Quería despejarme la cabeza.
—Ah, qué bien.
Su propia cabeza estaba un tanto confusa, pero nada en la faz de la Tierra le haría salir de la cama a las seis de la mañana para borrar sus preocupaciones por medio del deporte. Peter era de la opinión de que una agradable taza de té y un desayuno sustancioso surtirían el mismo efecto, aunque era verdad que Eugenia siempre había recurrido al footing en sus momentos de estrés.
—Me alegré de verte anoche.
—Sí —respondió Peter.
A continuación se produjo un prolongado silencio tan sólo interrumpido por los jadeos de Eugenia. Peter se puso a dar brincos, alternando el peso del cuerpo sobre cada pie. Sus padres siempre habían sido austeros con respecto a la calefacción y, a pesar de que se estaban haciendo mayores, no parecía detectarse ningún cambio discernible en sus costumbres. La antiquísima moqueta se notaba áspera bajo las plantas de los pies descalzos.
—Peter —dijo Eugenia—, ¿quieres reunirte conmigo en Willen Lake, junto al lago?
—Claro.
—Me refiero a ahora mismo.
—Ah —dijo Peter—. ¿Por qué?
—Hay cosas que quiero explicarte —respondió Eugenia con una nota de intimidad— y no puedo decirlas por teléfono.
Cosas que, al parecer, no pudo decir en el ambiente acogedor y caldeado del pub, la noche anterior.
—Apenas he pegado ojo —prosiguió Eugenia—. Tengo que verte.
—De acuerdo.
—Ven lo antes que puedas —apremió ella—. Te estaré esperando en el aparcamiento.
—Muy bien —Peter se preguntó si debería ducharse y afeitarse, o si era preferible ahorrar tiempo y optar por la imagen neandertal—. No irás a decirme que estás embarazada, ¿verdad?
Con tono horrorizado, Eugenia preguntó:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Nada —repuso él—. Estaré ahí en cinco minutos.
Tardó más de veinticinco minutos en llegar, pero es que invirtió más tiempo del que había previsto en ausentarse a hurtadillas. Peter nunca se había fijado en lo mucho que crujían los peldaños de la escalera, y no se sentía inclinado a explicar a Claudia por qué se escabullía de la casa de madrugada, con aquel frío glacial. Además, antes de emprender la marcha tuvo que aplicar al coche una generosa ración de anticongelante para derretir la recalcitrante escarcha.
Por fortuna, a una hora tan temprana transitaban pocos coches y, además, todas las calles eran largas y rectas, de modo que no había que dilucidar demasiado a la hora de desplazarse de un extremo a otro de la ciudad. Mientras abandonaba la carretera principal y descendía hacia la orilla del lago, se percató de que el BMW de Eugenia era el único vehículo aparcado en la zona de estacionamiento cercana al club de vela y el polideportivo. Estaba acurrucada en el interior del automóvil. Mientras Peter cerraba el coche, escuchó el sonido de su radio a todo volumen. Le sorprendió darse cuenta de que él mismo empezaba a preferir la emisora favorita de sus padres, Radio Cuatro, en lugar del estridente balbuceo de Radio Uno. Señal inequívoca de que se estaba haciendo mayor.
Mientras, aterido de frío, caminaba en dirección a Eugenia, ella abandonó el cálido ambiente del interior del vehículo y se encaminó hacia él.
—¿Sigues corriendo todas las mañanas? —preguntó Peter al tiempo que tiritaba.
—Sí —respondió Eugenia con una sonrisa—. Casi todas. Aún me gusta.
Tal vez él y su mujer no habían sido tan compatibles como en un primer momento hubiera podido parecer. Antes que ponerse a correr, Peter prefería practicar el baile country, como había demostrado recientemente. Sin embargo pensó que era mejor no desvelar a Eugenia semejante información.
—¿Damos un paseo? —propuso ella.
Peter opinaba que sería preferible entrar en uno de los coches y encender la calefacción, pero se escuchó a sí mismo decir:
—Sí.
Partieron en dirección al lago. El cielo se veía pálido, apenas con una traza de azul, y estaba salpicado de gruesas nubes grises que reflejaban la ondulante extensión del agua. Un grupo de robustos gansos del Canadá deambulaba sin rumbo cruzándose por el camino de los paseantes, con la esperanza de encontrar alguna migaja de pan que los sacara de los apuros propios de los crudos meses invernales. Peter lamentó que no se le hubiera ocurrido robar un poco de pan en la cocina de su madre para paliar tan lamentable situación.
Mientras paseaban, ambos mantenían una prudente distancia; caminaban codo con codo, pero sin rozarse. Pasaron junto a la zona de juegos infantiles y el quiosco de helados, cerrado durante el invierno. Peter reparó en que ellos dos eran las únicas personas lo bastante dementes como para estar dando una vuelta a semejantes horas. Poco tiempo atrás habría tomado entre sus manos calientes los dedos congelados de su mujer y los habría frotado para sacarlos del entumecimiento, o bien los habría metido en su propio bolsillo. Para ser alguien en tan buena forma física, Eugenia tenía una circulación sanguínea espantosa. En la cama siempre le había gustado plantar sus pies helados encima de Peter. A pesar de la intempestiva hora, Eugenia mostraba un aspecto inmaculado; iba perfectamente arreglada, incluso con maquillaje. Al contrario que su todavía marido, no daba la impresión de que acabara de bajarse de la cama. Peter ni siquiera se había peinado y la barba sin afeitar le producía un incómodo picor. Se sentía a morir, y lo más probable es que su aspecto fuera peor que el de un cadáver. Caminaron en silencio por el sendero de grava que bordeaba el lago.
—Anoche no pegué ojo —comentó Eugenia por fin.
—Eso me has dicho.
—Tenía mucho en qué pensar.
Peter había dormido como un tronco. Y la verdad es que siempre lo hacía. «El sueño de los justos», solía decir Eugenia; nada le perturbaba la conciencia. El solía entenderlo como algo positivo, pero ahora se preguntaba si sencillamente era incapaz de tener respuestas emocionales adecuadas. ¿Acaso el encuentro con su mujer la noche anterior debería haberle mantenido despierto, dando vueltas en la cama hasta el amanecer? No había sido así, y tal vez aquello tenía un significado.
Eugenia se detuvo en seco.
—Peter —espetó con voz enérgica—, no se me ocurre ninguna otra manera de decirlo...
Peter notó que el corazón se le aceleraba e ignoraba si era a causa de la esperanza o del terror. No sabía a ciencia cierta si deseaba escuchar lo que Eugenia tenía tanto empeño en decirle.
—¿Qué te parecería intentarlo otra vez? —las palabras le salieron a trompicones, chocándose unas con otras—. Me refiero a nosotros.
A Peter se le quedó la mente en blanco.
—Quiero detener el proceso de divorcio —se apresuró a continuar Eugenia—. Puede que hayamos cometido un error.
—¿«Hayamos», dices?
—Peter, quiero que vuelvas —los ojos de su mujer estaban cuajados de lágrimas, y no era por culpa del cortante viento que soplaba desde el lago—. Quiero que volvamos a empezar.
Eugenia le miró con ojos suplicantes. Si por lo menos él consiguiera articular palabra..., pero se había quedado mudo. ¿No era justo lo que había estado esperando? Todos aquellos meses apretujado en su antiguo dormitorio había soñado con escuchar aquellas mismas palabras de labios de su mujer —aquellas palabras además de: «Axel es una mierda en la cama»—. Ahora, sin embargo, se sentía más confuso que nunca.

lunes, 23 de julio de 2012

Capítulos 33 y 34


Hola chicas! Tarde pero seguro, aquí os traigo dos nuevos capítulos!! 
Siento haber desaparecido dos días y gracias por los comentarios y las visitas!!
Se que muchas están pidiendo escenas Laliter pero habrá que esperar un poquito! Tengan paciencia!!
Os dejo disfrutar de los capítulos! Besos!

Capítulo 33

Peter y Eugenia se encontraban junto a sus respectivos coches, bajo el resplandor anaranjado de una farola situada al extremo del aparcamiento del pub. Se les veía un tanto incómodos, entre otras razones por el contraste entre el elegante BMW de Eugenia y el viejo y destartalado cacharro de Peter.
—Gracias —dijo ella—. Ha sido muy agradable.
—Sí —coincidió Peter, quien se preguntó si, en efecto, era verdad.
Aún no estaba seguro del propósito de la cita. No se habían producido discusiones sobre el dinero ni anuncios de embarazos inminentes, gracias a Dios. A primera vista, sólo se trataba de unas cuantas bebidas entre amigos en un ambiente cordial. En todo momento habían esquivado el tema del divorcio. Peter miró a Eugenia, a quien se la veía menuda y vulnerable bajo la oscuridad. Parecía imposible que la persona que había sido su mujer, su amor, su vida entera fuera la misma que la desconocida que tenía enfrente.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó él.
—Veamos cómo van las cosas.
¿Qué se suponía que significaba eso? ¿Por qué las mujeres siempre querían hombres expertos en la lectura avanzada de la mente?
—No he tenido muchas ex esposas —respondió él con tono desenfadado—. No conozco el protocolo que hay que seguir en las despedidas.
Eugenia adoptó una actitud de recatada coquetería.
—¿Debería darte un beso amistoso en la mejilla o qué?
—Puedes hacerlo —respondió su ex mujer—, si es que quieres.
Peter se inclinó hacia abajo y le plantó un dubitativo beso en la mejilla. A pesar de que Eugenia le había pateado el corazón hasta dejárselo como un balón deshinchado, seguía añorando el olor y el tacto de su piel. Resultaba deprimente acostarse solo en una cama individual mientras pensaba en su mujer, acurrucada con su nuevo novio en la confortable cama doble que antes compartieran Peter y ella. ¿Había sido el matrimonio de ambos tan terrible como para que terminaran así? Peter siempre había pensado que el amor era como un río: a veces, apacible como un meandro; otras veces, un torrente furioso, y en ocasiones, durante los periodos de sequía, se vaciaba y desaparecía por completo. Pero el cauce siempre estaba ahí, trazado en el paisaje. Y Peter no había contado con que Eugenia tratara de borrarlo como si no hubiera existido jamás.
¿Acaso el matrimonio no consistía en jurar que permanecerías junto al cónyuge en lo bueno y en lo malo, y que si las cosas se ponían difíciles no saldrías corriendo a los brazos del primer hombre que agitara su ternera de primera clase ante ti? A Peter le gustaba pensar que si las cosas hubieran sido al contrario y él fuera quien hubiera sido tentado por una aventura amorosa, la habría rechazo. Amaba a Eugenia demasiado como para portarse de esa manera. Y había confiado en que ella sintiera lo mismo hacia él. Quizá la traición a esa lealtad le dolía más que el hecho físico del adulterio.
Eugenia levantó la mano, le pasó los dedos por la mejilla y luego le besó en los labios con ternura.
—¿Sabe Axel que estás aquí? —preguntó Peter.
—No —admitió ella bajando la voz.
—En ese caso, más vale que te marches —le aconsejó—. No vaya a preocuparse.
Eugenia se giró en dirección a su coche.
—Te llamaré.
—Sí.
Peter observó cómo se subía al asiento del conductor, arrancaba el motor y se adentraba en la oscuridad de la noche. Con un hondo suspiro, se encaminó a su viejo y destartalado cacharro. Jamás, ni en un millón de años, conseguiría entender la mente femenina. Se llevó los dedos a los labios, donde Eugenia acababa de besarle. Empezaban a aflorar en él sentimientos que trataba de ignorar con todas sus fuerzas. No sabía qué había esperado encontrarse en aquella cita, pero, desde luego, aquello en concreto no lo había previsto.

Capítulo 34

Llevo puesto mi pijama más cómodo y me dispongo a buscar consuelo acurrucándome en la cama con una bolsa de agua caliente; así de emocionante es mi vida. Antes de retirarme a dormir, hago una batida en el armario en busca de ropa adecuada para mi comida de trabajo de mañana. ¡Ja! un solo día como empleada y ya tengo reuniones de alto nivel en restaurantes de postín. Sólo que hace tanto tiempo que no he estado en un restaurante así que no dispongo de la ropa adecuada. Me muerdo el labio. En los últimos años, mi idea de una comida elegante ha consistido en tres vasos de vino en el pub de la esquina con Cande, seguidos de un kebab grasiento en el camino de vuelta a casa.
La ropa de Benjamin sigue colgada en el armario; bueno, la mayoría. Cuando decidió salir de nuestras vidas con tanta precipitación preparó un equipaje ligero. Debería tirar las prendas o llevarlas a una organización benéfica, pero es como cuando alguien muere en la familia: no me siento capaz de desprenderme de su ropa y admitir, por fin, que no va a regresar. Y no es que quiera que vuelva. Dejó a su paso un rastro de devastación demasiado grande como para que se me ocurra volver a recorrerlo.
Cuando Benjamin se marchó por primera vez lloré tanto que pensé que nunca iba a parar. Era como si me hubieran sacado las entrañas y se hubiera quedado un enorme vacío donde antes se encontraba mi verdadero yo. Contemplé la posibilidad de comprar un paquete de cigarrillos —aunque no fumo— y apagarlos en mis brazos para poder salir de mi entumecimiento. Más tarde, cuando volvió a marcharse, lloré menos, y no sentí el impulso de ir a comprar tabaco. Cuando me abandonó por tercera vez, ya no me quedaban lágrimas. No es que el dolor hubiera disminuido; simplemente mis conductos lacrimales estaban secos por exceso de uso. Creo que di comienzo a un fenómeno médico: lesión de las vías lacrimales por esfuerzo repetitivo. Si Tumley & Goss fueran capaces de encontrar a mi marido fugado, podrían interponerle una demanda en mi nombre, eso seguro.
Según un proverbio budista, es bueno que el corazón se rompa, ya que de esa manera aprende a abrirse. Mi corazón se ha roto tantas veces que más que abrirse bien podría haber estallado en pedazos. Además, se ha vuelto muy desconfiado, y no le falta razón. Ahora está rodeado de una valla de alambre de espino que mantiene alejados a los intrusos. Lo que pasa es que está harto de que la gente se cuele sin permiso, lo pisotee sin ningún cuidado y luego se marche dejando atrás los destrozos. Desde luego, cuenta con todo mi apoyo.
Acaricio la manga de una de las camisas de Benjamin. Era mi preferida. Se la regalé por su cumpleaños, o por Navidad, no me acuerdo bien; me encantaba cómo le sentaba. Me llevo el tejido a la cara e inhalo su olor. Almizclado, masculino, con un leve rastro de su habitual loción para después del afeitado y un toque de suavizante económico de Tesco. A veces nos llevábamos bien. Suelto la manga y noto una punzada en mi corazón magullado. Y otras veces, no.
La puerta se abre de golpe y Allegra hace su entrada esforzándose por acarrear en brazos a Bruno, aturdido y somnoliento.
—Pensábamos que a lo mejor te sentías sola —explica.
Esbozando una sonrisa cansada, cedo mi cuota de edredón. Allegra y Bruno se encaraman a mi lado y los tres nos acurrucamos en la cama. Me pregunto si llegará el día en que me sea posible concebir la idea de acostarme con alguien que no sea un par de niños inquietos. Diviso la fotografía de mi ex marido, que me brinda una sonrisa de oreja a oreja. Decido ponerle boca abajo. Mañana por la mañana, nada más levantarme, le tiraré a la basura. A ver qué tal le sienta.
Con ese alentador pensamiento, apago la luz.

sábado, 21 de julio de 2012

Capítulos 31 y 32


Capítulo 31

Peter se encontró con Eugenia en el Old Boot, un pub situado en un anodino pueblo a las afueras de Milton Keynes que consistía en un puñado de viviendas campestres adosadas; una iglesia demasiado grande para el escaso número actual de feligreses; una flamante urbanización que parecía la clase de lugar al que se mudarían las protagonistas de Las mujeres perfectas si alguna vez se cansaran de Stepford, su idílico paraíso, y ese mismo pub, donde Eugenia y él habían conmemorado sus cinco aniversarios de boda con celebraciones de un perfil más bien bajo. Si Peter se la hubiera llevado a París a pasar un fin de semana de pasión, tal vez aún seguirían casados.
Eso sí, era un pub agradable, uno de los pocos que se habían resistido a la modernización y seguía aferrado a sus adornos de bronce, sus vigas bajas de madera y su comida tradicional, al contrario que la nueva avalancha de establecimientos que no acababan de decidir si eran bares de copas, restaurantes, clubes nocturnos o sucursales de Hábitat. El Old Boot no era la clase de local donde se sirviera cocina tailandesa los martes por la noche con el único propósito de atraer a una clientela más moderna. Peter no acertaba a comprender por qué a Eugenia le agradaba aquel lugar, ya que ella era de esa clase de personas a las que les gusta frecuentar establecimientos donde sirven comida tailandesa los martes por la noche. Quizá no le gustase el Old Boot en absoluto y se trataba de otro aspecto más sobre el que Peter se había estado engañando desde el principio.
Colocó el vaso de agua mineral —sin hielo, porque el hielo de los pubs era poco higiénico— sobre la mesa, delante de Eugenia, quien empezó a dar sorbos sin ningún entusiasmo. A pesar de que su mujer se encontraba claramente incómoda, tenía un aspecto radiante. Como siempre, su cabello brillaba y su cutis lanzaba destellos. Llevaba un jersey negro ceñido que parecía suave al tacto y resaltaba sus curvas, todas ellas en el lugar apropiado; era una buena propaganda de la profesión que había elegido. Peter se preguntó si aún amaba a Eugenia. ¿Estaría así de nervioso si ya no le importara? No, no lo estaría, y por supuesto que le importaba. No te pasas siete años con una persona y luego deja de importarte de la noche a la mañana. Bueno, por lo menos a él no le había ocurrido. No podía responder por su mujer, quien no daba la impresión de que Peter le importara demasiado, la verdad.
—Bueno —dijo ella, por fin—, ¿qué tal la vida en casa de tus padres?
—Terrible —respondió Peter—. Si no encuentro casa pronto, me voy a volver loco.
—¿Tu madre?
—Es un misterio que mi padre todavía no la haya descuartizado con el cuchillo eléctrico. Podría alegar sufrimiento humano extremo como defensa.
Eugenia dejó que su cabello cayera hacia delante y le miró desde debajo de sus pestañas.
—¿Sabe que has quedado conmigo esta noche?
—No —Peter hizo una mueca—. Cuanto menos sepa, mejor. De hecho cree que me estoy corriendo una juerga con una luchadora de barro de Macclesfield.
Eugenia arqueó las cejas.
—Es una larga historia —añadió Peter.
—Se enterará —observó Eugenia—. Lo más probable es que te haya colocado un micrófono oculto.
—Ah, sí —Peter suspiró—. Seguro que me está escuchando.
Eugenia se puso a juguetear con la cartulina en la que estaba escrito el menú.
—¿Has cenado?
—Vivo con mi madre —dijo él a modo de respuesta.
—Claro, habrás comido por diez.
—Por veinte —puntualizó Peter dándose palmadas en el estómago—. Pero tú pide lo que te apetezca.
Eugenia apartó la carta a un lado.
—No tengo hambre —dijo. Frunció los labios mientras miraba a Peter—. Últimamente no tengo mucho apetito...
«Dios santo —pensó Peter—, que no haya venido a decirme que está embarazada. ¿Las mujeres rechazan la comida cuando están embarazadas o acaso comen más?». No tenía ni idea, la verdad. Pero si Eugenia esperase un hijo de Axel, el carnicero, la noticia le caería como un mazazo. Un sudor frío empezaba a brotarle en la espalda y dio un sorbo de cerveza para tratar de apartar ese pensamiento de su mente.
—¿Sabes? —prosiguió Eugenia—. Me alegro de que sigamos siendo amigos.
—Bueno, si no fuera así, echaríamos a perder los años que hemos pasado juntos —se relajó un poco, ya que aún no se había producido el anuncio—. Y tuvimos épocas buenas —Peter esbozó una sonrisa cansada—. De hecho, para mí todo iba bien.
Eugenia se ruborizó.
—Siento que se acabara de esa manera.
Peter se encogió de hombros y trató de adquirir una expresión de indiferencia.
—Así funciona el mundo en estos días.
«Te hartas del viejo y vas a por el nuevo. Teléfonos móviles. Coches. Frigoríficos. Parejas. Lo mismo da. En el caso de los cónyuges, no importa que hayas hecho todo tipo de promesas solemnes a la parte contraria. Sólo se necesitan unos cuantos miles de libras y un par de papeles diciendo que se trató de una gran equivocación, que en realidad no tenías esa intención, y ya te puedes quedar con la conciencia tranquila», pensó Peter.
—A veces te echo de menos —confesó Eugenia—. Axel no se parece en nada a ti.
—Creía que ése era el mayor atractivo.
—Nos hemos comportado como auténticos adultos en este asunto.
—Sí, claro —respondió Peter—. Auténticos adultos, es verdad —sólo los adultos son capaces de comportarse tan puñeteramente mal.
Eugenia vaciló y luego deslizó la mano por la mesa en dirección a Peter. Éste se quedó mirándola con estupor.
¿Esperaba Eugenia que Peter la cogiera? Por si acaso, seguiría sujetando su vaso.
—Peter —Eugenia exhaló un suspiro un tanto exasperado y apenas audible—, a veces me pregunto si no nos precipitamos demasiado.
—¿Los dos?
Ella se enojó ligeramente:
—No toda la culpa es mía.
—No.
Eugenia adquirió su expresión de empollona de la clase.
—Peter, la gente no abandona los matrimonios perfectos.
—No —coincidió él—, pero a veces se le da a la otra persona la oportunidad de poner remedio a lo que va mal.
Eugenia no le había dado semejante oportunidad ni por asomo. Se limitó a anunciar que había conocido a otro hombre y pidió a Peter que se marchara. Él seguía sin saber qué había pasado y tal vez ése era el motivo por el que no había podido hacer borrón y cuenta nueva, ya que había existido una lamentable ausencia de detalles sórdidos de los que acusar a su mujer. ¿Cómo podía ser que Miss Vegetariana del Año hubiera ido a liarse con un carnicero? Peter había tenido que contentarse con hacer conjeturas, pues su mujer permaneció con los labios sellados —y cierto aire de superioridad— acerca de la naturaleza exacta del romance.
—¿Es eso lo que te hubiera gustado?
—Ahora ya no importa mucho, ¿no te parece? —replicó él—. Los dos hemos dejado atrás nuestra relación Tú eres feliz con Axel y yo tengo una luchadora de barro imaginaria.
Eugenia retiró la mano.
—Me dio la impresión de que te llevas muy bien con Lali.
—Sí —respondió Peter con entusiasmo—. Es fantástica. Una verdadera baza para el negocio.
—¿En serio? —repuso Eugenia—. Creía que tenía otras bazas más evidentes.
Peter fingió un aire de inocencia:
—No me había fijado.
Pero claro que se había fijado, y Eugenia sabía que estaba mintiendo.

Capítulo 32

Estoy sentada en el sofá, disfrutando de otra copa de chardonnay barato. Al menos ahora tengo la excusa de que se trata de una manera de relajarme después de un día agotador, y no que me dedico a beber de puro aburrimiento. A ambos lados estoy apuntalada por Allegra, Bruno y una variedad de peluches entre los que se encuentra el repugnante Doggy. Estamos viendo reposiciones de la serie Fama, que tiene embelesada a mi hija. Bruno se ha quedado dormido y mira la pantalla con los ojos cerrados, lo que significa que volverá a despertarse a mitad de la noche. En esta casa nos gusta sacar provecho al dinero que pagamos por la licencia para ver la televisión.
Mientras contemplo cómo unos jóvenes ilusionados y de aspecto lozano ejecutan sus pasos de baile, me pregunto si yo podría canalizar la afición de mi hija por las artes escénicas hacia un futuro lucrativo. Dada la manera en la que hoy en día rechaza el mundo académico, no parece que vaya a mantenerme en mi ancianidad con sus ganancias como abogada del Tribunal Supremo. Corea todas las canciones de la serie y lamento que no recuerde las tablas de multiplicar con la misma facilidad.
Odio admitirlo, pero estoy exhausta después de un solo día de trabajo. No se trata de cansancio físico, sino de sobrecarga mental. Es la primera vez en meses que he tenido que entablar una conversación prolongada con un adulto. Si Peter hubiera querido charlar sobre Girls Anoud, Beyoncé Knowles, Destiny's Child, Blue, One True Voice o sobre cómo Robbie Williams es tan fabuloso que no parece real, en ese caso me habría encontrado en terreno seguro. En cambio, me da la impresión de que cualquier forma de discurso adulto sofisticado va a necesitar un poco más de práctica. Sin embargo me siento orgullosa de mí misma porque he dejado de ser un azote para la sociedad y me he convertido en un miembro de la raza humana con empleo remunerado.
Los profesores de Fama siguen despotricando. Da la impresión de que en los tiempos que corren todo el mundo quiere llegar a ser una estrella, una celebridad, o bien situarse en lo más alto de alguna clase de organigrama sin tener que empezar desde abajo. Mientras que yo, al contrario, apuesto por lo básico. Cuando una adolescente de la serie se pone a pegar chillidos y a armar una pataleta —creo que es aquí donde mi hija aprende los excesos de su comportamiento—, suena el teléfono. Cande es la única persona que me llama y albergo la esperanza de que lo haga para decirme que ha tenido tiempo para reflexionar sobre su indecoroso episodio con Nico y que, en efecto, ha entrado en razón.
—Hola, Cande.
El suave tono de Cande no me responde.
—Hola. ¿Hola?
Nada.
—¿Peter? Peter, ¿eres tú?
Es la única persona, además de Cande, que se me ocurre que podría llamarme, y confío en que no sea para despedirme después de que he acopiado el coraje para volver a meter un dubitativo dedo del pie en el ancho mundo.
—¿Peter?
La comunicación se corta. ¡Qué raro!
—¿Quién era? —pregunta Allegra, dedicando aún toda su atención al televisor.
—Nadie —me encojo de hombros con aire extrañado.
Se gira hacia mí y la sonrisa esperanzada que aprecio en su rostro me parte el corazón en pedazos.
—¿Crees que podía ser papá?
—¿Papá?
Siento ganas de decir: «¿Por qué diablos iba a ser papá?», pero en los ojos de Allegra hay un destello de alegría desenfrenada que no puedo arrancar de un plumazo con expresiones crueles sobre su progenitor ausente.
Mi hija, decepcionada, frunce el ceño.
—Ya nunca nos llama —protesta—. ¿Se habrá olvidado de nosotros?
La atraigo hacia mí y ella, a regañadientes, acepta el abrazo.
—No lo sé, Allegra, cariño —le respondo—. La verdad es que no lo sé.

jueves, 19 de julio de 2012

Capítulos 29 y 30


Capítulo 29

Cande y yo estamos sentadas a la mesa de su cocina y las dos tenemos en las rodillas un niño que se retuerce y al que bamboleamos sin descanso. Cande acuna a Charlotte con suavidad para inducirla a dormir, mientras que yo imito a un caballo a galope en un vano intento de entretener a Bruno, mortalmente aburrido a pesar de mis esfuerzos. El único efecto que surte todo este traqueteo es que estoy sintiendo náuseas por momentos. Aun así, sólo me quedan quince minutos antes de recoger a Allegra en el colegio y averiguar si me sigue odiando o no. Como de costumbre, cualquiera de las opciones es posible.
—Me ha dejado marcharme temprano porque, según él, no tenía buen aspecto —le explico.
—¿Se ha dado cuenta de que te encontrabas mal? —Cande pone cara de estupor—. ¿Ha caído en la cuenta de que estabas viva?
—Sí.
—Ese tipo es increíble —se admira Cande—. En todo caso, es verdad que se te nota hecha polvo.
—A ti también.
Cande, por algún motivo, esquiva mi mirada.
—¿Qué tal tu primer día en la oficina? —pregunta.
—Agotador —confieso—. Me he empeñado en impresionar a Peter, para que siga conmigo.
—¿Aún hablamos de trabajo?
—Quería dar la impresión de que soy dinámica, de que tengo empuje —suelto un resoplido—, pero lo único que he conseguido ha sido mantenerme erguida. No debería haber permitido que me convencieras para salir. Esta noche me voy a acostar temprano. Además, pienso obligar a los niños a que se queden en su cama, a ver si por una vez no tengo que dormir como si estuviera colgada de una repisa.
Cande se pasa a Charlotte a la otra rodilla. El bamboleo cobra un renovado vigor.
—El asunto parece prometedor.
Niego con la cabeza.
—Es un hombre demasiado bueno para mí —respondo—. Como bien sabes, sólo me relaciono con idiotas, arruinados, mujeriegos y pervertidos. Y Peter no parece nada de eso. En todo caso, creo que sigue ligado emocionalmente a su mujer.
—Ojalá dejaras de leer esos libros de autoayuda de una vez, Lali. Empiezas a decir las mismas cosas.
La paciencia de Bruno ante el hecho de que le tenga aferrado a mi regazo empieza a agotarse y tengo que ponerme en marcha.
—¿Cómo te fue anoche? —pregunto mientras me acabo el té—. ¿El encantador Nico te devolvió a casa relativamente a salvo?
—Bueno, ya sabes lo que pasa —responde Cande.
Interrumpo bruscamente mis preparativos para marcharme y noto que mis cejas se fruncen en un ceño involuntario.
—Lo sabría si no te anduvieras con tantas reservas.
La puerta principal se cierra de un portazo e instantes después Agus aparece en la cocina y arroja su abrigo sobre la silla más cercana.
—Ah —dice, dirigiéndose a mí—, la otra depravada emerge a la superficie. Confío en que Cande no te mantuviese despierta toda la noche con sus ronquidos. No los aguanto, hacen que tiemblen las paredes.
Me echo a reír, porque, la verdad, no se me ocurre ninguna otra cosa que hacer. Agus atraviesa la cocina en dirección al salón y caigo en la cuenta de que no ha dirigido la palabra a su mujer, no la ha besado, ni siquiera se ha dado por enterado de su existencia. ¿Acaso todas las relaciones acaban por tener semejante apatía como eje central? La sola idea resulta deprimente.
Cande me mira avergonzada.
Compruebo que Agus no puede oírnos; de todas formas, bajo el tono de voz:
—¿No volviste a casa anoche?
Cande niega con la cabeza.
—¿En toda la noche?
Mi demente amiga vuelve a negar con la cabeza.
—¿Estás loca? —creo que la pregunta está de más.
Cande hace un gesto de asentimiento.
—Y ni siquiera ibas a contármelo —no me lo puedo creer, Cande me lo cuenta todo. Nunca han existido secretos entre nosotras; al menos eso creía yo—. ¿Qué habría pasado si Bruno no hubiera podido ir a Tumble Tots? ¿Y si yo le hubiera traído a tu casa? ¿Por qué no me llamaste para advertirme de que estabas actuando como una auténtica idiota?
—¡Idiota! —exclama Bruno, rompiendo a aplaudir alegremente.
Bajo la voz un poco más:
—¿Qué le habrías dicho a Agus en ese caso?
Mi amiga levanta a su hija de la rodilla y la sienta en la trona. Se acerca a la nevera y saca un paquete de salchichas baratas que deja caer junto al fogón. La cena de esta noche, claro está. Luego enciende el grill de un manotazo.
—Ha sido un caso aislado —explica Cande—. Y fue una estupidez, ¿vale?
—¡No me digas! —exclamo con un susurro.
Cande se da la vuelta y me clava las pupilas.
—Sí te digo —replica—. Y no quiero que la cosa vaya a más.
—¿Piensas volver a verle? —percibo que mi amiga mantiene una lucha interior. Se agarra a la encimera con tanta fuerza que los nudillos se le ponen transparentes, y tiene en tensión los músculos de la espalda. Es cierto que no apruebo lo que ha hecho, pero tampoco me gusta verla sufrir—. Cande...
—No —salta ella—. Desde luego que no.
—Bien —respondo con suavidad—. Me alegro.
Cande se gira hacia mí con expresión desolada.
—Lali —susurra—, de acuerdo con que ha sido un riesgo terrible, pero lo de anoche fue maravilloso...
La voz de Agus llega desde el salón.
—¿A qué hora cenamos, Cande?
Cande y yo damos un respingo al mismo tiempo.
—... Y en esta casa no me pasa muy a menudo —concluye.

Capítulo 30

Otra comida familiar había tenido lugar —inevitablemente— en casa de los Lanzani. No era de extrañar que Peter hubiera tenido la tentación de quedarse hasta tarde en la oficina, tomando cerveza con Nico. Aún no daba crédito a que su amigo, que podía elegir entre todas las mujeres libres del planeta, hubiera escogido a una casada. Y con hijos, para más inri.
Claudia colocó en la mesa un humeante postre de enormes proporciones. A Peter se le revolvió el estómago. Parte de su indisposición digestiva podía achacarse a la cita que tenía con Eugenia esa misma noche, pero de ninguna manera pensaba admitir ante su madre que era su ex mujer quien le había quitado las ganas de comer.
—Sólo un poco, mamá —solicitó—. Ponme el trozo más pequeño que puedas.
—Esta clase de comida sirve como terapia contra la depresión —declaró su madre con firmeza—. Si alguien la necesita, ése eres tú.
—Esta comida sirve para provocar infartos. Sólo con mirarla noto que se me estrechan las arterias. Desde que me he venido a vivir con vosotros, mi esperanza de vida se ha rebajado en diez años por lo menos.
—Mira que dices tonterías.
Ignorando las súplicas de su hijo, Claudia sirvió dos enormes raciones y se las entregó a Peter y a su marido. Ella se sirvió una porción diminuta.
—¿Te lo pasaste bien anoche en la... discoteca? —preguntó su madre con un estremecimiento.
—Fue fabuloso —respondió Peter al tiempo que trataba de engullir el postre.
Claudia se atusó el pelo, lo que nunca era buena señal. Significaba que una pregunta incómoda estaba al caer.
—¿Conociste a alguna chica agradable?
—No —Peter sacudió la cabeza—. Conocí a una mujer de Macclesfíeld llamada Mandy que es luchadora de barro. Y no, no era nada agradable.
Su madre puso una expresión de horror.
—Tenía los muslos fuertes —detalló Peter—; pero las uñas, asquerosas.
Claudia se aclaró la garganta.
—¿Y vas a volver a verla, cariño?
—Esta noche —Peter consultó el reloj—. De hecho tengo que marcharme. No es la clase de mujer a la que uno le convenga disgustar.
—Martin, di algo.
—¿Hay más brazo de gitano? —preguntó Martin.
Peter se acabó el postre y salió a toda prisa hacia la puerta.
—Hasta luego.
—Tráela a cenar a casa, cariño —gritó Claudia a sus espaldas—. Mañana mismo. Mamá quiere conocerla.
Mientras Peter cerraba la puerta tras de sí, escuchó a su padre, que decía:
—Luchadora de barro, ¿eh? —en su voz se apreciaba una nota de admiración.
—¡Martin! —espetó su madre—. Tienes que ponerte firme con ese chico. Cada vez se parece más a ti.
Peter sonrió mientras se enfundaba la americana, consciente de que su madre se horrorizaría aún más si supiera con quién había quedado esa noche en realidad.

martes, 17 de julio de 2012

Capítulos 27 y 28


Capítulo 27

El taxi tardó una eternidad en llegar al apartamento de Nico. Pero claro, en estos tiempos que corren, los niños se niegan a recorrer a pie una distancia superior a cien metros, de modo que los taxis de la zona están contratados de antemano para recorridos escolares. Cande había llamado a Lali a su casa, pero debía de haberse marchado a trabajar y su móvil no estaba disponible. Aunque, la verdad, no sabía qué iba a contarle. En cualquier caso, ése era el menor de sus problemas. Antes de nada, tenía que enfrentarse a Agus.
Tras un trayecto angustioso, el vehículo se detuvo ante su casa. A toda prisa, Cande pagó al conductor y luego se bajó del coche con ademán cauteloso. Objeto de atención a causa del extravagante atuendo de la noche anterior, se preparó para afrontar las consecuencias. Esquivó el cochecito de muñecas de Ellie, que se había quedado en el jardín, y subió corriendo hasta la entrada. Cuando estaba intentando meter la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Allí estaba Agus, con aspecto indignado.
—¡Gracias a Dios! —explotó—. ¡Has vuelto!
—Agus —empezó a decir ella—, puedo explicarte...
—No me lo digas —Agus levantó la mano—. Te emborrachaste y caíste inconsciente en casa de Lali.
—Yo... —Cande se interrumpió en seco, boquiabierta—. Sí.
—Las niñas no han desayunado aún —protestó Agus—. Y llego tarde. Me voy. Hasta luego.
Dicho esto, pasó corriendo junto a su mujer y se subió de un salto a su coche de la empresa.
Cande se quedó observando cómo salía embalado calle abajo sin saber si debería sentirse aliviada o decepcionada por el hecho de que a su marido no le interesase demasiado saber dónde había pasado la noche. ¿O acaso debería sentirse aún más culpable por la confianza que depositaba en ella? A lo mejor sólo se trataba de que Agus era incapaz de imaginar que otro hombre la encontrase atractiva. ¿Por qué la vida y el amor tenían que ser tan complicados? Si Cande se hubiera mantenido en sus trece y se hubiera metido a monja, tal como era su intención a los once años, nada de esto habría llegado a suceder. Se frotó la cara.
Ellie se acercó a la puerta. Llevaba puesto su tutu de ballet y sus alas de hada. Su cabello enmarañado recordaba al de una bruja loca.
—Mamá —gimoteó—, me muero de hambre.
Cande también se moría de hambre; pero no de comida, sino de cariño y comprensión.

Capítulo 28

A las seis en punto, el final de una jornada lenta y aburrida, Nico asomó la cabeza por la puerta de la oficina de Peter y retrocedió espantado —sólo una parte de su horror era fingido— al ver el panorama de los documentos de su amigo esparcidos por el suelo.
—¡Joder! ¿Qué ha pasado aquí?
Nico se abrió paso a través de los papeles, fue a instalarse en su lugar habitual, el sillón de imitación de piel, y puso los pies sobre el escritorio.
—Me está organizando —explicó Peter.
—Así lo llaman ahora, ¿no? —Nico levantó el dedo de en medio.
Fuera lo que fuese la «organización», Peter pensaba que tener a Lali en la oficina era genial; por la compañía, más que nada. Ser trabajador autónomo estaba muy bien, una íntima unidad empresarial dispuesta a comerse el mundo; pero la realidad era que se pasaba casi todo el tiempo a solas, mirando cuatro paredes y esperando a que un cliente se dignara a aparecer. Algo similar a los últimos estadios de su matrimonio, cuando se quedaba mirando cuatro paredes esperando a que Eugenia se dignara a regresar a casa. Peter suspiró y se preguntó cuándo cicatrizaría la herida. Cada vez que creía que empezaba a superarlo, Eugenia volvía a presentarse como caída del cielo, provocando que el ánimo de Peter se desplomara de nuevo. No tenía ni idea de por qué había accedido a encontrarse con ella esa misma noche, ni siquiera sabía por qué Eugenia quería verle. Probablemente entablarían una conversación acerca del dinero, los abogados y el divorcio, ya que eran los únicos temas sobre los que hablaban últimamente. Aun así, Peter no tenía nada mejor que hacer, lo cual resultaba bastante triste.
—Y bien, ¿dónde está la encantadora Lali?
Nico no se encontraría sumergido en semejante torbellino interno si hubiera tenido una esposa que lo hubiera abandonado. Se habría limitado a borrarla de su radar personal y se habría llevado a la cama a cualquier mujer disponible en el condado de Buckinghamshire, o más allá, para purgar su propia alma. Parecía una idea estupenda, pero Peter no era de esa manera, por mucho que lo lamentara.
—La envié a casa temprano —explicó Peter—. Tenía un aspecto terrible y una resaca monumental.
—Sí, claro —respondió Nico con sequedad.
—Fue una noche estupenda —comentó Peter.
Lo cual había sido una agradable sorpresa, ya que era justo decir que en un primer momento habría preferido comerse un plato de sus propias uñas de los pies antes que acudir a semejante antro. Además, volver a ver a Lali, y en circunstancias relajadas, había resultado más gratificante aún. Se preguntó si ella opinaría lo mismo.
—Me lo pasé muy bien.
—Yo también —Nico esbozó una sonrisa de satisfacción—. Entonces Lali y tú...
—Lali y yo, ¿qué?
—Amigo mío, ¿ha pasado tanto tiempo que tengo que dibujarte un diagrama?
—Ah, te refieres a eso —dijo Peter con tono ambiguo— Pues claro que no. Apenas la conozco. Aunque ya sé que no es razón suficiente para algunos —clavó las pupilas en Nico—. Y ahora, según dice, es mi ayudante ejecutiva y asesora comercial. No hay que mezclar el trabajo y el placer.
—Si todo el mundo opinara de la misma manera, los congresos no existirían —observó su amigo—. ¿Sabías que el trabajador británico medio se pasa ligando cinco horas de la jornada laboral? —Nico esbozó una amplia sonrisa—. El resto del tiempo lo desperdicia.
—Bueno, yo no me identifico con el trabajador medio, la verdad —dijo Peter—. El sutil arte del ligue me ha eludido siempre. La única vez que guiñé el ojo a una mujer en un pub, sufrí la paliza de su novio, un armario de tres cuerpos que estaba detrás de ella. La idea de salir al mundo y relacionarme otra vez con el sexo contrario me aterroriza.
—No puedes seguir viviendo con tu madre el resto de tu vida, Juan Pedro —Nico agitó el dedo índice en dirección a su amigo—. Confiaba en que anoche hubiera habido un poco de coqueteo, un poco de química. Entiendo de estos temas.
—Lali podrá ser una mujer guapa, preciosa si quieres, pero mi relación con ella seguirá siendo puramente platónica.
—¿Y sabes por qué? —preguntó Nico—. Porque los dos sois unos cachorros desconsolados a los que os asusta el compromiso.
—Dime —replicó Peter— cuándo tuviste tú una novia estable por última vez.
—Pues mira, ayer mismo.
Peter se incorporó de golpe en su silla de jardín de plástico.
—¿Ayer? ¿Te refieres a Cande? ¿Cande, la amiga de Lali?
Nico hizo un gesto de confirmación con la cabeza.
—La pena es que está casada —dijo Nico—. Y tiene hijos.
—Dos.
—¿Cuántos necesitas para que la idea te parezca realmente atroz?
Peter negó con la cabeza.
—En cualquier caso —prosiguió Nico con tono airado—, ¿quién te ha dicho cuántos hijos tiene?
—Lali, ¿quién va a ser si no? Nos hemos pasado el día contando chismes como colegialas.
—Qué bien.
—Venga ya, Nico —Peter hizo otro gesto de negación con la cabeza—. Incluso para ti, es un caso típico: mujer casada con hijos. Me parece que necesitamos una cerveza de emergencia.
Peter atravesó la estancia en dirección al destartalado frigorífico situado en un rincón de la oficina y sacó dos latas de Stella Artois del paquete de seis que reservaba para circunstancias extremas. Aquella circunstancia, sin lugar a dudas, podía clasificarse de extrema. Entregó una de las cervezas a Nico y ambos abrieron sus respectivas latas.
—Esta vez me ha dado fuerte —confesó Nico, y bebió un trago.
—Sí, pero te recuperarás al cabo de una semana. Como siempre.
Nico mostraba una expresión de seriedad.
—Esta vez no.
—Esta vez tienes que olvidarte más que nunca —atajó Peter—. Es de esos casos en los que muchas personas pueden salir perjudicadas. Un negocio en potencia para mi abogado y, créeme, no lo necesita en absoluto. Amigo mío, tienes que salir corriendo.
—Gracias por tus ánimos.
—Nico, el mundo está lleno de mujeres guapas y solteras. Ya conoces a varias decenas; íntimamente, me refiero
Nico seguía bebiendo su cerveza y Peter entendió que sus palabras caían en oídos sordos.
—A mí me ocurrió justo lo contrario —prosiguió Peter—, y es algo terrible. Terrible, te lo aseguro. No le hagas eso a otro hombre. Puede que sea un tipo estupendo que no se lo merezca.
—Y puede que sea un gilipollas que se lo haya ganado a pulso —saltó Nico como un resorte—. ¿Acaso las casadas se acuestan con otros hombres cuando son felices en su matrimonio?
Peter dio un respingo de dolor.
—Perdona, colega —se excusó Nico, ligeramente avergonzado—. No era mi intención herirte.
—No —respondió Peter—; pero ya ves lo mucho que duele.
—Esto es distinto —Nico se mostraba desdeñoso—. Diferente por completo. Además, somos adultos.
—Sí, en tu caso es verdad —aunque Peter opinaba que, por el momento, semejante afirmación resultaba cuestionable, dado el comportamiento de su amigo—. Pero ¿qué me dices de sus hijas? —insistió.
—Me encantan los niños —repuso Nico—. Siempre he querido ser padre.
—¿Desde cuándo?
—Desde ayer —dijeron ambos al unísono.
Peter era consciente de estar malgastando energía. Una vez que Nico tomaba una decisión, resultaba imposible hacerle cambiar de idea. Abrigó la esperanza de que Cande fuera más sensata que el zoquete de su amigo y de que el asunto no terminara con las paredes manchadas de sangre y una batalla por la custodia de las niñas. Miró a Nico y declaró:
—Tu concepto de «siempre» es como las faldas de Kylie Minogue: demasiado breve.

lunes, 16 de julio de 2012

Capítulos 25 y 26


Hola!! Que tal comenzaron la semana??
Aquí vengo con otros dos capítulos, me alegra mucho que os guste la novela!
Siento no avisar por twitter pero no se que mierda le paso que no me funciona...(la tecnología me odia!)
Besos a todas! Firmen mucho! Se les quiere!!!

Capítulo 25

Cande se incorporó en la cama, envuelta en una sábana y embargada por un cierto sentimiento de timidez. Nico, ataviado con un sobrio traje negro de firma, tomó asiento a su lado y le acarició el cabello.
—Tengo que irme —anunció.
La besó lentamente, mordisqueándole los labios con suavidad. Acto seguido, introdujo un dedo bajo la sábana y le acarició un pezón. Cande notó otra oleada de placer, de las que habían abundado la noche anterior, más de las que podía recordar desde hacía una eternidad.
—Pero me gustaría repetir.
—Nico, es demasiado complicado —Cande sacudió la cabeza. Incluso una única vez había sido una locura—. Ni siquiera sé cómo voy a explicar en mi casa lo de esta noche.
Nico vivía en un elegante apartamento situado en una ostentosa urbanización de Campbell Park. El cristal, el cromo y los suelos de pizarra negra que se veían por doquier hacían juego con la etiqueta del precio. Cande ignoraba cómo sería el resto de la vivienda, pues habían ido derechos al dormitorio cuando el taxi les dejó en la puerta. Pero allí el ambiente era de sexo desenfrenado.
Se trataba de una estancia impecable, varonil, y hasta las consabidas sábanas de seda negra conseguían dar un aspecto de exquisitez.
Cande dirigió la vista a la ventana y contempló el parque, las onduladas colinas y las mullidas ovejas que salpicaban el paisaje, aunque se encontraban en pleno centro de la ciudad. Era el polo opuesto a su chalet adosado, agobiante e inundado de juguetes. A través de las endebles paredes de su casa se oía discutir a los vecinos de al lado, y lo más probable era que los vecinos a su vez escucharan las broncas cada vez más frecuentes entre Agus y ella. Ruborizándose ante la ocurrencia, Cande abrigó la esperanza de que los vecinos de Nico no les hubieran oído la noche anterior. Pasó la mano por la arrugada seda y le vino a la memoria su espantosa funda de edredón de flores, comprada diez años atrás en los almacenes BHS. Pasara lo que pasase a partir de aquel momento, decidió que algunas cosas tenían que cambiar.
Mientras tanto Nico recorría con los dedos la sensible piel del brazo de Cande y la miraba con ojos oscuros y seductores. No cabía duda de que era un hombre atractivo a más no poder y, aunque tenía unos cuantos años más que ella, respondía a la imagen del amante joven, terso y salvaje de una mujer mayor, y es que Cande se sentía de la edad de Matusalén. Nico le recorrió el cuello con los labios.
—Me lo he pasado muy bien.
—Yo también —jadeó Cande.
Nico acababa de afeitarse y olía a loción de aroma potente y precio excesivo. Deseó besarle otra vez y entendió que lo que buscaba era almacenar recuerdos, ya que aquellos momentos eran los últimos que pasarían juntos.
—Nico, no he hecho nunca antes nada parecido.
—Ah, ¿no? —Nico esbozó una amplia sonrisa—. Pues yo sí —le guiñó un ojo.
Cande le dio una palmada en el brazo.
—No te burles.
—No me estoy burlando —repuso él—. Formas parte de una larga fila de mujeres casadas a las que he atraído con señuelos hasta mi nido de amor con el propósito de seducirlas.
Cande se mostró desolada.
—¿Hablas en serio?
—No —respondió Nico—. Eres la única. Te lo prometo.
Pero Cande no sabía si podía creérselo de verdad. Le costaba imaginar que Nico anduviera escaso de mujeres —casadas o no— deseosas de mantener calientes sus sábanas negras.
—Venga. Si quieres, te llevo a casa —dijo Nico—. Me queda de camino.
La casa de Cande no le quedaba de camino ni por lo más remoto. Nico trabajaba en una de las instituciones financieras que habían trasladado su sede central a las afueras de Londres para aprovechar los alquileres más bajos que la nueva ciudad de Milton Keynes ofrecía. Se dedicaba a algo que sonaba emocionante e importante, aunque, para ser sincera, no recordaba bien de qué se trataba. Se preguntó si se acordaría de esa noche cada vez que pasara por la oficina de él.
—Prefiero que no —respondió Cande.
Nico se levantó, aunque a regañadientes.
—Disfruta de las instalaciones —hizo un gesto en dirección al cuarto de baño incluido en el dormitorio.
—Gracias.
Era temprano, pero había que empezar a ponerse en marcha. Tenía unas niñas que alimentar, una casa que limpiar y un marido al que pedir disculpas. Menos mal que esa mañana en concreto una amiga de Lali iba a llevar a Bruno a Tumble Tots, el centro de actividades infantiles. Temblaba al imaginar qué diría Agus si la amiga de su mujer se presentara con un niño vociferante bajo el brazo cuando no había rastro de la dueña de la casa.
—No te des prisa —dijo Nico—. Quiero imaginarte en mi casa mientras estoy trabajando. Aunque si tienes la intención de registrar mis cosas en cuanto me marche, te diré que las fotografías comprometedoras de mis ex novias están en una caja de zapatos, en la parte izquierda del armario.
Cande esbozó una sonrisa.
—¿Por quién me tomas?
Nico la besó apasionadamente.
—Por una mujer preciosa y muy, muy sensual —soltó a Cande y se encaminó hacia la puerta—. Ya sabes cómo encontrarme si cambias de opinión —dijo—. Llámame siempre que puedas.
—Sí —respondió Cande, a sabiendas de que jamás lo haría.

Capítulo 26

Me las he arreglado para motivarme a mí misma a salir de mi estupor y, en efecto, estoy trabajando un poco. Peter parece más aterrorizado que agradecido por el hecho de que me haya recuperado; pero creo que se debe a que tengo todos sus papeles esparcidos por el suelo de la oficina con el propósito de organizados. Admito que, de momento, el desorden es mayor que cuando empecé, aunque estoy convencida de que la situación es transitoria.
Haría este trabajo sólo por diversión, en serio. ¿Qué estaría haciendo ahora mismo si me hubiera quedado en casa? Imagino que planchando, viendo el concurso Cuenta atrás en la televisión —bajo el falso pretexto de mantener el cerebro despierto—y decidiendo qué OCNI (objeto congelado no identificado) podría sacar del congelador y transformar en una cena de alto valor nutritivo.
En la oficina, la jornada ha discurrido en calma, lo que no es precisamente bueno, ya lo sé; pero al menos Peter y yo hemos tenido tiempo para conocernos un poco mejor. Ahora sé que ha vuelto a vivir con sus padres y que detesta la situación, que no tenía la intención de dedicarse a la venta de coches de segunda mano y que no acaba de entender por qué lo hace. Sé que deseaba con todas sus fuerzas tener hijos y que estaba muy enamorado de su mujer. Y sé que Eugenia tenía que estar loca de remate para abandonarle, aunque sospecho que, a poco cerebro que tenga, ella también opina lo mismo.
¿Por qué no pude conocer hombres buenos como Peter en mi tortuoso recorrido por el universo del amor? ¿Y por qué las mujeres que conocen hombres buenos siempre terminan abandonándoles por culpa de un hijo de puta? ¡Ay, qué cruel es la vida!
Pongo freno a mis divagaciones cuando suena el teléfono, aunque ambos tenemos dificultades a la hora de localizarlo, ya que se encuentra enterrado bajo una avalancha de papeles, que están perfectamente organizados, debo añadir. Lo que pasa es que, a simple vista, no da esa impresión.
Por fin, doy con el aparato.
—Peter Lanzani Internacional —respondo al tiempo que dirijo una sonrisa a Peter—. ¿En qué puedo ayudarle?
Es Eugenia, quien se identifica de una manera un tanto seca para mi gusto.
«Doña Culo de Aerobic», anuncio a Peter moviendo los labios en silencio.
Con un resoplido de desgana, se pone al aparato.
—Hola, Eugenia —dice con tono animado.
Levanto los pulgares hacia arriba en señal de aprobación.
—Sí. Sí. Sí —corea él.
Maldita sea. Así no hay quien se entere de qué va la conversación.
—Sí. Sí. Sí —prosigue—. Sí. Sí. Sí. De acuerdo, adiós.
Cuelga. Y no dice nada.
—Soy tu ayudante ejecutiva y asesora comercial —le recuerdo tras un intervalo apropiado—. Eso significa que debes contármelo todo.
Peter tiene la mirada perdida en la media distancia.
—Quiere verme. Esta noche.
—¿Y has aceptado?
Peter se encoge de hombros.
—¿Qué otra cosa podía decir?
Esto no tiene buena pinta, me parece a mí. No, no tiene buena pinta en absoluto.

domingo, 15 de julio de 2012

Capítulos 23 y 24


Capítulo 23

A medio camino por Desford Avenue, Peter se percató de que la luz del dormitorio de su madre seguía encendida. Pensó que brillaba como un faro procedente de un tiempo anterior, pues en su adolescencia había tenido que pasar por la misma situación en demasiadas ocasiones. A medida que el taxi se acercaba al pulcro chalet rodeado de jardín, también divisó a Claudia, resplandeciente con su camisón de flores, asomada a la ventana y escudriñando la oscuridad.
Era una hora intempestiva y a sus padres no les iban las horas intempestivas. De hecho, estuvieron a punto de sufrir un ataque cuando la BBC pasó las noticias de las nueve a las diez, pues el cambio iba a afectar al sueño reparador del matrimonio. Dios sabrá qué les provocaba tanto cansancio.
Peter se inclinó hacia delante para hablar al taxista.
—¿Le importa dar otra vuelta?
El hombre miró a Peter como si éste estuviera loco, pero, tal como se le había solicitado, se alejó conduciendo. Dio la vuelta a la manzana y pasados unos minutos volvió a aproximarse a la casa. Esta vez no se veía ninguna luz en la ventana.
Peter sonrió de oreja a oreja.
—¡Sí!
El taxista soltó un suspiro de alivio.
—Gracias, amigo —dijo Peter.
El taxi se detuvo a la puerta de la casa. La luz del dormitorio de Claudia se encendió de golpe otra vez.
—¡Mierda!
El conductor colocó el brazo en la parte de atrás de su asiento.
—¿Por casualidad se ha divorciado y ha vuelto a vivir con su madre?
—Temporalmente, sí.
—También he pasado por eso.
—En ese caso, entenderá que en este momento usted está evitando que se cometa un asesinato.
—¿Otra vuelta a la manzana?
—Sí.
El taxista se alejó del bordillo mientras la madre de Peter asomaba la cabeza entre las cortinas.

Peter se percató de que se había quedado dormido. Se despertó al tiempo que el taxi aminoraba la marcha por décima vez.
—Ganaremos esta batalla sangrienta —declaró el conductor del taxi, a quien también se le notaba somnoliento.
Con un chirrido de llantas, frenó delante de la casa de los Lanzani, donde reinaba la oscuridad. La luz se encendió de repente una vez más.
—¡Se acabó! —exclamó a gritos el taxista conforme se bajaba del vehículo de un salto.
Peter se incorporó de golpe mientras el hombre subía echando pestes por el sendero que conducía a la entrada principal y gritaba a través del buzón de la puerta:
—¡¿Por qué no se va a la cama de una puta vez?' A ver si podemos dormir un poco todos. Su hijo no piensa entrar bajo ningún concepto en esta casa hasta que esté completamente a oscuras. Ahora, voy a dar otra vuelta a la manzana.
El taxista regresó por el sendero dando pisotones y se colocó al volante. Peter se preguntó si tendría que pasar por lo mismo cada vez que saliera de noche. ¿Y si alguna vez —horror de los horrores— quisiera llevar a una mujer a su casa? Enterró la cabeza entre las manos. Las cosas no podían seguir así de ninguna manera. Se acabaría produciendo derramamiento de sangre. Cuanto antes acudiera a la agencia inmobiliaria y empezara a buscar casa propia, mejor.
—Gracias, colega —le dijo al taxista.
—De nada —respondió el hombre, por cuyas fosas nasales salía un humo que no podía atribuirse enteramente al frío aire de la noche—. Mi madre era exactamente igual. Me sacaba de quicio —volvió a arrancar el vehículo—. Daremos una última vuelta.
La luz del dormitorio de Claudia se apagó.
El sol ya empezaba a alumbrar la siguiente vez que, tras rodear la manzana, regresaron lentamente al número cuarenta y tres de la calle. Acercándose a ellos, el lechero efectuaba su ruta de reparto entre el tintineo de cristal. El taxista se detuvo a las puertas de la casa. Por increíble que pareciera, la luz de Claudia seguía apagada.
—Lo conseguimos —declaró el hombre con aire triunfal—. ¡Lo conseguimos, joder!
Peter se sintió desfallecer de puro alivio. Deseaba dormir unas horas antes de ir a la oficina y volver a encontrarse con Lali. A pesar de que estaba medio congelado y tieso como una tabla por haber permanecido tanto rato encogido en el asiento posterior del taxi, un sentimiento de calidez le inundó por dentro ante la idea de pasar el día con su nueva secretaria.
El taxista y Peter chocaron las palmas de sus manos.
—Vete a echar un sueñecito, colega —dijo el hombre—. Te lo mereces.
En ese instante, la luz de Claudia se encendió.
Los dos hombres suspiraron al unísono.
—Esto es ridículo —se lamentó Peter—. ¿Te apetece acompañarme a mi tienda de coches? Queda cerca de aquí. Prepararé un par de tazas de té.
—¿Por qué no?
—Un momento —Peter bajó la ventanilla y se asomó por ella—. ¡Eh, amigo! —hizo una seña al lechero para que se detuviera—. Deme un par de botellas, por favor.
Con suma amabilidad, el lechero le entregó dos botellas de medio litro. Peter le pagó.
—Bueno, ya estamos listos —dijo—. En la oficina tengo cereales para desayunar y hay un sitio justo al lado donde preparan unos sándwiches de beicon exquisitos. Ya deben de haber abierto.
—Por mí, perfecto —respondió el taxista—. Por cierto, me llamo Bill.
—Yo soy Peter —se estrecharon la mano—. Lamento lo que ha ocurrido.
—Tranquilo —respondió Bill—, es una cuestión de principios.
El taxi arrancó una vez más. Mientras bajaban por la calle, Peter miró hacia atrás y vio que la puerta principal se abría y su madre asomaba la cabeza.
—¡Juan Pedro! ¡Juan Pedro! —la oyó gritar.
Pero Bill tenía razón, era una cuestión de principios. Eso sí, confiaba en que hubiera una camisa limpia en la oficina que pudiera ponerse antes de que llegara Lali.

Capítulo 24

Estoy sentada tras el escritorio de Peter y quien me viera se percataría al instante de que sufro una resaca monumental.
—¿Más café? —pregunta él.
Hago un gesto de afirmación con la cabeza. Aunque me encuentro a morir, podría enamorarme seriamente de este hombre. Tiene la paciencia de un santo, además de un toque maestro con el hervidor de agua que no había visto desde hacía una eternidad.
Me entrega otra taza de intensa y estimulante cafeína.
—Por lo que veo, tendré que aumentar el presupuesto destinado a bebidas calientes.
—No voy a tomarme esto como una costumbre —prometo yo, tratando de pasar por alto el viento que se cuela a través de los huecos de las ventanas y me azota los tobillos. Daría cualquier cosa por llevar vaqueros, calcetines gruesos y zapatillas de deporte en vez de mi traje elegante, medias lamentablemente finas y zapatos de tacón de aguja—. Lo de anoche fue un caso aislado, te lo aseguro. He llegado a la conclusión de que, a mi edad, la mezcla de minifalda y alcohol no resulta conveniente.
—Lástima —mi nuevo jefe me sonríe por encima de su taza de café—. Tienes mucha gracia cuando empinas el codo.
Examino los montones de papeles que se alzan frente a mí y me esfuerzo en mantener la cabeza quieta mientras desplazo los ojos. Me temo que hoy el movimiento va a tener que restringirse al mínimo imprescindible.
—No parece un gran comienzo de mis medidas de choque para sacar a flote tu imperio económico.
Peter se encoge de hombros y se acomoda en la silla de jardín, al otro lado del escritorio.
—Estos asuntos llevan su tiempo. Por el momento, sigue sentada y empápate del ambiente.
Mi jefe y yo paseamos la vista por las paredes salpicadas de moho.
—Tenemos que hablar de mis funciones.
Me llevo una mano a la cabeza, más que nada para que ésta no se preocupe, en el sentido de que no voy a someterla a nada peor.
—Ah, ¿sí?
—Verás —digo yo—, la verdad es que no me veo de secretaria.
—¿Acaso porque careces por completo de técnicas de secretariado? —bromea Peter.
—Entre otras cosas.
—Y dime, ¿qué quieres ser? —pregunta él—. ¿Directora gerente? ¿Jefa ejecutiva? ¿Vicepresidenta de sujetapapeles?
—Me veo más como ayudante ejecutiva —respondo yo—. Y asesora comercial.
Aún debo de estar borracha.
—Ah, perfecto.
—Puedo ayudarte a poner el negocio en forma —le aseguro—. De veras, estoy convencida.
A través de la ventana, contemplo los coches azotados por el viento y adivino un enorme potencial. Como la mayoría de los negocios dirigidos por hombres, éste carece por completo del toque femenino.
—Tienes que avanzar hacia el futuro.
—¿Y no es eso lo que hacemos a diario sin necesidad de ayuda? —pregunta él.
—Elaboraré estrategias y declaraciones de objetivos —declaro yo, sin añadir que hoy probablemente no sea el momento.
Peter se muestra un tanto alarmado:
—No sé mis viejos armatostes y yo estaremos preparados para semejantes enfoques.
—Confía en mí —me acabo el café de un trago al tiempo que noto un escalofrío—. Será pan comido.
Cuando le entrego mi taza para que la rellene, la puerta de la oficina se abre de improviso. Una mujer joven y de físico atractivo, ataviada de pies a cabeza con ropa deportiva de Juicy Couture, se encuentra en el umbral y resopla, falta de aliento. Lleva encajados en las orejas los auriculares de un CD portátil y Peter se muestra tan desconcertado que sólo puede tratarse de una persona.
—¿Puedo ayudarle? —pregunto con tono jovial mientras Peter sigue de pie, paralizado, aferrado a las tazas vacías.
La recién llegada gira bruscamente la cabeza para mirarme. Ahora le toca a ella quedarse desconcertada.
—Hola, Eugenia —dice Peter tras una incómoda pausa—. ¿Qué haces aquí?
—Estoy entrenando —responde Eugenia—. Voy a participar en la maratón de Londres.
—¿Otra vez? —pregunta él.
—Otra vez —replica ella con sequedad—. Me faltan unos kilómetros y tengo que practicar.
No puede evitar que los ojos se le vayan en mi dirección y, francamente, a mí no me engaña. Hay decenas de parques y lagos que Eugenia podría haber elegido para una agradable sesión de entrenamiento. En pleno centro de Milton Keynes tenemos doscientos cincuenta kilómetros de pistas de ciclismo y atletismo que atraviesan la zona de bosque y prados, y Eugenia no tiene la menor necesidad de arriesgarse al envenenamiento por dióxido de carbono recorriendo las aceras que rodean la tienda de vehículos usados de Peter. Además, está lloviendo. ¿Cuándo se ha visto que alguien que viste un chándal de Juicy Couture practique deporte bajo la lluvia? Nunca. Mi opinión se ve respaldada por el hecho de que Eugenia está seca de la cabeza a los pies. Estoy habituada al fraude a gran escala, por lo que detecto los indicios reveladores a mil metros de distancia. Sin embargo, no parece que a Peter le suceda lo mismo.
—Se me ha ocurrido acercarme a saludarte.
—¿Por qué? —pregunta él.
Se me escapa una sonrisa, de modo que entierro la cabeza en una pila de papeles y finjo estar ocupada mientras me esfuerzo en concentrar la mirada. Mis oídos no tienen problemas a la hora de concentrarse, claro está, incluso cuando Eugenia baja el tono de voz.
—Sigo siendo tu mujer —sisea ella.
—Sólo te quedan unas semanas —puntualiza Peter en tono afable—. He firmado los papeles del divorcio.
—Peter —dice Eugenia con tirantez—, estoy tratando de ser considerada en lo referente a este asunto.
—Yo también —una expresión de perplejidad se ha asentado en la frente de Peter.
Eugenia me lanza una mirada mordaz, dando a entender que no quiere hablar del tema mientras haya otra persona presente. Sobre todo una persona a la que desconoce.
Peter sigue la mirada de sus ojos.
—¡Ah! —dice—. Te presento a Lali, Lali Esposito.
Me pongo de pie y me coloco junto a Peter, presentando así un frente consolidado. No sé por qué actúo de esta manera, pero la sola presencia de Eugenia me irrita hasta límites insospechados. Y creo que no me equivoco al pensar que el sentimiento es mutuo.
Eugenia es hermosa. Su melena corta y rubia se mueve de forma seductora y su figura es tan buena que muchas mujeres desearían apuñalarla; yo no soy una excepción. Pero se percibe que es antipática. Además, alrededor de la boca tiene pequeñas arrugas verticales, aunque creo que es más joven que yo, un vejestorio con dos hijos agotadores. Por mucho que lo intento, no me la imagino formando pareja con Peter. No se lo merece ni por casualidad.
Alargo la mano y Eugenia, a regañadientes, la estrecha. Seca como la mojama.
—Soy la ayudante ejecutiva y asesora comercial de Peter.
—Mi... ayudante ejecutiva —corea Peter con cierta vacilación, y me lanza una mirada de desconcierto.
—Y asesora comercial —apunto.
—Y asesora comercial.
Peter y yo sonreímos alegremente. Eugenia, sin embargo, parece muy disgustada.
—¿Desde cuándo? —pregunta.
—Eh... —dice mi jefe.
—Desde hace siglos —la informo—. Vamos a ampliar el negocio a escala internacional.
—Vaya —dice Eugenia—, eso es estupendo. Estupendo, claro que sí —no da la impresión de que le parezca estupendo en absoluto—. Me alegro.
—¿Podemos ayudarte en cualquier otra cosa?
He adoptado mi expresión más agradable y servicial, pero conseguir que mis rasgos faciales me obedezcan me supone un esfuerzo monumental, ya que aún se encuentran en ese estado de desgana que es consecuencia del alcohol.
—Eh... no —responde Eugenia—. No —vuelve la vista hacia Peter en busca de alguna aportación, pero el pobre permanece impertérrito. O puede que anoche también bebiera demasiado—. Bueno, tengo que marcharme. Me quedan unas cuantas aceras por recorrer.
—Claro —responde Peter—. Me alegro de verte.
Da la impresión de que Eugenia está a punto de decir algo, pero se lo piensa mejor. Me lanza una mirada gélida con la que expresa que yo podré haber ganado una batalla, pero que, sin lugar a dudas, esto es una guerra. Y yo me pregunto por qué una mujer que acaba de abandonar a su marido por otro hombre ha de mostrarse tan malévola con alguien a quien claramente considera una rival, aunque estoy en condiciones de afirmar que no lo soy.
—Llama de vez en cuando —dice Eugenia a Peter.
—Sí. Tú también.
Sin despedirse de mí, se da media vuelta y se marcha.
Atrincherada tras las cortinas con agujeros, observo cómo sale corriendo a través del patio de exposición y esquiva los charcos con la pericia de un experto. Luego, veo que mira hacia atrás en dirección a la oficina y, a hurtadillas, se sube al volante de un BMW aparcado un poco más abajo de la calle. En mi fuero interno esbozo la sonrisa propia de los intuitivos terminales. Así también practico deporte yo.
—Bueno... —me quedo mirando a Peter con gesto pensativo.
De pronto se pone triste y se me parte el corazón.
—Ojalá fueras mi abogada —comenta en voz baja.
—Así que ésa es la mujer que desconoce las estrías.
—Humm —Peter asiente con la cabeza.
—¿Viene a saludarte con frecuencia?
—Nunca —Peter se frota la barbilla, y en su rostro se perciben señales de confusión—. Es la primera vez, te lo aseguro.
—Quiere que vuelvas —afirmo yo.
—No digas tonterías —Peter se echa a reír ante la mera sugerencia.
—Hablo en serio. Las mujeres entendemos de estos asuntos —trato de poner en la voz una nota de sabiduría; pero el efecto se echa a perder, pues me sale una especie de graznido seco. No voy a contarle que la he visto subirse al coche y que todo eso del entrenamiento es una patraña—. Puede que el machete del carnicero esté perdiendo su atractivo.
—Ya me han hecho esa broma —suspira Peter—, además de toda clase de chistes en los que aparecen salchichas.
—Entiendo —digo yo.
De todas maneras, sé que tengo razón. Doña «Pezón de Corredora» parecía demasiado molesta como para ser una observadora imparcial. ¿Por qué si no habría trasladado su atractivo culo hasta la oficina de Peter sin motivo alguno?
—¿Pongo a calentar más agua?
—Ya me encargo yo —responde mi jefe, siempre tan encantador—. Estás más blanca que una sábana.
Vuelvo a sentarme tras el escritorio y resisto la tentación de tumbarme sobre él y quedarme dormida. Mis dos hijos se metieron en mi cama cuando por fin conseguí acostarme y, como consecuencia, después de que se hubieran alzado con la victoria, acabé durmiendo en unos cinco milímetros de colchón.
Peter vuelve a hacer maravillas con un bote de Nescafé.
—Perdona por no haberte invitado anoche a entrar en mi casa —mascullo—. Es que no me parecía... oportuno.
—No —coincide Peter—. Tienes razón.
Da la impresión de que le hubiera apetecido la invitación a café, lo que me pone un tanto nerviosa, ya que a mí también me hubiera gustado que hubiera entrado.
—De todas formas, estamos recuperando el tiempo perdido —añade mientras se afana con las tazas—. En fin —dice girando la cabeza—, de modo que vamos a ampliar el negocio a escala internacional, ¿eh?
Le dirijo una sonrisa.
—A su debido tiempo.
—Pues da la casualidad de que mañana tengo una reunión importante con un empresario japonés —comenta Peter—. Vamos a hablar sobre un futuro concesionario de vehículos. A pesar del aspecto desastrado del negocio, es verdad que tengo grandes planes de expansión.
—Creo que debo acompañarte.
—Me temía que ibas a decir eso.
Peter se aproxima a mí, concentrando la atención para no derramar el líquido, aunque bien sabe Dios que las manchas de café no conseguirían empeorar el estado de la moqueta. Observo cómo frunce la frente con ahínco y saca la punta de la lengua por la comisura de la boca a medida que se acerca al escritorio. Es un hombre tan agradable que me hace sentir cosas extrañas por dentro, y no es ésa mi intención, en absoluto. Lo que quiero es desempeñar un trabajo serio y formal, y no enamorarme como una adolescente de mi jefe, como si fuera mi propia hija o Stephanie Fisher. Peter me entrega la taza y, en contra de mis intenciones, le planto un fugaz beso en la mejilla.
Por segunda vez en el día de hoy Peter se muestra desconcertado, lo que no me extraña nada. Yo misma estoy un tanto sorprendida.
—Entonces, ¿me acompañas? —pregunta Peter.
—Ya lo verás —respondo—, seré tu mejor baza.